Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Al pasar de la clara habitación a la grata penumbra del pasillo desde el que, por la puerta abierta, se veía el recibidor, a pesar de toda mi firmeza y decisión, no pude menos que pararme y exclamar: «pero, ¿es usted, Helene?»; porque su presencia en aquel modesto entorno hacía la estupefacción de mi casera no ya comprensible sino contagiosa, y yo me sentía como aquella pobre viuda que en toda su vida muy raramente había tenido ocasión de contemplar una aparición semejante; porque, realmente, Helene estaba resplandeciente en aquel recibidor, y me pareció que, a causa de ese marco, tampoco yo podía tener relación alguna con aquella criatura frágil, noble y angelical que respiraba infinita armonía y también humanidad; llevaba un vestido de encaje gris plata que yo no conocía y que, según la moda de la época, cubría y revelaba a la vez sus esbeltas y elegantes formas, con sutileza, sin realzar ninguna parte del cuerpo en detrimento de otra y, rehuyendo cualquier estridencia, hacía resaltar la figura toda, al combinar equilibradamente la sobriedad del detalle con la exquisitez del conjunto; al verla allí, con la cabeza un poco ladeada, recordé las tardes en que la contemplaba sentada al piano o inclinada sobre el bastidor del bordado, recordé su cuello que asomaba del recatado vestido, cuya desnudez velaban los rizos que se habían soltado del moño alto, haciéndola más apetecible, y no sólo por ser rojos; porque no es la desnudez en sí, que sugiere más bien vulnerabilidad e indefensión, lo que excita nuestra fantasía, sino lo que está velado, semi-cubierto, porque nos incita a arrancar el velo y arrogarnos el derecho exclusivo de contemplar y tocar el cuerpo inerme, enseñorearnos de su desnudez y entregarnos a él, porque sólo la excitación del mutuo descubrimiento y posesión permite soportar y hasta gozar de todo lo que es primitivo y natural; a pesar de que no podía verle la cara porque la cubría la ancha ala del sombrero y aún no se había quitado el velo, advertía su turbación, también yo estaba alterado, tanto por la sorpresa como por aquella repentina angustia, que ahora había cedido el paso a una no menos brusca alegría que me desconcertaba; y a pesar de comprender que a mí me correspondía decir algo, para evitarle el tener que hablar delante de personas desconocidas -entretanto, dos niñas de cara blanca habían asomado, curiosas, sus despeinadas cabezas por la puerta de la cocina, una, la nieta de frau Hübner y la otra, una amiga, y contemplaban atónitas la muda escena que había provocado Helene con su aparición y de la que ellas, involuntariamente, formaban parte-, no conseguí articular palabra, porque todo lo que se me ocurría era muy personal y muy apasionado como para manifestarlo abiertamente, y sólo acerté a ofrecerle el brazo, y entonces ella, balanceando en su enguantada mano derecha la esbelta sombrilla que hasta entonces apoyaba en el suelo y recogiéndose la cola del vestido con la izquierda, cruzó el recibidor en dirección a mí con un suave murmullo de sedas.

– ¿Qué ocurre, querida? -exclamé más que pregunté cuando, una vez conseguí hacer salir a frau Hübner y hube cerrado la puerta del pasillo, nos quedamos solos entre la penumbra de la alcoba y la claridad de la sala-. ¿Ha ocurrido algo, qué es ello? ¡Responda, Helene, antes de que esta incertidumbre me haga enloquecer!

Ella no decía nada, estábamos muy cerca uno de otro y aquel mutismo me parecía interminable, yo deseaba arrancar de su sombrero aquel velo impertinente, quería verle la cara, para tratar de adivinar a razón de aquella sorprendente visita, a pesar de que sabía con basante exactitud por qué había venido, sí, me hubiera gustado arrancarle la ropa del cuerpo, para que no siguiera pareciéndome ridículamente extraña; aún me excitaba más el que temblara de pies a cabeza, lo que me impedía hacer movimiento alguno que fuera rudo u ordinario y no me atrevía a tocar el dichoso sombrero, para no violentarla; «ya sé, ya sé que no debí venir», susurró detrás del velo, y a punto estuvimos de chocar, a causa de nuestro azoramiento, a pesar de que tanto ella como yo procurábamos evitar cualquier roce; «¡pero ne podido contenerme, es sólo un momento, el coche me espera, y me da vergüenza confesar la verdadera razón de mi visita! Sólo quería mirarle a los ojos, Thomas, pero ahora que ya está dicho no me parece que tenga de qué avergonzarme, porque anoche, cuando marchó, no podía recordar sus facciones, se lo ruego, no se aleje de mí, no me desprecie por esta petición, míreme, sí, ahora veo sus ojos en toda la noche no he podido recordar esos ojos».

