Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Tocar.

Tocar, sentir.

A veces escuchábamos música, él leía en voz alta o yo recitaba versos en húngaro, porque quería hacérselos comprender y sentir, y también demostrar que había una lengua en la que podía expresarme con soltura y relativa corrección, eso le divertía, se reía, me miraba con la boca abierta, como los niños que contemplan un juguete desconocido, yo me sentía feliz y despreocupado, nos dormíamos abrazados, vestidos o desnudos, en el sofá de la salita, entre dos luces, y cuando llegaba la noche, noche de invierno, había que encender las velas y cerrar las cortinas, para poder volver a sentarnos, frente a frente, hasta la madrugada o hasta que se hacía de día, mientras la habitación iba enfriándose, y el reloj de pared nos acompañaba con su tictac sosegado, y las velas chisporroteaban al consumirse, y bebíamos un fuerte vino tinto búlgaro en esbeltas copas de cristal tallado; pero me resulta difícil hablar de aquellas horas, días y semanas que nos llevaron del otoño al invierno sin que nos diéramos cuenta, mientras el afiligranado esqueleto del álamo se envolvía cada mañana en una tenue niebla, me resulta casi tan difícil como responder a la pregunta de con qué derecho incorporo los sentimientos de un extraño en el recuerdo de una historia común, ni qué me autoriza a decir que nos pasó esto o lo otro, cuando habitualmente, y no sin razón, sólo me siento autorizado a hablar de mí mismo, es decir, aspirar a describir con exactitud lo que pasaba por mí; no existe respuesta para esta pregunta, mejor dicho, quizá aquella noche de invierno tuve una intuición de cómo nos queríamos, si por amor se entiende una mutua unión íntima y apasionada, o quizá la respuesta llegó al cabo de varias semanas, quizá un mes, cuando descubrimos que algo empezaba a ir mal, que algo había cambiado en nosotros, en él y en mí, y seguía cambiando; y tan grande era el cambio que tuve que cerrar los ojos un momento para no verlo, con la esperanza de que, cuando los abriera, habría desaparecido todo lo que me afligía, que volvería a ver su cara de antes, a sentir otra vez su mano en mi mano ¡porque ahora me parecía estar oprimiendo el muñón de mi propia mano!, y que también su sonrisa sería la misma, porque a fin de cuentas no había ocurrido nada, ¿y qué podía haber ocurrido? No lo recuerdo con exactitud, pero debía de ser a últimos de noviembre o primeros de diciembre -y qué nos importaba entonces el calendario-, el único punto de referencia era el estreno de Thea al que Melchior me acompañó, a pesar de que para entonces ellos dos ya no se hablaban; por lo tanto, debió de ser antes cuando ella, movida por la inquietud, el recelo y la desesperación, subió una noche, con la esperanza de encontrar a Melchior solo, esperanza que yo había tratado de alimentar, y me encontró a mí solo, lo cual también hizo que cambiaran muchas cosas, a pesar de que aparentemente nada había cambiado; nosotros seguíamos allí sentados, las velas ardían como antes, había silencio, la habitación estaba igual, el teléfono no sonaba y nadie llamaba a la puerta, la gente nada quería de nosotros, ni nosotros de la gente, como si estuviéramos en una torre sobre las ruinas de una ciudad europea muerta y deshabitada, sin esperanza de ser liberados y, aunque en la ciudad hubiera otra persona en una habitación como ésta, nunca la encontraríamos; aquella intimidad potenciada por nuestro aislamiento que tan grata había sido hasta entonces, cambió de signo bruscamente; no sé por qué, yo era consciente de que mis reproches no estaban justificados, pero en vano me decía que, durante aquellas semanas, él lo había dejado todo por mí, había desconectado el teléfono, no abría la puerta a nadie, había cerrado su casa, era inútil, yo tenía que hacerle reproches, aunque no en voz alta, naturalmente, porque todo lo relacionado con él me afectaba sólo a mí; así que de nada servía cerrar los ojos, con estos pensamientos en la cabeza, lo que a mí me pesaba era precisamente aquella relación tan íntima, tenía que distanciarme, me parecía que hasta entonces no había descubierto su profundidad y era como si este descubrimiento la hiciera abominable e insoportable, tenía que encontrar un espacio nuevo que también fuera desconocido para él, completamente ajeno a él, algo que no nos perteneciera a ambos en común; y, cuando abrí los ojos, su cara me pareció más indiferente y extraña que la de un individuo cualquiera, y esto era a la vez grato y doloroso, porque una cara desconocida puede encerrar la promesa de un reconocimiento o, por lo menos, de una afinidad, pero esta cara estaba vacía de interés para mí, no prometía nada, me había cansado de él y lo sabía, pero, por lo que a las últimas semanas se refería, este conocimiento me parecía tan fútil como cualquier otra experiencia, porque ninguna, por aventurada que fuera, parecía ofrecer una clave, una orientación hacia lo esencial y definitivo, así pues, había sido una aventura estéril, seguíamos siendo extraños el uno para el otro, no comprendía cómo había podido parecerme guapo, con lo feo que era, no, feo no, ni eso, sólo aburrido, un hombre que no significaba nada para mí, eso, un hombre.

