Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Y, para colmo, cuando Kurt Hübchen se arrancó la tosca camisa su cuerpo ofreció una imagen tan atractiva que Thea, desprevenida como estaba, no pudo sustraerse a su encanto; no importaba que hubieran ensayado la escena diez veces, aunque la ensayaran cien veces, lia tendría la misma reacción, astutamente prevista por Langerhans, ue conocía sus inclinaciones y deseos.

Ahora había mucho ruido y sonaban puñetazos en la puerta de la habitación.

– ¡Si te la pones tan arriba ella la verá! -vociferó Langerhans, pero no había manera de averiguar si gritaba tanto porque estaba realmente furioso o utilizaba aquel pretexto para hacer sentir de forma más amenazadora todavía la ya de por sí agobiante disciplina; el rnaquillador, que se sentaba siempre en el borde del estrado y con cuya calva colorada y pecosa yo había llegado a familiarizarme, se levantó bruscamente y corrió haciendo ondear la bata blanca hasta la zona iluminada en la que se ensayaba; mientras, el furor de Langerhans iba remitiendo, frase a frase, y su voz bajaba hasta recuperar el tono casi susurrante y amanerado que le era propio-. ¡Ahora no necesitamos sino que ella lo vea guapo, nada más! -gritó todavía-. ¡Ahora no hemos de ver más que su apostura! -agregó ya en voz más baja-. Para que ella, inmediatamente y hasta aquí mismo, en pleno escenario si se tercia, esté dispuesta a abrirse de piernas. ¿Lo has entendido? -susurró ya, mientras, con un movimiento blando y un poco afectado, volvía a colocarse las gafas en su nariz aplastada-. Así que la chepa, más abajo, y ya sabéis por qué.

Pero los ojos de Thea no perdieron aquella extraña fijeza, no parpadearon ni se apartaron del bello y delicado torso de Kurt Hübchen hasta que los dos hombres, director y maquillador, se acercaron a examinar la joroba en cuestión; aunque ni aun entonces pudo volver la cabeza ni moverse del sitio, estaba claro que no encontraba la manera de descargar tanta emoción, no sabía qué hacer con ella, tendría que esperar a que se calmara por sí misma o se presentara una ayuda inesperada; tan pasmado como ella estaba yo ahora, mientras sonaban aquellos golpes en la puerta, de pronto, creía haber descubierto que hasta entonces siempre me había mirado a mí mismo con los ojos de Melchior; algo parecido debió de sentir Hübchen, que seguía de rodillas, quieto, mirando a los ojos a Thea, hasta que, de pronto, soltó una carcajada chillona, un poco boba, de adolescente, que en cualquier otro sitio hubiera resultado extemporánea y desagradable, Pero allí nadie reparaba en las emociones y pasiones que saltaban al aire, eran simples virutas del material con el que se trabajaba; a pesar de todo, no podía decirse que el cuerpo de Hübchen, con su ridículo aire virginal y su piel tersa, blanca y sin vello, hubiera encendido en Thea un particular deseo amoroso, aunque tampoco hubiera sido un milagro; no en vano las mujeres tienden a ufanarse, a costa de practicar cierta abnegación, de que la hermosura del cuerpo del hombre no las afecta, pretensión que parece confirmar la observación según la cual la estructura ósea y el desarrollo y dureza de la musculatura, o la flacidez, el abandono e incluso la acumulación de grasa, no influyen en las dotes amatorias, ya que, después de la penetración, las formas del cuerpo pierden importancia, se convierten en mero accesorio, aunque tampoco hay que menospreciar el valor simbólico del atractivo visual, porque la belleza enciende el deseo y acrecienta la voluptuosidad, y en esto no hay diferencias entre uno y otro sexo; ambos reaccionan a lo deforme, blando, gastado y débil con menos entusiasmo que a lo escultural, duro, elástico y fuerte, y ello se debe no tanto a la apreciación estética como al instinto vital; pero no es sólo que el cuerpo de Hübchen pudiera considerarse perfecto, sino que, además, Langerhans, con un cálculo y una perversidad típicos en él, había mandado confeccionar el pantalón de Hübchen con la cintura más baja de lo normal, que dejaba al descubierto sus esbeltas caderas y la suave curva del vientre, como si le hubiera resbalado accidentalmente y no llevara nada debajo, y, a pesar de las flexibles botas, daba la impresión de que estaba desnudo, y sólo a la altura de la ingle advertía la mirada del espectador la tela que la cubría.

