Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Lo que sabemos es que Hermes encontró a su hijo en la hierba y que no sólo no le sorprendió su aspecto sino que le encantó; porque el chico ya se sostenía sobre sus pies, mejor dicho, sus pezuñas, se revolcaba riendo, daba volteretas, se bañaba en el rocío deleitándose con el roce de la hierba, perseguía a las avispas y las moscas, arrancaba y mordisqueaba los pétalos de las flores, golpeaba con los cuernos, aún blandos, las peñas y los troncos, con lo que el dolor apenas le cosquilleaba en el cuerpo, y hasta se divirtió haciendo pipí en una mariposa y caca en la cabeza de una serpiente; como puede verse, su naturaleza funcionaba perfectamente, por lo que no es de extrañar que su padre se sintiera orgulloso y, puesto que a los padres les falta tiempo para tratar de ver repetida su propia historia en sus hijos, Hermes recordó la mañana de su propio nacimiento, cuando la dulce Maya lo alumbró y lo puso en la cuna, y él, aprovechando un momento de descuido, se bajó de la cuna, salió de la cueva, se hizo una lira con el caparazón de una tortuga y se fue a correr mundo, y, cuando las orejas de los caballos de Helios desaparecieron tras el resplandor purpúreo del horizonte -naturalmente, conocemos la fecha exacta, era el anochecer del cuarto día del mes lunar-, mató dos bueyes sin más armas que sus manos, los desolló, inventó rápidamente el fuego para asar la carne, robó después toda una manada para ocultar su travesura y volvió a la cuna; pero ahora se puso al pequeño sobre los hombros y, lo mismo que Apolo había hecho con él, subió a presentarlo a los dioses, para que se alegraran con él.

Dionisos fue el que más se alegró de la llegada del neófito, al que inmediatamente se impuso el nombre de Pan, palabra que, en la lengua de los inmortales, significa todo, el Todo, porque, o mucho nos equivocamos, o los dioses vieron condensado en él este concepto.

Muchas eran en el cuadro las señales que indicaban que el mozo que presidía la escena era Pan: con una mano se lleva a los labios un Caramillo, símbolo inconfundible de su identidad, con el que, según la leyenda, hace bailar a las ninfas por la noche y despierta a la mañana; según unas versiones, es un dios irascible y petulante, que se enfada si se le molesta mientras duerme la siesta a la sombra del roble, según otras, es el más amable de los dioses, alegre, benévolo, juguetón, fecundo y amante de la algazara, la música y el barullo; no obstante, no podía sustraerme a la duda de que quizá aquél no fuera el poderoso dios fálico, pero ¿qué otro dios podía ser? Parecía imposible hallar respuesta satisfactoria a esta pregunta, y es que no sólo sostenía en la otra mano una vara con hojas, la vara que, según la leyenda, Hermes recibió de Apolo a cambio de su lira, sino que no tenía el cuerpo peludo, ni cuernos, ni pezuñas, a no ser que el hermoso carnero que, cual perro guardián, yacía a sus pies simbolizara todo lo que faltaba en su cuerpo, representado con imagen de hombre; de sobra sabemos que hay artistas que se empeñan en hermosear lo que es perfecto en su fealdad, porque se resisten a pintar con pelo, pezuñas y cuernos a quien lleva el nombre del «Todo», lo cual, desde luego, sólo puede atribuirse a la ridícula debilidad humana, y no me parece imposible, aunque no me corresponda a mí denunciarlo, que, a causa de esta risible debilidad, el pintor se esforzara por embellecer la historia de los dioses, a trueque de confundirnos a todos; porque, si no es seguro que se trate de Hermes, ¿qué pinta la dichosa vara?, ¿y el caramillo? Todo era muy desconcertante y sin duda no me hubiera demorado tanto en esta cuestión de no ser porque el esclarecimiento del enigma estaba íntimamente relacionado con los preparativos de mi proyectada narración, yo reflexionaba, indagaba, jugaba con las diversas posibilidades, ensayaba e iba retrasando el comienzo de la labor porque tenía miedo de hincar el hacha en el tronco de una tarea tan difícil, porque, tan pronto como me parecía factible inclinarme por una solución o la otra, surgía una idea nueva, como la de que quizá en realidad no fuera ni Pan ni Hermes, sino el mismo Apolo, del que dice la leyenda que también se había enamorado de Driopé y la había perseguido, como es de rigor; pero como la bella doncella del roble, muy sensatamente, rechazó sus galanteos, el ardiente Apolo se convirtió en tortuga, a fin de poder acercarse a las retozonas ninfas; Driopé arrimó a su hermoso pecho la pequeña tortuga que, al instante, se convirtió en serpiente y la poseyó debajo del manto; pero la burbuja de esta idea no tardó en estallar, porque, de ser así, ¿cómo hubiera llegado la lira a manos de Driopé, si ya hemos dicho que Hermes la fabricó la mañana de su nacimiento, cuando salió de la cueva, episodio que no ocurrió sino algún tiempo después?

