Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Casi a un tiempo, nos deslizamos el uno hacia el otro ayudándonos con las manos, tirando ella de mí y yo de ella; por serio y trascendental que fuera el momento, la sincronía de nuestros movimientos era francamente cómica, pero mis ojos ya habían descubierto los puntos deliciosos de su cuerpo adorable, que no era uno solo ni era el todo, sino un conjunto formado por el pecho, la cadera y los labios de la vulva que se abrían en aquella postura, conjunto que ahora podía permitirme separar del resto, porque, después de examinar el todo con cierta frialdad, tenía la certeza de que no me defraudaría y de que me daría lo que yo deseaba, el vestido no me había engañado, haría mío un cuerpo perfecto; aunque alejados de mí, aquellos puntos parecían poseer una fuerza que me atraía, y al pensarlo me eché a reír, y entonces oí, sí, y vi que también ella reía, reíamos los dos, y como los dos sabíamos que estábamos pensando en lo mismo, que nos parecía cómica aquella manera de movernos y que nos reíamos de eso, nuestra risa creció hasta convertirse en alarido, chillábamos, aún me parece oírlo, era como si, con nuestra risa, hubiera estallado sobre nosotros la ola poderosa de una fuerza irresistible; y yo, al contemplar su boca hechicera abierta por la risa acerqué la mía a sus pechos, pero no podía decidirme por ninguno, ya que deseaba los dos, y la risa que me sacudía el cuerpo me recordó mi llanto anterior, entonces mi mano se posó en su vientre y el dedo penetró delicadamente entre aquellos labios deliciosos, en la suave y húmeda profundidad; el manto de su pelo me cubría los hombros y la espalda, quizá era mi nuca el punto que ella buscaba, porque cuando yo pellizqué suavemente con los labios el duro botón de su pecho, ella puso la boca en mi nuca y también su mano se introdujo entre mis muslos, y se hizo una profunda quietud, y ahora, al recordarlo, no puedo menos que pensar que allí, en aquel momento, ella y yo debíamos de estar en la mano de Dios.

Lentamente vuelve el dolor

Y entonces, quizá a la misma hora, yo estaba otra vez en el recibidor de nuestra casa, y veía por el espejo un abrigo desconocido colgado en el perchero.

En la penumbra del espejo no se distinguía claramente de qué color era el abrigo; era de una de esas telas gruesas y ásperas que, aunque protegen de la lluvia, tienen el inconveniente de llevarse adheridos pelusas y pelillos.

Se oía susurrar y gorgotear el agua en los canalones, empezaba a licuarse la nieve que cubría el empinado tejado, y yo estaba delante del espejo, con la cartera en la mano.

Seguramente, en otro tiempo, aquel viejo abrigo azul marino había sido de uniforme; debajo del ancho cuello quedaba un botón dorado, el único que, por un misterioso designio, no había sido sustituido.

Quizá el botón que relucía en el abrigo oscuro me hizo pensar en él, precisamente en él, mientras venía hacia mí por el claro del bosque salpicado de manchas de nieve, y en aquella otra hora dolorosa, en la que, estando en el recibidor lo mismo que ahora, comprendí que no tenía ni la más leve esperanza de que cesara el tormento que sufría por él y a causa de él; aquel día me miré al espejo pensando que nada cambiaría, y nada había cambiado en realidad, también hoy se fundía la nieve y, para no tener que ir con él, había venido a casa cruzando el bosque, y entonces tenía los zapatos tan empapados como hoy, y me parecía oír en el comedor los mismos sonidos de siempre, los grititos de mi hermana menor acompañados del tintineo de los cubiertos y del persistente regaño de la abuela, interrumpido periódicamente por el gruñido paciente y bonachón del abuelo; sonidos que uno identifica aun sin escuchar, tan familiares que no tienes ni que prestar atención; y, por todas estas coincidencias, parecía no haber diferencia entre entonces y hoy, y el dolor volvió lentamente, pero aquel abrigo desconocido colgado del perchero, aquel abrigo que despertaba en mí el sufrimiento de mi amor por él y de la vana lucha contra aquel amor que yo esperaba que fuera pasajero, indicaba que no era entonces sino ahora cuando yo estaba aquí y, si no era entonces, quizá este dolor de ahora se disipara.

Pero mi madre seguía allí, con la cabeza hundida en los grandes y blandos almohadones, como si durmiera profundamente, y sólo abría los ojos cuando alguien entraba en la habitación.

También ahora fui ante todo a su habitación, lo mismo que siempre desde aquel día, ¿y adonde si no?

