Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Continúa nuestro paseo de la tarde

Pero después de tanto divagar, volvamos a la tarde de aquel paseo, porque tiempo habrá para todo lo que aún tiene que ocurrir y pronto olvidamos el pasado; atrás, pues, volvamos a donde habíamos quedado: el momento en que, terminada en circunstancias un tanto dramáticas nuestra sesión de aeroterapia, entramos en la avenida de la estación, sombreada por grandes plátanos.

Aquí nos vienen al encuentro sensaciones diversas, es la hora de mayor animación, la brisa marina agita las sombras de los árboles que empiezan a alargarse y trae o se lleva a su capricho retazos de la alegre música que la orquesta ha empezado a tocar en el salón terraza del sanatorio; a esta hora van a la estación los coches que han de recoger a los viajeros, ya se oye a lo lejos el tren que resopla, silba y traquetea, pasan jinetes y amazonas al trote, solos o en grupos, que, al llegar al majestuoso edificio de la estación, azuzan a sus hermosas cabalgaduras y se adentran al galope en el sombrío bosque de hayas llamado románticamente «la Selva»; ¡y no olvidemos a los paseantes!, porque a esa hora todo el que no tuviera que guardar cama estaba aquí; era casi norma de etiqueta acudir al paseo a charlar con unos y otros, intercambiando impresiones y cumplidos, caminando arriba y abajo o formando corrillos; si, por su interés u otras consideraciones, había que prolongar la conversación, el recorrido, contrariamente a lo habitual, se hacía varias veces y al margen de la multitud, si bien no estaban muy bien vistos los apartes, que podían denotar un exceso de familiaridad, y allí todo el mundo observaba a todo el mundo; había que procurar que aquel sinnúmero de sonrisas, miradas, sombrerazos, beso-a-usted-la-manos y mohines, entreverado de ocultos rencores y antipatías, no infringiera las normas ni, con todo su artificio, turbara la aparente naturalidad del ambiente; los niños de mi edad jugábamos al aro sobre las blancas losas de mármol, y había que ser muy diestro para sortear las faldas de las señoras y evitar que pasara por entre las piernas de los caballeros; a veces acudía al paseo el duque Enrique de Mecklemburgo en persona, acompañado de la duquesa, bastante más joven y más alta que él, y su séquito, lo cual ponía a prueba las reglas no escritas del paseo; aparentemente, nada cambiaba, a no ser que se considerase cambio el forzar un poco más todavía la aparente naturalidad del ambiente, y el paseante avezado, al llegar a las dos grandes urnas de mármol, de las que caía una cascada de aterciopeladas petunias violeta, y que, colocadas sobre esbeltos zócalos, formaban la simbólica entrada del paseo, podía adivinar si hoy paseaba el duque, aunque no se le viera aún -oculto por el séquito que le rodeaba, daba el brazo a la duquesa y escuchaba atentamente lo que le decían, asintiendo enérgicamente con su gran cabeza gris-, porque las espaldas se erguían con más arrogancia, las sonrisas eran más amables, las risas y las voces más suaves; no era de buen tono buscarlo con la mirada, había que darse por enterado de su presencia como por casualidad y hacerse el encontradizo, acechando la fracción de segundo en que él, sin interrumpir la conversación, posaba su mirada en nosotros, para que nuestro respetuoso saludo no se perdiera en el vacío y pudiera ser correspondido; por lo tanto, había que estar alerta, evitar cualquier estridencia y, sobre todo, cuidar la compostura; cada paseante se mantenía, pues, alerta, preparado incluso para la eventualidad de que el duque deseara intercambiar con él, precisamente con su insignificante persona, unas triviales frases de cortesía; con los oídos aguzados por la envidia, los circunstantes trataban entonces de averiguar quién era el afortunado interlocutor del duque y adivinar el tema de la conversación.

