Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Después, por un impulso profundo y, por lo tanto, inexplicable, reuní una considerable colección de alfileres, y ya no esperaba que vinieran a parar a mis manos por casualidad sino que los buscaba activamente; esta afición adquirió porporciones de verdadera pasión y, curiosamente, los encontraba por todas partes, aunque no recuerdo que alguno ejerciera en mí un efecto tan fuerte y provocador como aquél; aparecían ahora en los lugares más insospechados: un almohadón, una hendidura, el forro del abrigo, en la calle, en el brazo de un sillón, y todos se hacían notar por un destello o un pinchazo; ya los clasificaba, examinaba sus distintas formas y probaba de clavármelos en el dedo, para ver si sangraba; cortos, largos, de cabeza redonda, de cabeza plana, oxidados, relucientes, de latón, de punta cónica o lanceolada, cada uno pinchaba de modo distinto; pero aquel alfiler corriente, largo, de cabeza redonda, que una tarde apareció en mi mesa de forma tan misteriosa que hasta pregunté a mi padre si sabía de dónde había salido, fue el primero; él se había parado casualmente al lado de mi mesa aquella tarde, y se inclinó, sorprendido y desconcertado, sin comprender qué quería de él; yo le enseñaba el alfiler y él, apartando con un ademán de impaciencia el pelo rubio y lacio de la frente y los ojos, me dijo ásperamente que no le fuera con tonterías de las mías; aquel alfiler fue, pues, la primera pieza de mi colección; se lo enseñé a mi hermana sin un propósito claro, como hubiera podido enseñarlo a cualquiera, lo levanté a la luz de la lámpara y entonces me sorprendió ver que mi hermana daba el primer paso para acercarse a él, lo que suscitó en mí un movimiento que tampoco tenía objeto alguno, me deslicé de la silla y me dejé caer debajo del escritorio con el alfiler en la mano.
Hoy, en que la necesidad de confesar me pone delante de los ojos la serie de movimientos que hice y que tengo profundamente grabados en la memoria, me asusto quizá más que entonces.
El miedo es un sentimiento primario por el que lo que creemos pasado se hace realidad por medio de las palabras y se manifiesta como presente vivo.
Mi leve estremecimiento de entonces no era de miedo, y ahí está la diferencia, no era este miedo oscuro e irracional que ahora siento, sino esa pura y simple excitación que nos invade cuando podemos sustraer el cuerpo al dominio de nuestra voluntad, prejuicios y cautelosos deseos y darle libertad de movimientos; durante un rato no pasó nada; debajo de la mesa estaba oscuro y hacía un calor muy agradable, me parecía estar sentado en una caja volcada, como una boca abierta que esperase a mi hermana para engullirla.
Olía a madera vieja, ese olor áspero que los muebles nunca pierden del todo, que recuerda un poco su procedencia y que da sensación de cosa segura, firme y perdurable; me parecía oler hasta al papel polvoriento de oficina de juzgado, porque era una mesa de desecho que mi padre había hecho traer a casa; mi hermana no se movía, pero yo sabía que se acercaría, porque ya desde el primer movimiento se había creado entre nosotros una tensión que había que descargar, y en esto consistía el juego; entonces la oí acercarse con pasos torpes y pesados, como arrastrando e impulsando a la vez el peso de su cuerpo.
Yo la esperaba, acechando como una araña, agazapado en el fondo de la caja que formaba la mesa, sujetando el alfiler por la cabeza entre las uñas de dos dedos con la punta hacia ella; al fin apareció en mi campo visual su largo camisón blanco y ella se arrodilló con una amplia sonrisa; ahora me parece que en aquel momento yo no sentía absolutamente nada, aunque también podría decir que todos mis sentimientos se habían exaltado; ella gateó impetuosamente, como si quisiera abalanzarse sobre mí, pero al pisar el camisón con las rodillas perdió el equilibrio, cayó hacia adelante y se golpeó la frente primero con la mesa y después con el suelo; yo no me moví: las secretas reglas de la crueldad prohibían prestarle ayuda.
