Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Fue puro goce, uno de los mayores goces imaginables, rodear su cuello con las manos, aunque no podría decir cuándo ni cómo llegaron mis manos hasta allí, y es que aquel temor, alimentado por similitudes y afinidades, aquel resentimiento y aquella impaciencia que hasta entonces habían caracterizado nuestras relaciones, provocando en mí escrúpulos y remordimientos, impidiéndome gozar del momento y recordándome siempre algo viejo y familiar, habían desaparecido de pronto, se habían desvanecido insensiblemente; yo no deseaba sino gozar de aquella boca tierna que con un beso podría aspirar todo mi ser, pero no me atrevía a estrechar el abrazo, porque la fina bata y el pijama de seda delatarían mi erección; mi mano, hecha ahora instrumento de ternura, acunaba su cabeza, mis dedos ya no ansiaban oprimir ni ahogar sino sólo sostener, para alargar el beso, para que su lengua descubriera mi boca y, a pesar de que la razón me exhortaba a dominarme, no podría decir en qué momento cerré los ojos y sentí que sus brazos se anudaban alrededor de mi cuello, y me pareció que dos orbes oscuros, húmedos y cálidos colisionaban; sentía, ernpero, un temor, o quizá eran celos, porque no me explicaba cómo podía ella besar con tanta experiencia, si bien comprendía que, más que experiencia, su beso denotaba inocencia, la ofrenda de sus sentimientos más puros, y me conmovía su pureza mucho más que la experiencia, de manera que yo, tan ducho en el amor, seguía conteniéndome, resistiendo arteramente y con voluptuosa superioridad sus exploraciones y ataques sin devolverle el beso hasta que, con deliberada morosidad, rocé bruscamente sus labios con la punta de la lengua y bloqueé sus dientes y su lengua, recreándome en su desconcierto mientras estimulaba su deseo de una unión natural, para que ella abandonara todo vestigio de pudor y reserva y se me entregara plenamente, lo cual sería imprescindible para ambos, ya que el resto de lucidez que yo conservaba me hacía comprender que a partir de aquel momento ninguno de los dos podría seguir adelante ni volverse atrás sin riesgo, es decir, tendríamos que superar la prueba de la premiosa y complicada operación del desnudado, que exigiría todas las reservas de delicadeza y habilidad imaginables, ya que la batalla con botones, cordones y corchetes no sería fuente de placer hasta que hubiera terminado y nuestros cuerpos desnudos se hubieran unido.
Pero por más que me esforzaba por actuar con serenidad y ponderación, había momentos en los que temía perder el control; ahora, al rememorar como un frío observador los hechos de aquella mañana soleada y ya lejana, tengo la sensación de que, al llegar a ese punto, choco con la infranqueable barrera del lenguaje, de que tengo que romper con la cabeza la dura muralla de lo innominable, como si no sólo el obligado y por ello ridículo pudor pusiera trabas a mi propósito, a pesar de que se nos hace difícil nombrar las cosas que en el lenguaje cotidiano tienen su apelativo, aunque muy gastado y deteriorado, estas palabras, que describen órganos, funciones y movimientos, aun con toda su jugosa expresividad y su fuerza natural, no me sirven para describir mi experiencia, no porque tema ofender el decoro burgués, no, el llamado decoro burgués no me interesa lo más mínimo en el momento de dar cuenta de mi vida, porque, cuando de la vida se trata, el decoro sólo puede constituir un marco, y si en esta definitiva justificación he de dibujar con exactitud el mapa de mi vida sentimental, con todas sus estaciones, tengo que exponer y examinar mi cuerpo en su totalidad, sin concesiones a la vergüenza; lo contrario sería tan ridículo como impedir al médico forense que retirara la sábana que cubre el cadáver que tiene encima de la mesa de autopsias, por eso ahora tengo que quitarme la bata y el pijama, despojarla a ella de aquel bello y enojosamente complicado vestido, y describir con su nombre cada movimiento y cada sensación y, pensándolo