Mi madre que, por su educación, estaba muy versada en cuestiones de etiqueta, aquella tarde, naturalmente, se colgó del brazo que le ofrecía mi padre y apoyándose en él sonrió dulcemente en actitud de amante esposa, mientras se recogía la cola de su vestido malva con tres dedos de la mano libre; ellos iban del brazo, pero yo me quedaba atrás, para distanciarme, porque no soportaba sus disputas y sólo me situaba al lado de mi madre cuando sentía curiosidad; parecía que las colas de los vestidos que las señoras levantaban ligeramente -no había que excederse- hubieran abrillantado el suelo de mármol, y sobre su lisa superficie susurraban sedas, tafetanes y encajes, repicaban zapatitos y rechinaban botas masculinas; viendo a mis padres, ni conocidos ni extraños podían adivinar por su expresión ni por su actitud -porque también mi padre sonreía, aunque crispadamente- el odio que los envenenaba, «¡entonces será preferible volver a casa inmediatamente, porque al fin y al cabo, querido Theo, si no me equivoco, estamos aquí por mi enfermedad, no para su diversión!», y en estas frecuentes desavenencias, que se ventilaban sotto voce , era mi madre la que marcaba la pauta, la que alimentaba un odio más acerbo, la sola presencia de mi padre era para ella un suplicio, porque, aun estando a su lado, él se mantenía fuera de su alcance, aparentemente indiferente -sólo aparentemente- a las convulsiones psíquicas de esa mujer de cuerpo frágil; y mi madre, rencorosa y exquisita, guardaba su venganza para la hora del ceremonioso paseo, y era Ia suya una venganza refinada y alevosa, ya que ella aprovechaba las pausas de aquel complicado ritual del saludo cortés y la charla banal, para murmurar al oído de su marido, con una sonrisa seductora, delante de todo el mundo, las frases más acerbas e hirientes, a las que él menos ágil en estas lides, no acertaba a responder a tiempo.

Aquel día memorable, probablemente, no fue la frase en sí lo que provocó la ira de mi madre, contenida al principio, aunque amenazadora, y que fue creciendo hasta desbordarse: «¿o estoy equivocada, querido Theo?, ¡conteste!, ¿por qué calla?, ¡en momentos como éste me gustaría escupirle a la cara!», la causa real del disgusto no era que mi padre, quebrantando el acuerdo establecido entre ellos, no hubiera esperado a que ella terminara la cura para recordar que, a aquel paso, nos perderíamos la llegada del tren -mi madre, como provocándole, deliberadamente, respiraba más despacio de lo indicado, y yo en vano procuraba marcar el ritmo correcto-, no, aquella imprudente y torpe frase de apremio fue sólo el detonante de una discordia latente, su manifestación, el pretexto que permitiría a ambos desahogar sus sentimientos; aún me parece oírle: mi padre trataba de adoptar un tono ligero, pero su voz, habitualmente grave, tenía un tono más agudo de lo normal, forzado y convulso, y de nada sirvieron sus esfuerzos por disimular, el fino oído de mi madre percibió claramente lo que él trataba de ocultar: su impaciencia.

En el tren llegaba el consejero privado Frick, al que mi padre esperaba desde hacía días: «el consejero» o «Frick» a secas lo llamaban ellos, evitando cuidadosamente, de un modo harto significativo, utilizar su nombre de pila, a pesar de ser el mejor amigo de mi padre, su íntimo desde hacía décadas, amigo de la infancia, amistad firme que hoy creo poder afirmar que nada empañó en ningún momento, como si, con su talante e ideas diferentes, ambos hubieran brotado de una misma raíz, lo cual, por otra parte, no era de extrañar, ya que los dos habían sido alumnos del mismo internado religioso, célebre por su rigor medieval, de cuyas enseñanzas los dos habían renegado con su foma de vida; su afinidad, pues, podía ser tanto indicio de que aquella severidad estaba justificada como resultado de su común rebeldía contra ella; mi madre se guardaba de pronunciar el nombre de pila del consejero para dar a entender que no deseaba en modo alguno entablar una relación personal con aquel hombre que, en su opinión, con su inmoralidad, su pedantería y su arrogancia había ejercido y seguía ejerciendo una influencia nefasta en mi padre que, según ella, lamentablemente, carecía de sólidos principios morales. «¡Theodor, se deja usted atraer por ese hombre como los insectos por la luz, ni más ni menos, cuando está con él se porta de un modo infantil y ridículo que considero denigrante!» Mi padre, no contento con dirigirse a su amigo pronunciando su nombre de pila casi con voluptuosidad, le dedicaba apelativos afectuosos, como «mi buen amigo», «camarada», «buen mozo» y «pillastre», a pesar de que ambos, fieles a las rígidas formas de su alma mater , nunca se habían tuteado; pero cuando hablaba de él con mi madre evitaba utilizar el querido nombre, para excluirla de aquella íntima relación en la que ella deseaba introducirse a toda costa, para destruirla, y éste era el punto sensible, la zona prohibida en la que no cabían bromas.

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