Lo aborrecía y sentía asco de mí mismo.

Y, como si él pensara o sintiera algo parecido, retiró su mano de la mía, por lo menos, ya no tendría que seguir oprimiente aquel horrible muñón, se levantó, empujó la butaca hacia un lado y conectó el televisor.

Fue todo tan brusco que tampoco yo dije nada, aparté mi butaca y salí a la antesala.

Saqué un libro de la estantería al azar y, como si tuviera que demostrarme a mí mismo que este libro me interesaba, me tumbé en la oscura y mullida alfombra y me puse a leer.

No era sólo el dibujo de la alfombra lo que me irritaba, sino también el ampuloso estilo literario con el que tenía que batallar mientras leía que no hay en el mundo más que un templo, el templo del cuerpo humano, ni nada más sagrado que la sublime imagen del hombre; me hacía bien leer casualmente, echado en una cómoda alfombra, que, cuando nos inclinamos ante el hombre, rendimos tributo a su encarnación y, cuando tocamos su cuerpo, tocamos el cielo.

Mientras me esforzaba por comprender este texto, que no me parecía muy oportuno, sin prestar especial atención a que por una ventana acababa de salir una mujer que se colgaba de las ramas de una enredadera, que el revoque de la pared se desprendía y la mujer gritaba y caía al vacío, pensando que todo se arreglaría, lo que más me preocupaba era no haber sabido dominarme y haber dado aquel puntapié al sillón, ahora aullaba una ambulancia y a continuación tintineaban instrumentos, debíamos de estar en un quirófano y, a pesar de que parecía una reacción tan tonta e insignificante, no podía reprimir la sensación de que me había comportado con brutalidad, veía ante mí el sillón al que había dado el puntapié, un sillón que no era mío. sonaba música fúnebre, la mujer debía de haber muerto, no debí hacerlo, era daño a las cosas, no debe uno apartar bruscamente un sillón que no le pertenece, ni aunque el cuerpo sea un templo sublime, él sí podía dar un puntapié al sillón porque era suyo, y no yo, pero se lo había dado, y hasta me había gustado.

Después le pregunté en voz alta si quería que me marchara.

Sin volver la cabeza, él respondió que hiciera lo que considerara oportuno.

Pregunté si tenía algo contra mí, porque eso me dolería.

Lo mismo podía preguntarme él, dijo.

Yo le aseguré que no tenía nada contra él.

Ahora sólo deseaba ver la película.

Precisamente esta película.

Precisamente.

Pues por mí que la viera.

Ya la veía.

Lo más curioso es que no hubiéramos podido ser más objetivos, de este modo éramos más brutalmente sinceros que si hubiéramos dicho en voz alta todo lo que pensábamos realmente, mejor dicho, estas prudentes pequeñas maniobras de distracción de la mentira revelaban la situación con más claridad de lo que hubieran podido exponerlas nuestros sentimientos, porque en aquel momento nuestros sentimientos estaban muy exaltados como para que pudiéramos ser sinceros.

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