Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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El viento cesó bruscamente.

A pesar de todo, no puedo decir que estuviera furioso con frad Kühnert, ni mucho menos, ni que ella me gritara de aquel modo tan insoportable porque estuviera furiosa conmigo: si en las últimas semanas habíamos estrechado relaciones, relativamente hablando, yo seguía dando importancia a mantener las debidas distancias, lo cual, en mi opinión, debía hacer imposible exteriorizar claramente un sentimiento o una emoción, en el caso de que los experimentara; no, lo cierto era que ella, sencillamente, no sabía hablar bajo.

Era como si no conociera un término medio entre el mutismo absoluto y la verborrea desenfrenada y estridente; y esta curiosa disposición -no sabría llamarla de otro modo- estaba condicionada sin duda tanto por las penosas relaciones con su marido, en las que no utilizaba la voz en absoluto, como por la circunstancia de trabajar de apuntadora en uno de los teatros más prestigiosos de la ciudad, el «Volkstheater», es decir, para ganarse la vida tenía que apagar el timbre grave y sonoro de su voz, la cual aun así conservaba la fuerza suficiente como para que se la oyera desde el más alejado rincón del escenario; por ello, no cabe duda de que su voz era el eje de su vida, y su fealdad no era sino un divertido aditamento, aunque yo creo que ella no era plenamente consciente de aquella fealdad, lo esencial era la voz, una voz, empero, que ella raramente podía utilizar con normalidad.

Yo había sido testigo de los disgustos que aquella voz le ocasionaba y observado cómo la hacía destacarse; por las mañanas, cuando estábamos sentados uno al lado del otro en el tablado del director, en la sala de ensayos que, por sus proporciones, más parecía una escuela de equitación o la nave de montaje de una fábrica, y, en la tensión generada por una diferencia de opinión o una dificultad aparentemente insoluble, empezaban a hablar todos a la vez, defendiendo cada cual su opinión, y el nivel del ruido subía como el mercurio del termómetro en una calentura, porque, además, los aburridos tramoyistas, los irritables figurantes, las sastras y los electricistas aprovechaban la ocasión para intercambiar comentarios, o cuando el ambiente estaba tan cargado que todos se empeñaban en dar su opinión sobre el tema objeto de discusión y la confusión llegaba al punto culminante, siempre era frau Kühnert la primera a la que una nerviosa actriz apostrofaba: «¿No podrías chillar un poco más, Sieglinde?», o un oficioso ayudante de dirección gritaba que, si no cerraba la boca, la echaba, porque esto no era una taberna, y hasta entonces no agregaba que lo mismo valía para los demás, y que todos hicieran el favor de callarse; en estas ocasiones, la cara de frau Kühnert expresaba una gran extrañeza, parecida a la del niño que, con toda inocencia, estaba tocando el silbato tranquilamente detrás de un arbusto, cuando los mayores se ponen a reñirle de repente, o como si fuera la primera vez que ello le sucedía y hasta entonces ni remotamente se hubiera visto en tal situación; sus exoftálmicos ojos no podían reflejar mayor estupefacción, un rubor infantil que le teñía súbitamente la piel desde el cuello hasta la frente revelaba su viva confusión y en el labio superior aparecían gotitas de sudor que ella se enjugaba, abochornada, y todos teníamos que reconocer que debía de ser muy triste estar en constante conflicto con el medio a causa de una característica elemental, pero la airada amonestación y la palabra ruda indicaban que su voz no sólo predominaba en cualquier algarabía sino que, además, estaba cargada de una explosiva pasión primordial que hería y ofendía el oído y que su descontrolado volumen era, además de molesto, revelador de ciertos instintos; a pesar de todo, yo quedé completamente desconcertado cuando me entregó el telegrama en la puerta con aquel sofoco y aquellos gritos, ya que nuestra relación no justificaba tanta exaltación.

Pero ello precisamente hacía tan difícil soslayar aquella intromisión descarada e inexplicable; ni la primera frase podía interpretarse como simple anuncio: por potente que fuera su voz, y el eco llenó toda la casa, a fin de cuentas, no me decía sino que tenía un telegrama, pero esta simple notificación estaba punteada por fuertes jadeos que imprimían un fuerte acento dramático a las palabras más banales y, puesto que yo no podía permanecer indiferente ante tanta excitación, involuntariamente, adopté la actitud que ella se había propuesto transmitirme, y por más que yo trataba de dominarme, ella, a pesar de la oscuridad de la escalera y el recibidor, debió de percibir claramente mi indignación y, aún con el picaporte en la mano, ladeó un poco la cabeza y hasta sonrió, y a la frase siguiente, no exenta de ironía, su voz ya había cambiado de registro:

– ¿Se puede saber dónde diablos se había metido, señor mío?

– ¿Por qué?

– Hace más de tres horas que llegó el telegrama. Si no hubiera usted vuelto a casa yo hubiera pasado otra noche sin dormir.

– Estaba en el teatro.