Aquella vez me había llevado a ella, inconscientemente, desde luego mi atolondrado egocentrismo infantil, porque hasta entonces yo siempre había respetado la hora del almuerzo y sólo desde aquel día tomé por costumbre, interesadamente, sentarme en el borde de su cama y, con su mano entre las mías, dejar pasar el tiempo hasta que acabaran de dar de comer a mi hermana y quitaran la mesa, dejando sólo mi cubierto, así evitaba la penosa presencia de mi hermana menor, que antes me parecía natural, o casi natural, y ahora me repelía; desde entonces, sin darme cuenta, dividía el tiempo en un «antes» y un «después», desde entonces quiere decir desde el beso, porque aquel beso, hoy lo sé, había cambiado muchas cosas en mí, trastocando el orden de mis afinidades, y a quién había yo de acudir si no a mi madre, porque el dolor por Kristian no se debía tanto a que él no pudiera ni quisiera corresponder a mis sentimientos como a que estos sentimientos tuvieran efectos claramente físicos, en los músculos, en los labios, en las yemas de los dedos y -a qué negarlo- también en la tensión de las ingles, porque no hay instinto más poderoso que el de tocar, asir y oler, y todo lo que podemos palpar y acariciar deseamos poseerlo también con la boca, devorarlo; pero yo forzosamente tenía que considerar antinatural este deseo de contacto, algo que sólo me ocurría a mí, que me distinguía, excluía y marcaba, a pesar de que para mis sentidos era lo más natural; yo debía avergonzarme del beso y de mis ansias, así me lo había hecho comprender él, aunque con infinita discreción, al apartarse de mí y hasta, en cierta medida, renegar de sus propios instintos, porque, entonces, entre nosotros, durante un momento, había brotado algo que era preciso volver a enterrar, que había que mantener oculto, y que él podía ocultarse incluso a sí mismo, mientras que yo tenía que andar a vueltas con ello, porque, en cierto modo, era lo que me hacía vivir realmente; pero ¿cómo satisfacer una fantasía que se manifiesta en deseos corporales concretos?, ¿y a quién si no a mi madre podía yo tocar, abrazar, besar, acariciar y oler como deseaba hacer con él? Y cuando miraba a mi hermana pequeña a la cara, aquella cara horrible, no podía menos que sospechar, después de aquel beso, que aquello no podía remediarse con medicamentos bien dosificados y que las explicaciones de la familia sobre trastornos hormonales no eran más que una mentira piadosa con la que pretendían engañarse a sí mismos, porque no se trataba de un resfriado o algo parecido, ¡ni enfermedad era!, ¡y tampoco yo, por ser distinto, estaba enfermo!, y la anomalía de mi hermana -de la que ella no parecía darse cuenta, porque vivía feliz y despreocupada y podía ceder a todos los impulsos- tenía que aceptarla yo como algo natural para quererla tal como era, pero ¿no me parecía que veía reflejada en un espejo mi propia condición, que percibía como antinatural, y que tenía que convencerme a mí mismo de que era un ser deforme y aceptarme porque no había más remedio?, tanto más por cuanto que la cara de mi hermana pequeña, a pesar de su deformidad, tenía claramente nuestros rasgos, era nuestra caricatura viviente y, aunque no quería seguir engañándome, no podía reprimir la repulsión ni la angustia.

Cuando la miraba largamente -y no me faltaban ocasiones, porque con frecuencia estaba obligado a pasar muchas horas en su compañía- veía en ella una paciencia primaria unida a una calma animal, ya que no importaba cuál fuera el juego que yo inventara, por rudimentario que fuera -podía consistir en la repetición de un mismo movimiento-, ella, como solía decir la abuela, «sabía comportarse»; incluso tenía la facultad de disfrutar con la repetición, se encerraba en el ciclo de la reiteración, como excluyéndose a sí misma del juego en sí, sin dejar que nada la distrajera, lo mismo que un autómata, dándome ocasión de observarla atentamente; por ejemplo, nos poníamos cada uno debajo de una silla y yo hacía rodar por el suelo una cuenta de vidrio de colores que ella tenía que atrapar en la portería formada por las patas de su silla y devolverme; éste era uno de sus juegos preferidos y también a mí me gustaba, porque, por un lado, el movimiento de la canica exigía toda su atención, no le era difícil interceptarla y podía gritar a placer, mientras que yo no tenía más que repetir el movimiento mecánicamente, es decir, estaba allí, jugaba con ella, hacía lo que se esperaba de mí y, al mismo tiempo, podía abandonar la escena, situarme en un marco más agradable, en otra actividad, incluso refugiarme en burdas fantasías o, por el contrario, concentrar en ella toda mi atención -algo que no hacía por afecto sino por el afán de observar el fenómeno, identificarme con ella, introducirme en su piel, reconocer en sus facciones las mías y, en sus movimientos torpes y convulsos, mi propia indefensión y, al mismo tiempo, desde fuera, desapasionadamente, saborear mi frialdad-; porque yo pretendía ser un científico que observa un gusano y desea conocer minuciosamente el objeto de su curiosidad, para poder después no sólo reproducir la mecánica de sus movimientos sino explorar desde dentro la asombrosa ley que acciona el motor, la fuerza que coordina toda una secuencia de movimientos, meterme en la piel ajena para estudiar la existencia del otro al mismo tiempo que la mía, como el que observa una oruga verde agarrada a una piedra blanca, que, si la tocas, frunce el cuerpo acercando rápidamente la cola a la cabeza y avanza a fuerza de contraer y tensar su masa, una locomoción simple, pero no menos curiosa ni ridícula que la nuestra que consiste en ir poniendo sucesivamente un pie delante del otro, para mantener en equilibrio el peso de este cuerpo que nos lastra y en el que, sugestionados por la observación, podemos llegar a sentir el cuerpo de la oruga y no es que imaginemos sino que notamos unos pies en el vientre y hasta un lomo retráctil, porque, si poseemos suficiente capacidad de sugestión como para percibir estas posibilidades en nuestro propio cuerpo, no sólo seremos observadores de la oruga sino que nos habremos convertido en la oruga misma.

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