Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Porque no y no, yo no quería volver a casa; bastante me había traicionado ya la víspera, en la penumbra del recibidor, cuando frau Kühnert había roto el encanto de su cara desnuda, al calarse bruscamente las gafas, cuyos cristales, al reflejar por la parte interior la luz tamizada del aplique de la pared que estaba a su espalda, hicieron desaparecer sus ojos, y aunque apenas podía verle la cara, advertí claramente su inesperado retraimiento, tal vez había influido en su brusco cambio de actitud mi fría repulsa de una hipotética atracción física, y ésta era una humillación que ella, a pesar de su mentalidad servil, no estaba dispuesta a tolerar. Estiró el cuello y me miró con altivez, retirándose al terreno más seguro de la relación convencional entre una casera atenta y un huésped gratamente reservado en todos los aspectos; irguió la espalda, abandonando su postura de protección de los pechos y adoptó aquel aire de sobria sensatez que hasta entonces había caracterizado nuestras relaciones; pero en el mismo instante en que yo sentía que esto iba a ocurrir, que estaba ocurriendo, que había ocurrido, había conseguido ya reprimir aquel impulso más y más acuciante que puede inspirarnos tanto el sentimiento del odio como el del amor y que hacía un momento me había hecho pensar que podía convertirse fácilmente en lo uno o lo otro, que todo era cuestión de voluntad, pero nada permitía prever esta desagradable frialdad; y como el que, inesperadamente, pierde el dominio de sí porque, gracias a su fuerza de voluntad, ha conseguido reprimir algo que era más importante que la voluntad en sí, yo, cerrando los ojos a todo escrúpulo, deseaba recuperar aquella actitud peligrosa que frau Kühnert había optado por abandonar y que a mí se me hacía más y más apetecible, a juzgar por los perentorios síntomas de una presión y una tensión crecientes que sentía en el vientre; y por eso le dije, a modo de amenaza y hasta de coacción, que pensaba marcharme para siempre, aunque aludiendo no a una vuelta a casa sino a la posibilidad del suicidio, y no quedé defraudado, ya que esta ambigua revelación surtió el efecto deseado; estaba atónita, no sé si porque había captado el verdadero sentido de mis palabras, pero lo cierto es que aquel propósito, que yo abrigaba desde hacía meses y que ahora había cuajado en firme decisión, había dado a mi voz un timbre sombrío que tenía toda la sinceridad y la gravedad necesarias para encender de nuevo su sentimentalismo, que parecía haber empezado a enfriarse; aunque no sabría decir qué objetivo perseguía yo, además del de satisfacer mi vanidad, quizá buscaba que me compadecieran un poco por mi muerte inminente, o quizá me daba reparo quedarme a solas con el telegrama que, dijera lo que dijera, yo sabía que no podría modificar mi decisión, por lo que, a su solícita pregunta, que abarcaba todos los peligros posibles, no había contestado lo que me hubiera gustado contestar, a saber, que me dejara en paz, que ya todo era inútil, que ya era tarde o que, si quería, si se empeñaba, podía quitarse el jersey, para que yo pudiera por fin cerrar los ojos, no quería ver, ni saber, ni oír nada más, pero por lo menos podríamos gozar de un momento, de este momento; a pesar de todo, en lugar de decirle eso, recordando un anterior intento de huida, le di una explicación tranquilizadora de mi desaparición, la de mi regreso a casa, lo cual, naturalmente, no era sino otra tentativa de escapar de ella y también de mí mismo, porque entonces la palabra «casa» no representaba más que una muy remota posibilidad, una hipótesis piadosa, pero ahora en que en el espejo de la habitación del hotel tenía delante un cuerpo, mi cuerpo, cuya imagen y cuya sensibilidad no bastaban para convencerme a mí mismo de la importancia o necesidad de su existencia, no hubiera podido encontrar palabra que con más fuerza me convenciera de lo indispensable de mi presencia.