bien, diré que tan ridículo y desacertado sería hablar de las llamadas partes pudendas y, ya que hablamos de cuerpos vivos, de sus funciones naturales, en términos cotidianos como, por discreción, cambiar rápidamente de tema; porque si, para plantear el problema en sus justas proporciones, yo me preguntara: «Vamos a ver, hombre, aquel hermosa mañana, ¿te follaste a tu novia?», un simple «sí» sería una simplificación engañosa o una evasiva, porque este Sí ocultaría los reveladores detalles del proceso tanto como el silencio; sin embargo, a la curiosidad narcisista a la que sólo interesan los detalles ocultos, a los que no se considera dignos de atención, le es difícil hacerse una idea clara de su objeto, es decir, de sí misma, ya que el cuerpo pierde el concepto de sí mismo precisamente en los momentos que más reveladores podrían ser, por eso el recuerdo no puede retener lo que el cuerpo no ha asumido, por lo que deja escapar los actos más importantes, cuando es precisamente esta circunstancia lo que produce la sensación de irrepetibilidad, al igual que, después de un desmayo, la memoria no retiene más que la extraña sensación de la pérdida y la recuperación del conocimiento, mientras que el desmayo en sí, que es lo que más nos interesa después, ese estado distinto a todo lo que nos es familiar, permanece inaccesible.
Helene me mordió en la boca, y el último reducto de cordura que aún resistía en mi interior capituló ante aquella audacia: única respuesta posible a mis pueriles tácticas amatorias, y ahora, al recordarlo, me parece que el dolor de aquel mordisco fue la última sensación cuyo significado pude percibir con cierta claridad; pues de esta sensación pasé a aquel estado de inconsciencia que después me parecía inconcebible, su boca no sólo había abandonado toda reserva sino que revelaba claramente el deseo de poseerme por entero; y, a partir de aquel momento, no se detendría ante obstáculo ni escrúpulo alguno, por lo que sería inútil querer desempeñar el papel del hábil seductor versado en las artes del amor, ella me quería tal como estaba, su cuerpo se apretaba contra mí, y yo no tenía ni que pensar en cómo tenía que actuar, ella oprimía su vientre contra el mío y ni la abundancia de encajes y sedas podía impedir que cada uno de nosotros sintiera el ansia del otro que, por agradable que fuera, despertaba en mí una curiosa sensación de humillación; me parecía que ella, después de haber tenido que empuñar el timón de nuestro destino, ya que los escarceos calculadamente indecisos de mi lengua, comparados con la franca confesión de sus dientes eran sólo torpes escaramuzas, pretendía desafiar mi virilidad y mi amor propio; como si se hubieran trocado los papeles, ella mostraba una agresividad masculina, algo que a mí, naturalmente, me agradaba, y mucho, a pesar de que, frente a aquel decidido ataque, yo me sentía femenino y frivolo, y tenía que mostrarme superior a ella, mis instintos, o mi sistema nervioso, se resistían a aceptar este cambio, y quizá al atacarme, inconscientemente, ella pretendía aguijonear mi sentimiento de superioridad; entonces volví a enfurecerme y, como si quisiera arrancármela el cuerpo -como el que se arranca una sanguijuela-, la agarré del pelo, estrujé la fina tela de su vestido, incluso le arañé la piel, volví bruscamente la cabeza para rechazar su boca, bajé la mano hasta sus nalgas y apreté su vientre contra el mío con brutalidad y para hacerle sentir lo que hasta entonces había tratado de disimular, lo que escondía dentro del pantalón y debajo de la bata; entonces me apoderé de su boca, hundiendo la lengua profundamente, a lo que ella correspondió con suaves caricias de sus manos y de su lengua, ya desde el suelo, adonde no sé cómo habíamos llegado; y es que entonces yo había perdido ya el hilo de la historia y sólo respondía a sus movimientos, sus rasgos, sus miradas, el sabor de su saliva, el olor de su sudor y el temblor de sus pestañas.
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