– Si hubiera estado en el teatro, hubiera llegado hace más de una hora. Y no me contradiga, porque lo he comprobado.

– Pero ¿qué ha pasado?

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué sé yo de lo que puede pasar con usted? Vamos, entre ya.

Y cuando yo, fluctuando entre la deseada indiferencia, la irritación y el temor, y con el firme propósito de acabar con la discusión, pude entrar por fin en el recibidor, y frau Kühnert cerró la puerta pero, sin apartar la mirada del sobre que yo tenía en la mano, me cerró el paso, el marido, antes de desaparecer por el pasillo que conducía a los dos dormitorios, se volvió y me saludó con un movimiento de cabeza, saludo al que yo, naturalmente, no pude corresponder, por una parte, porque no conseguía mostrar indiferencia y firmeza, ya que toda mi atención estaba concentrada en la transformación que se había producido en la cara de frau Kühnert y, por otra, porque el profesor volvió la cabeza sin esperar mi respuesta, en lo que yo no pude encontrar nada extraordinario, ya que sólo muy raramente parecía advertir mi presencia; no era sólo la cara de frau Kühnert lo que había cambiado instantáneamente, toda la actitud de su cuerpo indicaba que preparaba una explosión de una magnitud inusitada, algo que hasta el momento no figuraba en su repertorio, que excedía de todos los límites imaginables, con lo que no sólo me mostraría una faceta desconocida de su personalidad sino que me dejaría por completo a su merced, acorralado en el estricto sentido de la palabra; se arrancó las gafas, con lo que sus ojos daban aún más miedo, le temblaban los labios y su espalda se arqueó porque había encogido los hombros, como si, presintiendo la dirección que tomaría mi mirada, quisiera protegerse los robustos pechos; yo hice un último y desesperado intento de fuga, pero fue inútil, sólo conseguí empeorar mi situación, ya que cuando, prescindiendo de cortesía y decoro, me arrimé a la pared para tratar de escabullirme hacia mi habitación, ella me lo impidió por el sencillo procedimiento de ponerse delante de mí y empujarme hacia la pared.

– ¿Qué se ha creído, señor mío? ¿Que puede ir y venir a su antojo, con tapujos y trapícheos? Hace días que no duermo, ya no puedo ni quiero seguir aguantando esto. ¿Se puede saber quién es usted? ¿Y qué busca aquí? ¿Qué se ha creído? Lleva meses en esta casa y no me tiene ni la menor consideración. ¿Qué pretende? No se crea que voy a tener la boca cerrada por los siglos de los siglos, eso nadie puede pedírmelo. Mal que le pese, yo lo sé todo, no tiene por qué andarse con tanto misterio, estoy al corriente de sus historias, y lo único que pido es que se dé cuenta de que también soy un ser humano, que me gustaría oírlo de sus labios, pero usted deja que sufra, y a mí me da miedo mirarle a la cara. Yo creía que era usted una buena persona, pero estaba equivocada, es cruel, muy cruel. Y ahora le agradecería que me dijera cuáles son sus propósitos. ¿Quiere traerme a casa a la policía? ¿Le parece que no tengo ya bastantes problemas? Yo he de saberlo, y aún se permite preguntar qué ha pasado, cuando soy yo quien quiere saber lo que ha pasado, ¿qué ha sido de ese hombre? Dígalo ya de una vez, para que yo pueda prepararme para lo peor y no me trate como a una criada que ha de aguantarlo todo. ¡Porque también usted ha tenido madre! ¿Vive todavía? ¿Alguien le ha querido? ¿Cree que nosotros necesitamos el dinero que me paga? ¿Su dinero de mierda? Yo creía que admitía en mi casa a un amigo, vamos, dígame ya qué es lo que hace en realidad. ¿A qué se dedica, además de andar pisoteando a la gente y destrozándole la vida? Bonita ocupación, desde luego, pero ¿cuál es su verdadera profesión? ¿Cuándo va a venir la policía? ¿O es que no lo ha matado? Porque le creo perfectamente capaz de eso, a pesar de esos inocentes ojos azules con los que siempre está sonriendo amistosamente y ahora mismo se hace de nuevas y me mira como a una histérica. ¿Dónde lo ha enterrado? Ahora que lo he descubierto, debo pedirle que recoja sus cosas y se marche inmediatamente a donde le apetezca. A un hotel. Esto no es una cueva de delincuentes. No quiero verme mezclada en nada. Bastante miedo he pasado ya. Cuando recibo un telegrama me trastorno, cuando llaman a la puerta me pongo enferma, ¿comprende? ¿No se ha dado cuenta de que soy una persona enferma y agobiada que necesita un poco de consideración? ¿No he confiado en usted, estúpida de mí, contándole mi vida? Y pregunto: ¿es que todo el mundo va a abusar de mí? ¿Por qué no contesta? Como si yo fuera el cubo de la basura al que todos echan sus inmundicias. ¡Conteste ya de una puñetera vez! ¿Qué dice el telegrama?

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