A pesar de la sorpresa, tenía la impresión de haber estado esperando aquellos golpes en la puerta, lo cual nada tenía de particular, ya que, dadas las circunstancias, era inevitable; pero pasada la primera impresión decidí no precipitar los acontecimientos, no busqué la ropa, sino que seguí sumido en la contemplación de mi cuerpo, como si no hubiera oído nada, sin dejarme distraer y, curiosamente, entonces me acordé de una vieja historia, de Thea, Thea Sandstuhl, como si ahora tuviera tiempo para eso, era uno solo de sus movimientos -cuando nos esforzamos por explorar los vericuetos de nuestras asociaciones de ideas, descubrimos esa prodigiosa facultad de la mente para acercarnos lo que está lejos, que en realidad resulta ser un mecanismo muy simple-, porque resulta que aquella tarde yo había conocido a Melchior, y estos golpes de ahora en la puerta me parecían consecuencia de su huida, y me vino a la cabeza aquel momento en que Langerhans, durante un ensayo, dando palmadas con sus manos carnosas, gritó con voz áspera y desagradable: «¡Basta! ¿No os he dicho que esa joroba tiene que ir más arriba?», y, arrancándose de su cara fofa las gafas con montura de oro, siguió vociferando, a pesar de lo cual Thea permaneció abstraída, tan ensimismada como estaba yo ahora delante del espejo, y a pesar de que habitualmente causaba la admiración de los que asistían a los ensayos por la ductilidad y rapidez con que seguía las indicaciones del director -porque ya estuviera llorando, gritando o suspirando de amor, en todo momento permanecía atenta a las órdenes, como si no hubiera barreras entre los estados de ánimo, como si una situación generase espontáneamente la otra o como si no ofreciera la menor dificultad salvar fracturas y baches, lo cual despertaba en el observador la sospecha de que no se identificaba totalmente con ningún personaje, a pesar de resultar perfectamente convincente en todos ellos-, ahora causó extrañeza la lentitud de su respuesta, con la que involuntaria pero inequívocamente demostraba la variable flexibilidad con que ceden nuestras emociones; la voz la alcanzó como un disparo rezagado, ya había sonado la orden cuando ella, obedeciendo los encontrados sentimientos del momento anterior, dirigía la punta de la espada hacia el pecho desnudo de Hübchen, que estaba arrodillado frente a ella, y terminó el movimiento como si no hubiera oído lo que tenía que haber oído, descubriendo esa clara línea que separa el impulso interior de la presión exterior, y su cuerpo se estremeció con un segundo de retraso, inmovilizándose en la bella actitud de la inocente confusión.
Estaba hermosa con su vestido violeta oscuro, ceñido y adornado con mucho encaje que acentuaba y ocultaba a la vez las curvas tensas de su cuerpo; tenía el cuello y el tronco ligeramente ladeados, como si realmente hubiera tratado de obedecer la orden que le impedía lanzarse contra el atractivo pecho desnudo, pero no había podido reprimir del todo el apasionado impulso, para eso no bastaba un grito proferido por una razón incomprensible, y aunque bajó lentamente la espada que sostenía con las dos manos -cuya punta golpeó el suelo con una nota grave-, ello no significaba que fuera capaz de optar entre el impulso y la orden, sino sólo que obedecía por hábito y sin convicción; aunque no se tenía por una actriz incompetente, Thea hablaba siempre con profundo desdén de los que, cual diletantes, se esforzaban por vivir su papel: «infelices, hay que ver lo que tienen que esmerarse y sufrir hasta que consiguen llorar, te dan ganas de hacerles cosquillas, a ver si se les pasa, pobrecitos, o decirles al oído: oye, corazón, ¿no tienes ganas de soltar un pedito? Pero el público lo agradece, no hay que molestarles, porque son los artistas de verdad, los auténticos, no hay más que ver cómo se entregan al arte y cómo sufren, se afanan y sofocan por nosotros, ¿por nosotros?, ¡estúpidos incapaces de doblar una esquina sin darse con el canto!», solía decir, pero ahora, su gesto indeciso y su mirada ausente revelaban en qué medida era prisionera de aquella situación, porque, si bien ella no «vivía» el papel, su interpretación le exigía entrega y, mal que le pesara, tenía que abrirse, dejarse arrastrar, olvidar la experiencia y las técnicas del oficio, y precisamente esa ambivalencia la hacía tan susceptible a una situación creada inesperadamente por la refinada agresividad de Langerhans.
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