Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Tampoco ahora ocurrió nada, ella se echó hacia atrás, no profirió sonido alguno, era como si los dos hubiéramos estado en una cumbre y ahora cayéramos al vacío, se le cortó la respiración, quizá ni siquiera de dolor, el camisón, que se había subido hasta las caderas, dejaba al descubierto la hendidura de su cuerpo entre las piernas abiertas, la oscura abertura entre las dos ondas rojizas, firmes, delicadas, el alfiler se acercaba a la abertura, yo no podía remediarlo, pero no llegó a clavarse ni a arañar la piel, sólo penetró en la abertura.

Entonces volví a pincharla en el muslo.

Ahora, con más fuerza, hincando profundamente el alfiler, ella gritó, vi desaparecer de su cara la sonrisa, como si el dolor físico hubiera roto un velo, vi su mirada de desamparo y entonces se echó encima de mí.

No cabía la menor duda, el oscuro abrigo del perchero era señal de que había visita, y no era una visita habitual, porque el abrigo era severo, adusto, muy distinto de los que solían colgarse en aquel perchero, un abrigo modesto, raído, que no invitaba a hacer lo que yo acostumbraba cuando me encontraba solo en el recibidor con los abrigos de las visitas: palpar los bolsillos con el oído arrimado a la pared y, si había monedas y no oía ningún ruido alarmante, aprovechar la ocasión para distraer un par de fillers o forints.

Como no se oían ruidos ni voces y todo parecía estar como de costumbre, entré en la habitación de mi madre y di unos pasos hacia la cama antes de descubrir mi propio asombro.

Un desconocido estaba de rodillas, con la cara hundida en el edredón encima de la mano de mi madre, que besaba llorando, y ella, con la otra, le rodeaba la cabeza, hundiendo los dedos en su pelo casi gris y corto, como si quisiera atraerlo con cariñoso ademán de consuelo.

No se me reveló la escena hasta que ya había dado varios pasos hacia la cama y entonces el hombre levantó la cabeza despacio, mientras mi madre soltaba bruscamente su pelo e, incorporándose, me decía: «¡Sal de aquí, por favor!»

– ¡Acércate!

Hablaron los dos a la vez, mi madre, con voz ahogada, tapándose el pecho con la mañanita blanca, y el desconocido, con cordialidad, como si se alegrara de mi inesperada aparición; yo, desconcertado por las órdenes contradictorias, me paré.

La habitación estaba iluminada por el sol del atardecer invernal, sus fríos rayos trazaban en el suelo el complicado arabesco de las cortinas de encaje, el alero goteaba, el agua del deshielo susurraba y gorgoteaba en el desagüe, pero el sol no los iluminaba a ellos, sólo llegaba hasta los pies de la cama, donde había un paquete mal hecho, seguramente del hombre, envuelto en papel marrón y atado con cordel; ahora él, enjugándose las lágrimas, enderezó el cuerpo y se puso en pie con una sonrisa, demostrando con aquella rápida transición aplomo y entereza; por lo demás, el traje que llevaba, de veraniego lino color claro, bastante deteriorado, era tan poco corriente como el abrigo del perchero, y estaba arrugado, lo mismo que la camisa; el hombre era alto, bien parecido y pálido. ¿No te acuerdas de mí?

Tenía una señal roja en la frente y todavía húmedos los ojos.

– No.

– ¿No le conoces? ¿Ya le has olvidado? Tienes que acordarte, no Puedes haberle olvidado tan pronto.

La voz de mi madre denotaba una agitación nueva para mí, sonaba seca, ahogada y, por más que ella trataba de dominarla, forzada; como si ella quisiera asumir la voz de la madre que habla a su hijo, tratando de disimular no la emoción o la alegría que le hubiera causado aquella visita inesperada, sino un profundo trastorno o angustia cuya causa yo ignoraba; sus ojos estaban secos, pero su cara se había transformado, y esto me asombró más que su familiaridad con el desconocido o el hecho de que yo no lo reconociera; en la cama había ahora una hermosa mujer de pelo rojo y mejillas encendidas que retorcía nerviosamente las cintas de la mañanita, una mujer que hasta ahora había tenido un secreto cuyos bellos ojos verdes traicionaban ahora con su nervioso parpadeo, dejándola en una situación penosa y difícil; yo la había descubierto.

– ¡Han pasado nada menos que cinco años! -rió el desconocido; no sólo su voz era agradable, sino también su risa, como si tuviera la costumbre de reírse de sí mismo y no tomar por lo trágico sus sentimientos; con paso firme y sosegado, vino hacia mí y por fin entonces lo reconocí, por su andar, su risa, la mirada franca de sus ojos azules y, sobre todo, por la tranquilizadora seguridad que respiraba.

– Cinco años no es poco -dijo y me abrazó riendo, pero esta risa no era para mí.

– ¿No recuerdas que te dijimos que estaba en el extranjero?

Mi cara rozaba su pecho, tenía un cuerpo duro, magro, anguloso, y yo, con los ojos cerrados, intuía muchas cosas, pero no me abandonaba al abrazo, por un lado, porque se me había contagiado el nerviosismo de mi madre y, por otro, porque los sentimientos que la manera de andar del hombre, su calma y toda su persona habían despertado en mí me eran bien conocidos, y el peligro de desbordamiento me inducía a la reserva.

