Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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– Ya lo ha leído. ¿O no?
– ¡Pero tiene que leerlo usted!
– ¿Qué quiere de mí? ¡Me gustaría saberlo!
Estábamos muy cerca y, en el repentino silencio, quizá por la proximidad, pareció que su cara se relajaba, que se hacía expresiva y sensible, que se agrandaba y, en cierto modo, se embellecía, como si hasta aquel momento sus irregulares facciones hubieran estado atadas por las gafas y crispadas por la pasión contenida, y ahora -como si, al quitarse la máscara, su rostro hubiera recuperado sus proporciones naturales- las pecas rojizas se destacaban con más nitidez en la piel blanca y resultaban francamente atractivas, los carnosos labios eran más llamativos, las gruesas cejas más enérgicas, y cuando volvió a hablar, con la voz baja y penetrante con que apuntaba en el teatro, pensé con sorpresa que quizá la belleza -porque, normalmente, sin las gafas estaba desvaída, borrosa y desaliñada- no consistiera sino en abandonarse a la proximidad, en dejar obrar la fuerza de la proximidad, y no me hubiera sorprendido si, en aquel momento, yo hubiera bajado la cabeza y le hubiera dado un beso, para no tener que seguir viendo sus ojos.
– ¿Y qué puedo querer yo, señor mío?¿Qué cree que puedo desear? ¡Que me quieran un poco, no mucho, sólo un poquito! ¡Pero no como usted piensa! No tenga miedo. Es verdad, al principio estaba un poco enamorada de usted, quizá lo notara, ahora puedo confesarlo porque ya pasó, pero no quiero que se marche, no tome en serio lo que le he dicho, eran tonterías, lo retiro. No es necesario que se marche de esta casa, pero tengo miedo y por eso tiene usted que perdonarme, estoy muy sola y tengo la sensación de que en cualquier momento podría ocurrir algo, algo inesperado y terrible, una desgracia, y no pido sino que lea usted ese telegrama delante de mí, porque me gustaría saber lo que ha pasado, nada más, sólo eso. No lo he abierto yo. Tiene que creerme. Aquí los telegramas se entregan en sobre abierto. Se lo suplico, léalo ya.
– A pesar de todo, usted lo ha leído, ¿no?
– Ábralo, por favor.
Para dar más énfasis a sus palabras me puso la mano en el antebrazo, con ademán delicado y perentorio a la vez, como si pretendiera no sólo recuperar el sobre sino también, salvando la pequeña distancia que aún había entre nosotros, tomar posesión de mí no importaba cómo, en aquella fracción de segundo; ella me agarraba y yo no tenía fuerzas para desasirme, es más, batallaba con cierta sensación de culpabilidad, porque sabía que la mirada que sin querer había dejado caer a su pecho o la idea de darle un beso no habrían dejado de surtir efecto en ella, porque no hay pensamiento, por oculto que esté, que, en una situación extrema, no sea percibido por el oponente; en consecuencia, en aquella fracción de segundo, parecía perfectamente posible que nuestra acalorada discusión tomara un cariz peligroso, tanto más por cuanto que yo no sólo era incapaz de moverme y hasta de volver la cara para sustraerme a su aliento y a su mirada sino que, contra mis deseos y mi voluntad, empezaba a percibir en mí esas señales engañosamente gratas y, en este caso, hasta bochornosas de la excitación sexual: el leve estremecimiento de la piel, la ofuscación de la mente, la presión en las ingles y la aceleración de la respiración, sin duda, todo ello podía ser consecuencia inmediata del contacto, una reacción instintiva, pero no por eso menos reveladora, la prueba de que la seducción puede prescindir no sólo del conocimiento sino también del atractivo físico o de cualquier otra índole, ya que en la mayoría de casos, el deseo físico no es causa sino consecuencia de una atracción, y ya sabemos que, vista de cerca, hasta la fealdad puede percibirse como belleza cuando la tensión es tan intensa que sólo puede disiparse con la consumación carnal, y entonces basta un leve contacto para que las fuerzas interiores se alcen unas contra otras y se neutralicen mutuamente o transformen la insoportable tensión psíquica en voluptuosidad.
– ¡No; no lo abro!
Quizá pensó que podía gopearla, porque, ante mi tardío estallido de furor histérico, me soltó el brazo; era evidente que esta explosión, insólita en mí, no se debía tanto al misterio del telegrama como a nuestra proximidad, por lo que dio un paso atrás y se puso las gafas mirándome con una impavidez brutal, como si no hubiera pasado nada.
– No hace falta que me grite.
– Me marcho mañana. Estaré fuera varios días.
– ¿Y adónde va, si se puede saber?
– Me gustaría dejar aquí mis cosas, por el momento. La semana próxima me marcharé definitivamente.
– ¿Y adonde irá?
– A casa.
– Le echaremos de menos.
Me volví hacia mi habitación.