Al fin Thea me miró.

Seguramente no me veía bien, porque estaba lejos y la mirada no acababa de traspasar la barrera entre la luz y la sombra, pero la vaga sensación de que allí había alguien sentado tranquilamente que la observaba con simpatía podía ayudarla a retirarse de la zona descubierta de la sensibilidad humana al reducto más seguro de su papel de actriz, lo cierto es que tuve la impresión de que mi sola presencia era un punto de apoyo, y en el mismo instante, o quizá en el siguiente, también Langerhans debió de advertir en ella esta, llamémosle, dramática confusión, porque con delicadeza, pero también con la impavidez profesional de la persona entre cuyas funciones figura la atención psicológica de los actores, le puso la mano en el hombro y se lo oprimió alentadoramente para ayudarla a recobrar el aplomo; y Thea, al sentir el calor del cuerpo ajeno, sin volverse, ladeó la cabeza y le apresó la mano entre la mejilla y el hombro.

Y así permanecieron, reflejados en la enorme cristalera inclinada que cubría casi toda la sala de ensayos.

Hübchen estaba de rodillas, el maquillador, inclinado sobre él, le quitaba la joroba, Langerhans observaba la cara de su primera actriz y Thea, que aún sostenía la espada, mantenía la cabeza apoyada en la mano del director.

El cuadro respiraba ternura, pero el vidrio verdoso que reflejaba las luces de un modo irritante le imprimía una cualidad estática y fría. Ya mediaba la tarde, éramos pocos y en el silencio se oía el batir la lluvia en el tejado y el ligero zumbido de los radiadores.

– No creas que el verle la joroba influiría en mí -dijo entonces Thea, pero era inútil que imprimiera en su voz una nota cariñosa, Langerhans no se dejaba engañar tan fácilmente; con brusquedad, retiró la mano que ella le oprimía con la mejilla y, como siempre que se le contradecía, se puso colorado: «parece que aún no has comprendido tu situación, Thea -dijo con una voz sorda que no revelaba sentimiento alguno hacia lo que no se refiriese al tema en discusión, una voz que lo hacía odioso pero también inaccesible-; no tienes nada que temer, nada puede ocurrirte. Tienes que mostrarte tranquila, un poco más ordinaria, con más coraje. Esto es una transacción comercial, ni más ni menos. Tú ofreces la mercancía de tu cuerpo o, más exactamente, de cierta abertura de tu cuerpo, porque otra cosa no tienes. Sólo esa abertura. La vida te ha maltratado. Sólo te queda el cuerpo, esa abertura de tu cuerpo, nada más. Él ha matado a tu marido. Pero eso no importa. Ha matado al padre de tu marido. No importa. Ha matado a tu padre, y ni eso te importa, porque tienes miedo, te has quedado sola, ellos han muerto y tú vives, y cuando él se quita la camisa lo encuentras atractivo, y es que no quieres ver su joroba, y por eso el negocio te parece aceptable. Conque hazme el favor de ser una puta, no quieras ser su madre».

– También una puta puede ser madre, ¿no se te ha ocurrido pensarlo, cielo? -preguntó Thea en voz aún más baja.

– Adelante, sin contemplaciones, no te reprimas.

– Eres muy considerado.

– No. Sólo trato de comprenderte.

– Pero ¿qué puedo hacer si de tanto maldecir me crece la saliva en la boca y casi me ahoga? Yo creo que aquí habría que escupir. Fue una tontería suprimir eso. ¿Qué hago con la saliva?

– Tragártela.

– ¿Y si no puedo?

– Lo siento, pero lo que no puedes es escupir en la copa, si es eso lo que pretendías.

Thea se encogió de hombros.

– ¿Me necesitáis?

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