Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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– Haremos un pequeño descanso -dijo Langerhans, y yo me levanté de la silla en la que hasta ahora me había mecido cómodamente, porque Thea venía hacia nosotros.

Como siempre que los ensayos se prolongaban por la tarde, a esa hora se dejaba sentir el hastío, y aunque no hubieran estado cubiertas con cortinas negras las altas ventanas de la sala, si la mirada hubiera buscado distracción en el mundo exterior, no hubiera distinguido, entre las tupidas rejas, más que esbeltas chimeneas que surgían de tapias que se oscurecían a medida que huía la luz de la tarde, los tejados negruzcos de las casas de enfrente y un cielo generalmente triste e incoloro; no obstante, a veces me situaba detrás de las cortinasm después de ceder mi silla a Thea, que, cuando no tenía que actuar, solía sentarse de buen grado al lado de frau Kühnert, a la mesita situada al borde del estrado; era un gesto de cortesía que no me dolía hacer porque, al caer la tarde, empezaba a sentir opresión, incluso agobio, como si me faltara el aire, porque yo allí, en realidad, no hacía más que observar, y ello, con el tiempo, se hacía no ya fatigoso sino francamente insalubre, así que me apetecía levantarme y moverme un poco, aunque la vista que se divisaba desde la ventana no me distraía mucho, porque también allí mi papel era el de simple observador, ya no de los gestos y el tono de voz de los actores, que traducían motivos íntimos y personales bajo la luz artificial de la sala, sino de paredes, tejados y cielo, a través de una gruesa reja, en los que no podía dejar de observar también relaciones, relaciones muy subjetivas por ser yo el que observaba, pero quizá no fuera tan poca cosa, porque, por desvaído que estuviera el cielo, el efecto de la luz siempre modificaba el cuadro haciendo resaltar unos detalles en detrimento de otros, al igual que, a la luz fija de la sala, saltaban sorpresas que imprimían carácter nuevo a movimientos que uno creía archiconocidos y a la reacción que suscitaban; pero ¿de qué servía que, en los momentos mejores, me sintiera enriquecido, que aumentara mi percepción de detalles e interrelaciones, si tenía que renunciar a toda intervención o participación activa? En vano mi cerebro producía con diligencia las más ingeniosas ideas; puesto que yo no tenía una misión definida, no desempeñaba función alguna, lo cual era una carencia básica en una institución rigurosamente jerarquizada, en la que el rango del individuo es determinado por su papel y la consideración que se le dispensa es validada, refrendada y legitimada exclusivamente dentro de su esfera de acción; en cierto sentido, a mí se me toleraba sólo en la silla que ocupaba, que ni siquiera era fija, sino supletoria, yo no era más que un «húngaro interesado», como alguien dijo una vez a espaldas mías, sin preocuparse de si yo oía esta singular definición, que en realidad no era ofensiva, sino, por su objetividad, más exacta de lo que se pretendía; este estado no era para mí desconocido ni insólito, sino que, por el contrario, tenía valor de símbolo: se me negaban atribuciones para intervenir en el curso de los acontecimientos; también aquí era yo un testigo mudo, un observador condenado a la inactividad, que debía sobrellevar estoicamente su mutismo y su inoperancia, es decir, que no tenía ni la posibilidad de desahogar de forma natural, por una explosión de histerismo, las dolorosas tensiones generadas por la frustración de sus aspiraciones; yo era húngaro, indiscutiblemente, incluso un húngaro típico, por lo que no era de extrañar que la cordial atención de frau Kühnert y el evidente interés que me demostraba Thea me resultaran muy gratos.

Thea se paró delante de nosotros, yo ya asía el respaldo de la silla, para ofrecérsela -también en mi diligencia exageraba la nota, porque no tenía razones para temer que pudiera perder su benevolencia-, pero ella, en lugar de subir al estrado a sentarse como otras veces, deslizó los codos sobre la tarima y, sin mirarnos, apoyó en ellos la barbilla, para lo que tuvo que ponerse de puntillas, como una niña y, con la cabeza sobre los brazos, cerró los ojos lentamente.

