Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Entonces, en su habitación de adolescente, lo colgó de la pared porque era bonito, no debía ser más que un objeto de formas armoniosas, callado y sereno, por eso también aquí estaba colgado de la pared, por lo menos el violín debía seguir siendo lo que era, a pesar de que, después de contarme a mí lo que no había dicho a nadie, le parecía que esa historia, que hasta aquel momento había guardado dentro de sí con tanto afán, no era del todo sincera, ahora le parecía un pretexto para enmascarar su desesperación, su cinismo, su decepción y su cobardía, un sentimiento devastador, como el que había experimentado otra vez, de la que también me había hablado, provocado por la revelación de su madre el día en que él, frivolamente, como quien juega y con un punto de malicia, le preguntó si era realmente hijo del muerto cuyo apellido llevaba, porque en las fotografías no veía ningún parecido, sino de otro, ahora podía decírselo, ya era mayor; ¿cómo te has enterado?, gritó ella, que estaba lavándose y volvió hacia él una cara que parecía llena de gusanos retorcidos, ¡y él no sabía ni había oído nada! ¿Y qué iba a saber?, y entonces le pareció que su propia muerte, su destino, le miraba a la cara y aquella exclamación le hizo comprender que, inesperada e incomprensiblemente, los dos corrían peligro, peligro de muerte, era una sensación que prefiguraba la rigidez de la muerte, la insensibilidad de todos los miembros y una leve contracción de la piel, estaba mirando unos ojos muertos de los que no podía apartar los suyos, y hasta la noche estuvieron al lado del lavabo, mientras ella le contaba la historia del prisionero de guerra francés, su padre natural; después, él enfermó, aunque no creía que la enfermedad tuviera que ver con aquella impresión, no parecía probable; ¿sabes?, me dijo, uno no tiene padre, se lo imagina, y luego resulta que ése no era su padre verdadero, pero el padre verdadero tampoco existe, ¡lo mismo que Dios!, y entonces descubrió por qué su madre se empeñaba tanto en que él no fuera como los demás niños -¡el violín!-, al fin y al cabo, no lo era, debía ser un elegido, pero no lo era, no debía ser alemán, pero lo era, y aún no me había contado, porque hasta ahora no se había acordado, que había estado dos meses entre moribundos que iban desapareciendo de las camas hasta que al final no quedaba en la sala nadie más que él, que debía de estar muriéndose, porque de allí nadie salía vivo, e incluso le gustaba el papel de moribundo, el vientre se le llenaba de pus una y otra vez, parecía inútil volver a operar, le extraían el pus con una cánula, aún tenía un bulto en el vientre donde había estado la cánula, podía tocarlo, no sabían qué hacer con él, estaba desahuciado pero no se moría, así que, al cabo de dos meses, pidieron a su madre, que había encanecido del remordimiento y estaba medio loca, que se lo llevara a casa, ella estaba consumida, temblaba, todo le caía de la mano, y parecía que sus ojos continuamente le pedían perdón, pero él, por más que lo deseaba, no podía perdonarla; ella se movía a su alrededor como un espectro, como si de cada sorbo de agua que le daba dependiera su salvación, como si al cabo de tantos años aún tuviera que seguir purgando aquella culpa -¡había que figurárselo, una alemana y un francés! Aunque, afortunadamente, se libró de la pena que entonces se aplicaba a los que atentaban contra la pureza de la raza, «tuvo que pasar tres meses en la cárcel, embarazada de mí»-, ¡pero ya me hablaría de eso en otro momento, porque entonces el médico de cabecera que lo visitaba dos veces a la semana tuvo una súbita inspiración y le dijo: abre la boca, chico, vamos a ver esos dientes, y dos semanas después de que le arrancaran dos muelas estaba más sano que una manzana, y no había tenido más problemas, estaba fuerte como un roble, como podía ver por mí mismo, y gracias a aquellas dos muelas podridas nosotros podíamos ahora escabullimos del putrefacto lodazal de su alma, pero bromas aparte quería expresarme su sincero y profundo agradecimiento, me estaba muy agradecido porque yo le había dado ocasión de manifestar en voz alta todo lo que sabía de sí mismo y que hasta entonces no se había atrevido a decir, para él yo era como el dentista que le había extraído de la boca aquellos dos Adolfitos Hitler, yo le había arrancado algo, había resuelto algo, porque mientras hablaba veía muchas cosas con más precisión, aunque no pudiera hablar de ellas debidamente, y como era un terrible egoísta, creía saber por qué había tenido que introducirme en su vida, porque él sólo podía decir estas cosas a un extranjero, él se marcharía, de eso no tenía ni la menor duda, ya estaba harto de sentirse como un extraño, pero prefería marcharse con la cabeza despejada, sin reproches ni rencores y eso tenía que agradecérmelo a mí y quizá precisamente a mi condición de extranjero.

Le respondí, poco más o menos, que exageraba, que no me parecía que yo pudiera ser tan importante, porque las cosas no se resuelven de esta manera.

Él dijo que, de exageración, ni asomo, y que cuando hay que dar las gracias se dan las gracias, y se le saltaban las lágrimas.

Quizá fue aquel el momento en que le rocé la cara con la yema de los dedos y apunté en voz baja que también Pierre era extranjero.