– Creía que había comprendido usted mis razones.

– ¡No interprete mal mis palabras, por favor! Yo no pretendo retenerle. ¡Haga ese viaje!

– Pero ¿cómo quiere que me vaya ahora?

– Ahora le será aún más fácil.

– ¡Es usted cruel!

– No, Thomas, dejemos eso.

– Va a volverme loco. Yo la quiero, Helene, la quiero más que nunca, lo que dice me destroza, y ahora que ha venido no puedo expresar lo que siento, me veo ridículo, quiero que sepa que es usted mi salvación, pero no es por eso por lo que la quiero ni por lo que deseo destruirlo todo, mis manuscritos y mis libros.

– Calle.

– No puedo callar, pero tampoco puedo decir más. Con uñas y dientes lo destrozaré todo, papeles y escritos.

– Sólo quería ver sus ojos, Thomas, sus ojos, y pronunciar su nombre, porque me gusta pronunciarlo, y ahora que ya le he visto me marcho y también usted debe marcharse.

– Quédese.

– No puedo.

– Amor mío.

– Debemos ser sensatos.

– Quiero ver su pelo. Su cuello. Quiero enredar mis dedos en su pelo y tirar hasta hacerla gritar.

– Calle.

– La mataré.

Lo dije en el momento en que ella se quitaba el sombrero, con tanto énfasis, con una voz tan profunda y apasionada, como si esas palabras, dichas en un momento de exaltación, reflejaran un secreto deseo, un afán oculto, un sentimiento ignorado hasta aquel momento; y no me sorprendía, era como si yo hubiera tenido siempre este deseo, éste y no otro, que había dictado todos mis actos, el deseo de matarla, y la frase reflejaba la verdad, por asombroso que ello pudiera parecerme incluso a mí mismo, a pesar de que de mis labios -al fin y al cabo, yo era hijo de un asesino, de un vulgar sádico- no resultaba tan inocente e inofensiva, por lo menos para mí, como una simple hipérbole dictada por el delirio amoroso; parecía que el instinto que, tras un largo y amargo período de mi vida, yo sentía en mis propias manos podía explicarme el acto de mi padre, hasta entonces incomprensible y abominable, y en un instante, en una fracción de segundo, por una dolorosa revelación, identifiqué en aquel profundo deseo mío el mismo impulso que había movido a mi padre, como el que, en las raíces desenterradas de un árbol, reconoce, sobrecogido, la opulenta forma de la copa; en aquel momento, yo amaba inmensamente a aquella criatura que temblaba de desamparo delante de mí, pero me sentía por encima de ese deseo carnal que promete al sentimiento amoroso algo así como la posibilidad de una satisfacción, tanto más por cuanto estaba seguro de que hasta después de la boda no cabía pensar en estas cosas, que tenía, sencillamente, que contenerme, aunque me hubiera producido un vivo placer rodear aquel admirado cuello con las manos y apretar hasta ahogar en él el último aliento.

Sólo que en esta frase no podía ella adivinar su destino, como tampoco mi madre adivinó el suyo aquella tarde lejana: no tomó al pie de la letra lo que yo le decía perfectamente en serio y, lo que es más, percibió en mi voz un arrebato que exacerbó su romanticismo, «aquí me tienes, soy tuya», susurró sonriendo y yo, como si acabara de descubrir sus labios carnosos, húmedos y sensuales, le musité en la boca: «eres una marrana y una perdida», antes de rozarla con la lengua, pero ahora me incomodaba mi desaliño, ni siquiera me había enjuagado la boca; «¿no te da vergüenza, tutearme antes de la boda, golfa?», dije riendo, pero no pareció que estas palabras, dichas deliberadamente, la sorprendieran ni indignaran; sin que pareciera importarle mi mal aliento, ella apretó su boca contra la mía con nuevo ardor, y yo tuve la sensación de que, con mis groseras palabras, no sólo había estimulado su voluptuosidad, sino conseguido un gran triunfo moral, derrotando al fantasma de mi padre, al atreverme a decir lo que él había callado con tan trágicas consecuencias.

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