– Qué insoportable rifirrafe -dijo lentamente sin mover los párpados, probablemente consciente de que su su provocativa y teatral actitud nos impresionaría: al fin y al cabo, se trataba del desahogo de una gran actriz, y esta afectación delataba su verdadera amargura; frau Kühnert no reaccionó, y yo no fui hacia la ventana, para desaparecer detrás de la cortina negra: sentía curiosidad; después de una pausa efectista, exhaló varios pequeños suspiros, dándonos tiempo para que siguiéramos con la mirada el suave vaivén de sus hombros; sin abrir los ojos, bajando la voz hasta hacer casi inaudibles sus palabras, como quien se rinde al cansancio, pero no puede dejar de pensar, prosiguió-: ¡Este hombre me destrozará, me ha destrozado ya con sus críticas insidiosas!

El silencio era ahora tan profundo que, además de la lluvia en el tejado y el zumbido de los radiadores, pudo oírse cómo frau Kühnert cerraba su ejemplar de la obra que estaba encima de la mesa, con un golpe seco que sonó como una detonación, aunque quizá este movimiento gratuito supliera otro más congruente; porque lo mismo daba que cerrara el libro como que lo dejara abierto, puesto que desde el primer ensayo tanto ella como los intérpretes se sabían la obra de memoria, y toda su tarea consistía en anotar los cambios que se hacían sobre la marcha -a veces, se modificaba repetidamente un mismo pasaje- y pasar después los cortes y añadidos a todos los ejemplares en circulación; al fin y al cabo, ella estaba allí sólo por precaución, con el grueso libro delante, atenta y pronta a intervenir con la palabra precisa si alguien se atascaba, lo que no solía ocurrir; pero ahora, como el que siempre ha ambicionado una misión importante y al fin recibe el encargo de desempeñar una tarea acorde con sus aspiraciones, posó su mano sarmentosa y masculina en el libro para trasladarla después a la cabeza de Thea con un ademán tan tierno como posesivo.

– ¡Ven, corazón, siéntate y descansa! -susurró y, aunque la frase se oyó perfectamente en toda la sala, la gente estaba muy cansada y nadie se volvió a mirarnos con malicia.

– Me mata, estoy rota.

– Anda, ven aquí, nuestro joven amigo te cede el sitio.

Las dos conocían bien el juego, pero esta vez Thea no se movió, su cara, en reposo, era como un paisaje abierto que todos podían contemplar a placer.

– Podrías llamar al chico de mi parte, Sieglinde, anda, llámale -y agregó en tono aún más débil-: ¡Por favor! No tengo fuerzas para ir a casa. Sólo de pensar que también mi viejo se pasa el día refunfuñando me pongo mala. Tengo ganas de distraerme un poco. He pensado que podríamos ir a algún sitio los dos, adonde, no lo sé, a algún sitio y que tú podrías llamarle de mi parte. ¿Querrás? ¿Le llamarás?

Parecía estar interpretando a un personaje que hablara en sueños, aunque es posible que hoy exagerara la nota porque tenía que convencer a frau Kühnert para que aceptara el enojoso encargo.

– Yo no me atrevo, porque la última vez me dijo que no le llamara más. Me rogó que no volviera a llamarle. No es un chico muy galante que digamos. Pero si le llamas tú en mi lugar quizá se deje convencer. ¿No podrías intentarlo tú? No tienes más que darle un poco de jabón -y, como si esperase respuesta, calló, pero antes de que frau Kühnert pudiera decir algo, volvió a abrir sus labios sin pintar-. A mi viejo, si yo tuviera dinero, le compraría un jardín bien grande, porque tiene que ser terrible estar todo el día metido en ese espanto de casa, ¡qué horror! Para mí está bien, sólo que ahora mismo no me apetece volver. Pero él se deprime, todo el día aburriéndose entre cuatro paredes, imagina, sentarse, levantarse, acostarse, volverse a sentar, y así, toda la vida. Si tuviera un jardín, por lo menos podría moverse mientras se aburre. ¿No crees que tendría que comprarle un jardín? ¿Llamarás al chico?

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