Con él, me dijo, no podía hablar en su lengua materna, Pierre era francés, y aunque, en cierto modo, también él era francés, su lengua era el alemán.

¡Qué diablos!, dije, él no tenía nada de francés, exageraba mi importancia, y ello me gustaba, sí, me halagaba, pero yo no necesitaba ninguna prueba, podía creerme, porque lo que yo sentía… pero lo que yo sentía no podía decirlo.

Sólo podía decir que me daría vergüenza hablar de ello.

Yo sostenía su cara entre las manos y él sostenía la mía, el movimiento fue idéntico, pero con él frustramos mutuamente nuestros propósitos, es posible que yo ni llegara a hablar en voz alta de mi vergüenza, por si esta palabra lo violentaba y tenía que recurrir a su habitual displicencia, escudarse en su sonrisa irónica, aquella sonrisa perenne, endiabladamente bella, y mi torpeza destruía algo que de ninguna manera debía ser destruido; privaría a mi mano del calor y la tersura de su cara, añoraría el roce áspero de sus mejillas, que yo adoraba, en las yemas de los dedos, pero aquella primera noche había en mí una clara resistencia, la resistencia y el temor que inspira lo que es extraño y familiar a la vez, pero también me atraía la leve abrasión de una cara masculina, acariciar con los labios unos labios rodeados de piel en la que apuntaba la barba lo mismo que en la mía y percibir en el otro la misma fuerza que irradiaba de mí, como si no recibiera una fuerza ajena sino la mía, que me era devuelta. «¿Por qué, la boca de mi padre?», gritó otro con mi voz aquella primera noche, cuando su boca se posó en la mía y se oía el leve rechinar de mentón contra mentón, como si la cara de nuestros padres rozara la piel lisa de la niñez olvidada; entonces me sumergí con complacencia en la mezcla repulsiva del amor y el odio de uno mismo, ahora comprendo que ya debíamos de haber dejado de hablar, aunque no nos habíamos dado cuenta de que aquello no era una conversación, yo aceptaba, incluso de buen grado, mi asco de mí mismo, porque este sentimiento parecía sanear todo aquello que me angustiaba y asustaba, por fin había dejado atrás el cadáver de mi padre, ahora podía perdonarle, a pesar de que no estaba seguro de cuál de los dos era mi verdadero padre, pero esto ya no tenía importancia, ahora estaban unidos, fundidos en uno solo, esto era la paz, el lenguaje del cuerpo, aún resonaba en el oído el chorro de palabras, sí, y es que las corrientes que transitan por las circunvoluciones del cerebro necesitan tiempo para guardar en su sitio todo lo que hay que almacenar, en latas, cestitos, estuches, cajas, jaulas y urnas transparentes, y cuando cesa el zumbido de este febril esfuerzo clasificador, aún pasan silbando fragmentos que, por alguna razón, no han encontrado sitio en el gran almacén del entendimiento, y, curiosamente, éstas suelen ser las frases más triviales; «muerte francesa», por ejemplo, no tenía ni el menor significado, pero el movimiento con el que atraje su cara hacia mí, sosteniéndole la barbilla con la palma de las manos y rozándole las mejillas con los dedos fue sólo un medio utilizado inconscientemente para alcanzar un fin percibido vagamente, ya no podíalos hablar más, ni él ni yo; a pesar de que, mientras hablaba, su airada no se apartaba de la mía, como si en mis ojos hubiera encontrado un firme asidero, daba la impresión de que, en relidad, no quería verme o de que, a sus ojos, yo era un simple objeto, ahora podía atraerse más aún, ir a donde quizá no se hubiese atrevido a ir él solo, pero a mí esta retirada parecía permitirme avanzar hasta donde, en otras circunstancias, no me hubiera sido posible llegar, y cuanto más se anclaba su mirada en la mía, cuanto más me convertía yo en un objeto a sus ojos, más fácil le era alejarse de mí, pero yo debía estar alerta porque tenía que seguirle, y, estando yo con él, podía explayarse en el tema que de verdad le interesaba, sus pensamientos, sus recuerdos y, digámoslo ya de una vez, esa soledad que produce la mera existencia del cuerpo, el sentirse forma viva en un espacio que se percibe muerto, con frases alambicadas impregnadas de frío raciocinio y acompañadas de una sonrisa tierna, hasta que, merced a esa frialdad y esa sonrisa, se situaba a una distancia de la historia de su cuerpo desde la que casi podía contemplar sus pequeños episodios con mis ojos; quizá su agradecimiento se debiera a que, durante un momento, había podido descubrir cómo ve el espacio muerto a la forma viva, experimentar una identificación con el mundo exterior; que yo raramente alcanzaba, de ahí que se le humedecieran los ojos, pero sin que llegara a brotar el llanto acumulado bajo los párpados, sólo lo justo para empañarle la mirada, velar mi imagen y borrar la visión fugaz apenas vislumbrada; a fin de hacerle volver a mí desde el lejano espacio interior en el que se había sumido, a fin de que el objeto que era yo volviera a convertirse en persona, me apresuré a abandonar a mi vez aquellas profundidades y hurtarme a sus ojos, temeroso de perder lo que ya poseía: sentir su rodilla entre mis rodillas, tocar su cara inclinándome un poco hacia adelante, mientras sus rodillas oprimían mi rodilla y él, inclinándose un poco hacia adelante, me tocaba la cara.

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