Su iniciativa era tan imprevisible como su memoria: esta vez se enderezó, sonrió aún más amplia e intrépidamente, como si no hubiera ocurrido nada y, con la mayor naturalidad y desenvoltura, tiró del camisón que le impedía mover las rodillas, como si entre el camisón y la caída hubiera descubierto una relación de causa y efecto, cuando, en situaciones mucho más claras, era incapaz de hacer deducciones; así, cuando le apetecía una fruta, trepaba con soltura a un árbol, pero era incapaz de bajar y se quedaba abrazada a una rama, agarrotada y lloriqueando hasta que alguien la descubría, a pesar de que no era más difícil bajar del árbol que subirse a él; a veces, subía tanto que había que rescatarla con una escalera; quizá el ansia, el puro deseo, estimulaba su inspiración y, colmado éste con una roja cereza, un maduro albaricoque o -como en este caso- mi persona, su memoria se oscurecía, su espíritu emprendedor, una vez alcanzado el objetivo, se adormecía y ella volvía a aquel mundo en el que los objetos planeaban aislados, inconexos: la silla no era silla hasta que alguien se sentaba en ella, ni la mesa mesa hasta que sostenía su plato, los objetos en sí nada significaban, sólo los percibía cuando los utilizaba, y cuando no, en el mejor de los casos, se confundían en una amalgama; su sonrisa ávida y descomedida apuntaba ahora a su deseo, lo mismo que los ojos, inexpresivos, fijos y muy abiertos; arrastrándose sobre las rodillas desnudas, se metió también ella debajo de la mesa; nadie podía descubrir lo que a su amparo hacíamos, yo, a mi manera, estaba tan ciego de deseo como ella, la oía respirar con excitación, también mi respiración se había acelerado y, con la acrecentada sensibilidad de mis sentidos, me parecía oír en el ritmo diverso de nuestra respiración como una música especial, una melodía y, si yo no hubiera levantado la mano, apuntando a su ojo con el alfiler -porque su pupila parecía atraerlo-, estoy seguro de que se me hubiera echado encima; le gustaba pelear conmigo; pero ahora no retrocedió, su sonrisa no se borró y, con la esperanza de que yo bajara mi defensa, se concedió una breve pausa, conteniendo el aliento.
No parpadeaba, a pesar de que la punta de la aguja estaba a pocos centímetros del reluciente disco de la pupila, tampoco mi mano se movía, yo sentía seca la boca que se me abría de horror, no quería hacerle daño, pero su ojo se me entregaba, indefenso, y quizá detrás se ocultaba una vida sensible, trémula, angustiada; si aquello hubiera ocurrido, si ella se hubiera acercado a mí bruscamente con un movimiento casual o si mi mano hubiera ido hacia ella, nada hubiera podido impedir la terrible desgracia, pero surgió un obstáculo invisible, una sombra, algo ajeno a mi voluntad, la señal de una fuerza que no dimanaba de mí, pero que estaba ligada a mis propios deseos, a pesar de que yo nada sabía de estos deseos y, menos, del más misterioso y secreto de todos ellos, la curiosidad, que siempre me vencía, ¡pero no esta vez!, aunque, ¿y si hubiera ocurrido la terrible desgracia? Quizá ni aun entonces hubiera tenido yo algo que reprocharme; porque el ansia insaciable de penetrar tras la apariencia indiferente de las cosas, de hacer hablar a esa indiferencia, de infundirle sangre, de conquistarla, lo mismo que había conquistado la boca de Kristian y conquistaría después muchas otras, me dominaba hasta hacer de mí un simple instrumento; pero no ocurriría lo terrible, aunque no sé sil lo que ocurrió, o lo que hubiera podido ocurrir, en lugar de la desgracia, no fue más terrible todavía.
Pasado aquel momento crucial, que ella superó impávida, se sentó sobre los talones, y entonces, al aumentar la distancia, yo debí de reaccionar y comprender que el alfiler que sostenía entre las uñas no era más que la prueba de una inconcebible idiotez, una niñería que puede uno desechar encogiéndose de hombros; podía haber ocurrido algo, pero no había ocurrido, volví a apretar los labios, volví a percibir la estúpida agitación de mi respiración, acompañada de la de ella, y sentí una ira primitiva, irracional y profunda: otra vez había claudicado, otra vez me había quedado solo, y, para no ceder del todo, con un brusco movimiento, hundí el alfiler en su muslo desnudo.
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