– Vayase, pero yo me quedaré aquí, en la puerta, porque, si no me lo dice, tampoco podré dormir.
Yo cerré la puerta a mi espalda, la lluvia repicaba en el alféizar de la ventana.
Había en la habitación un calor agradable y en la pared, al débil reflejo de la luz de la farola, bailaba la sombra trémula de las relucientes ramas de los arces.
No encendí la luz, me quité el abrigo y me acerqué a la ventana, para abrir el sobre, y oí que ella, en efecto, se había quedado en la puerta, esperando.
Aquí abajo había cesado el viento, pero no por ello se apaciguaban las olas, más arriba seguía silbando y aullando y, aunque a veces parecía que al fin iba a hacerse un poco de luz, como si el viento desgarrara las nubes que cubrían la luna, ahora creo que aquello era una simple ilusión de los sentidos, lo mismo que la idea de que pronto dejaría atrás el trecho peligroso, porque no veía absolutamente nada, era una situación realmente extraordinaria contra la que mis ojos se rebelaban, y trataban de consolarse imaginando luces; como si se hubieran independizado de mí, no se conformaban con mirar sólo porque yo les obligara sin que hubiera algo que distinguir, y no sólo producían por su cuenta círculos luminosos, puntos brillantes y rayos, sino que, mientras seguía caminando, me mostraron varias veces todo el paisaje, y me pareció que, de repente, por una rendija, podía veri rodar las nubes sobre el mar espumeante y furioso y vislumbrar el dique azotado por las olas, pero enseguida volvía la oscuridad y yo comprendía que el bello cuadro no podía ser más que una ilusión, porque no había luz natural que iluminara la escena, ni había luna, cuyo resplandor estaba siempre ausente del cuadro; de todos modos, aquellas visiones me animaban y me hacían suponer que, de un modo u otro, encontraría el camino, a pesar de que ya no había sendero y mis pies tropezaban y se escurrían sobre ásperas piedras.
Me parece que ya había perdido la noción del tiempo y el lugar, seguramente, porque el viento imprevisible, la oscuridad impenetrable y el ritmo de las olas, que no por impetuoso dejaba de ser arrullador, me habían aturdido como una droga, y sin embargo podría decir sin faltar a la verdad que en aquel momento era todo oídos, ya que cualquier otra forma de percepción parecía superflua: un extraño animal nocturno que dependía exclusivamente del oído y percibía un murmullo que venía de un lugar profundo, un murmullo que no era del agua na de la tierra, que no era amenazador ni indiferente y, aunque me tilden de romántico, no tengo reparo en afirmar que era el monótono murmullo del infinito, un sonido que no recordaba a ningún otro y que no sugería imagen que no fuera la de la profundidad; pero nadie hubiera podido decir dónde se encontraba esa profundidad, aquel sonido parecía llenarlo y dominarlo todo, el aire y el agua, y todo era parte de esa profundidad, hasta que empezó a oírse un bramido que poco a poco iba creciendo, como exhalado por una enorme masa lejana que se hubiera puesto en movimiento, rompiendo la calma aparente y amenazadora del murmullo interminable; se acercó sin prisa pero con ímpetu y culminó bruscamente en un trueno triunfal que ahogó el sonido de la profundidad, el bramido había alcanzado su objetivo, había vencido, había roto la calma durante un instante, y entonces todo lo que hasta aquel momento se había manifestado como fuerza, masa, ímpetu, elevación y, finalmente, triunfo, al momento siguiente estalló en las piedras de la orilla con una fuerte detonación, y de nuevo volvió a oírse el murmullo, como si nada hubiera afectado su fuerza y luego, otra vez, sonó el rugido amenazador del viento, su silbido y su aullido; no sé cuándo ni cómo empezó esta pequeña variación que percibí no sólo porque el dique era más estrecho y las olas lo barrían sino, principalmente, porque poco a poco fui consciente del cambio que se había producido en mi entorno, aunque sólo superficialmente, como si aquello nada tuviera que ver conmigo y no me afectara el hecho de que ahora no se mojaban sólo mis zapatos y los bajos del pantalón, sino que mi abrigo no me protegía en absoluto; porque me había abandonado a las voces de la oscuridad que habían acabado por ahogar aquellas fantasías y recuerdos con los que me distraía al principio de mi paseo; el llamado instinto de conservación funcionaba, pues, de un modo muy limitado, yo era como el que, al despertar de una pesadilla, bracea y grita, en lugar de recordar el momento en que se durmió y comprender que lo que le ha hecho sufrir es sólo la realidad del sueño, pero no puede comprenderlo porque aún está soñando; así trataba yo de defenderme, sólo que mis intentos estaban limitados por las condiciones del lugar, inútilmente buscaba el camino dando traspiés, resbalando y palpando en derredor mientras el agua llegaba hasta mí, y en ningún momento se me ocurrió pensar que aquello había empezado como un agradable paseo nocturno pero que desde hacía mucho rato había dejado de serlo.
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