– ¿Por qué seguir mintiéndole? Estaba en la cárcel.

– Creí que era lo mejor. ¿Cómo iba a explicárselo?

– Pues es la verdad, estaba en la cárcel.

– Pero no temas, no fue por robar ni por estafar.

– Te lo voy a contar. ¿Por qué no?

– ¿Lo crees imprescindible?

Él no contestó a esto y, lentamente, desvió su atención de mi madre para fijarla en mí, me asió fuertemente por los hombros apartándome de sí, me miró intensamente, casi devorándome con la mirada, a sus ojos asomó una expresión divertida y su sonrisa se convirtió en risa, y aquella risa era sólo para mí, significaba que estaba contento de mí, me sacudió, me dio fuertes palmadas en los hombros, me besó ruidosa, casi violentamente en una y otra mejilla y, como si no pudiera saciarse de mirarme y tocarme, me besó por tercera vez; entonces, por fin, yo me dejé arrastrar por aquel torrente de emociones, ahora sabía quién era, lo veía con claridad, porque su poderosa presencia abría puertas cerradas, y de repente, sorprendentemente, me acordaba de todo, él estaba aquí ahora, besándome y abrazándome; abría puertas cuya existencia yo no podía sospechar, él había desaparecido de repente, no se hablaba de él, fuera, adiós, sí, hasta había olvidado que en mi memoria había un pequeño rincón oscuro en el que él seguía existiendo, en el que estaban sus ojos, su manera de andar, el timbre de su voz, el tacto de sus manos; y ahora habían vuelto, su recuerdo y su persona al mismo tiempo y, aunque entorpecido por la emoción que sentía, después de su tercer beso, yo, a mi vez, rocé su cara con los labios, pero él volvió a abrazarme casi con violencia apretándome contra su pecho.

– Volveos de espaldas, que quiero levantarme.

Pérdida y recuperación del conocimiento

Cuando por fin volví en mí entre los peñascos de la costa de Heiligendamm, a pesar de saber quién era y en qué situación me encontraba, no experimentaba otra sensación que la de la pura liberación, porque de aquel estado se habían borrado todas las señales que parten de nuestros instintos y hábitos y que, apoyadas en experiencias y expectativas, evocan imágenes y sonidos que alimentan la corriente de la imaginación y del recuerdo, con la que atribuimos a nuestra existencia su razón de ser y, en cierta medida, le imprimimos su trayectoria, marcamos nuestra situación y establecemos relación entre nosotros y nuestro entorno, o dejamos de establecerla, lo que también viene a ser una forma de relación; durante este lapso, ciertamente breve, de mi regreso, tampoco echaba de menos nada, si más no, porque precisamente la experiencia de ese estado falto de sentido y de propósito llenaba el vacío de cualquier carencia; las piedras agudas y resbaladizas me hicieron volver a sentir mi cuerpo y mi piel percibía el roce del agua en la cara como una caricia, por lo que de las piedras, del agua, de mi cuerpo y de mi piel debía de tener ya conocimiento, pero esas sensaciones, claras y definidas en sí mismas, no guardaban relación alguna con aquella situación real que, en mi estado normal, hubiera considerado francamente desagradable, peligrosa y hasta insoportable, y me aislaban de ella precisamente por depararme esta vivida experiencia y hacerme sentir lo que no puede sentirse, lo cual, por otra parte, significaba que el conocimiento ya empezaba a discurrir por las habituales vías del recuerdo y la comparación, y yo no podía en modo alguno desear recobrar todo el conocimiento, al contrario, lo poco -agua, piedra, piel, cuerpo- que, separado como me hallaba de mis percepciones, me llegaba fuera de cualquier contexto o relación más bien parecía pertenecer a ese inaprehensible todo, la plenitud más profunda y primordial que persiguen los humanos, casi siempre en vano, despiertos y en sueños; y por ello lo que ahora acababa, la total insensibilidad del desvanecimiento, había resultado un placer sensual mucho mayor que el que depara la percepción de las cosas; así pues, si algún deseo tenía yo no era el de volver en mí sino, por el contrario, el de desvanecerme -¡mejor volver a desmayarse que recuperar el conocimiento!-, y quizá fuera ése el primer, digamos, pensamiento que se esbozó en mí durante ese retorno de mi memoria en el que la mente no comparaba ese estado del «ya siento algo» con el de la pérdida del conocimiento, y en el que el deseo de inconsciencia se revelaba tan profundo que hasta la memoria trataba de volver al olvido, de recordar lo que no deja recuerdo, la nada, aquello que no puede transmitir a la pura percepción ningún detalle tangible, un estado en el que el conocimiento se libera, no necesita asirse a nada ni palpar nada, y por ello me parecía que la facultad de sentir, recordar y pensar me había hecho perder el paraíso, ese estado de gracia del que aún alcanzaba a captar algo pero cuyo todo ya me esquivaba, dejando sólo el recuerdo y un rastro fugaz, la idea de que nunca había sido ni sería tan feliz como ahora y aquí.

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