Mi pregunta hubiera quedado sin respuesta y mis suposiciones no hubieran pasado de suposiciones de no haberme llamado la atención la actitud de las otras dos ninfas, las que estaban a la izquierda del grabado; una de ellas, al igual que el joven de piel morena, estaba sentada en una piedra blanca, con un manto rojo púrpura, un tamboril en el regazo y los palillos en las manos, pero le faltaba la cara, se había saltado la pintura de la pared; por la posición de su cuerpo, sin embargo, se adivinaba que, cuando tenía cara, miraba hacia adelante; ella es la que mira hacia el exterior del cuadro, la que nos mira a nosotros y, dondequiera que nos situemos, nos sigue con una mirada quizá severa, quizá bondadosa o quizá tierna, pero, más que la ninfa sin cara, me intrigó la otra, la del manto turquesa que está inmediatamente detrás de ella, porque ella era de toda la escena la única que mostraba interés por el joven al que antes me he aventurado a llamar pan, era la más hermosa de las tres, con mejillas redondas, frente serena, pelo rubio y rizado recogido por una guirnalda y figura frágil y delicada, adelanta un poco una cadera y tiene las manos a la espalda, en señal de reposo, abandono y confianza, en sus enormes ojos castaños, dulces y un poco tristes, hay una melancólica añoranza, ¡y sin embargo…! A punto estuve de lanzar un grito de alegría al hacer el descubrimiento, acababa de darme cuenta de que la misma melancolía se reflejaba en los ojos del joven que, no obstante, miraba en otra dirección, al parecer, ajeno a las miradas de deseo que se posaban en su pecho, él miraba fuera del cuadro por encima del hombro de Driopé, la musa que tocaba la lira, y, como la dirección de su mirada no podía en modo alguno ser fruto de un capricho o casualidad, era indudable que estaba mirando a alguien que le miraba a su vez; alguien al que no se veía porque no estaba en el calvero sino entre los árboles del bosque.

A mí me interesaba, sobre todo, el bosque en el que este amor imposible podía hacerse posible y, aunque no se consumara, era este amor lo que yo deseaba describir.

Pero volvamos al cuadro, a ver si, a la luz de lo que ahora sigue, consigo aclarar por qué me preocupaba tanto esta escena, a pesar de que no tenía intención de mencionar siquiera el fresco ni a los personajes representados en él; ahora me pareció reconocer a Salmakis en la figura de la ninfa que se retira a segundo término, y este nombre, que echó más leña al fuego de mis emociones -porque me parecía la clave para resolver el enigma-, me trajo a la memoria una tercera historia no menos complicada, estamos en el buen camino, pensé, satisfecho, y es que Hermes, como es bien sabido, tuvo otro hijo, designación dudosa, quizá, para una criatura fruto del amor entre Hermes y Afrodita, si más no, porque ambos, según ciertas genealogías, son hermanos, hijos de Urano -el cielo nocturno- y Hemera -la luz del día-, y, por si no fuera bastante, hermanos gemelos; también sé que su nacimiento se produjo al cuarto día del mes lunar y, por lo tanto, en el fruto de su amor se mezclaron en idéntica proporción los rasgos faciales de ambos, así como sus cualidades físicas y psíquicas, al igual lúe dos caudalosos arroyos mezclan sus aguas impetuosas, ¡quién ha de poder entonces distinguir un agua de la otra! así, en el niño, se Mezclaron en igual medida las propiedades que nosotros llamamos femeninas y las masculinas y que en ciertos dioses se aunan armoniosamente, y, para hacer inconfundible esta divina mezcla de hembra y varón, la criatura recibió un nombre compuesto por el de Hermes, su padre y Afrodita, su madre.

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