Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Mi susurro no era más perceptible que el vapor que mi aliento formaba a la fría luz; cada palabra mía rozaba su cara inmóvil; yo no hubiera podido actuar con más habilidad: me reservaba una posibilidad, que no pensaba utilizar y, en lugar de lanzarle una velada amenaza, le ofrecía una salida por la que él podía escapar de la red en la que yo hubiera podido apresarlo; ahora bien, ello presuponía que yo estaba convencido de que hubiera debido denunciarlo realmente; sólo entonces hubiera podido mostrarme duro y fuerte; quizá aún lo hiciera; más bajo ya no podía caer; ya no sabía de lo que sería capaz, estaba fuera de mí, pero bajo, muy bajo.

Nada era más importante que el aliento que yo exhalaba y que rozaba su piel -las palabras eran insignificantes-, pero tampoco esto parecía suficiente, porque su mirada seguía ausente, él no parecía comprender lo que yo pensaba.

– ¡Ni se me ha pasado por la cabeza, créeme!

Por fin se volvió hacia mí y vi que la suspicacia desaparecía poco a poco de sus ojos.

– ¿De verdad? -preguntó también en un susurro, y sus ojos estaban claros y transparentes, como a mí me gustaban: «de verdad» dije con énfasis, sin saber apenas a qué se refería esta respuesta, porque al fin me había aceptado, ya no tenía que disimular, sentí cómo también mi mirada se despejaba, y esto era lo más importante; «¿de verdad?», volvió a preguntar, pero ahora ya no con desconfianza, sino como el que quiere cerciorarse de su amor, y estas palabras me acariciaron la boca como gotas de rocío; «de verdad, de verdad que no», susurré a mi vez, y entonces nos miramos quietos y callados, muy cerca uno de otro, tan cerca que apenas tuve que mover la cabeza para rozar su boca con mis labios.

Mi madre, que había salido del hospital hacía tres días, tenía que guardar cama y, tan pronto como Kristian desapareció entre los matorrales y me quedé solo, de pronto, me acordé de ella y la vi acostada en su ancha cama, con su brazo desnudo extendido hacia mí.

Aún sentía sus labios en los míos, las grietas de la piel, su boca blanda, su aliento que me invadía, aún sentía el leve temblor de sus labios que se abrían bajo mi boca cerrada, la lenta exhalación que me envolvía y la profunda aspiración que sus labios absorbían de mí, pero, a pesar de que el hecho parece desmentirme, no creo que pueda llamarse a eso un beso y no sólo porque nuestros labios apenas se habían rozado, ni tampoco únicamente porque el contacto de nuestros labios fuera para los dos la revelación de unos instintos, cuya llamémosle utilidad amatoria ninguno de los dos podía conocer todavía con exactitud, sino principalmente porque en aquel momento mi boca no era más que el último medio de que disponía para convencerle, el último mudo argumento; en cuanto a él, su aliento se había llevado su miedo y el mío le había insuflado seguridad.

En realidad, ni sé cómo nos separamos, porque aquel momento abarcaba una inmensidad de tiempo, en la que me entregué por completo a saborear la sensación que me producían sus labios y la respuesta que percibía en su aliento; pero no pretendo dar a entender que en nuestro contacto o en nuestras palabras no hubiera sensualidad, sería ridículo negarlo, porque la había, y mucha, pero era una sensualidad inocente, e insisto en que estaba exenta de la natural intención que los adultos ponen en el beso, nuestras bocas, inocentemente y con exclusión de todo lo ocurrido y por ocurrir, se concentraban en aquello que dos bocas pueden intercambiar durante una fracción de segundo, satisfacción, consuelo y absolución, y entonces debí de cerrar los ojos, ya que nada externo importaba; de todos modos, al pensar en ello no puedo sino preguntarme qué más puede haber en un beso.

Cuando abrí los ojos, él ya estaba hablando.

– ¿Sabes dónde viven las liebres en el invierno?

A pesar de que su voz era ahora más grave y ronca que de costumbre, no había en ella ni asomo de tensión, hacía la pregunta con la mayor naturalidad, como si la liebre, en lugar de cruzar el prado hacía minutos, acabara de pasar en aquel momento, como si desde entonces no hubiera sucedido absolutamente nada, y mientras yo contemplaba su cara, sus ojos, su cuello, aquella imagen repentinamente lejana sobre el fondo de frondas y ramas desnudas que se recortaban en un cielo luminoso y opal, al instante debí de comprender que había cometido un error irremediable, porque aquella pregunta en modo alguno significaba que él, en su natural confusión, tratara de refugiarse en un tema indiferente; ni en su mirada, ni en sus facciones, ni en su actitud se advertía la menor confusión, sino que mantenía con fría seguridad su habitual aire aristocrático y sereno; quizá, liberado de sus temores por el beso, había vuelto a hacerse inasequible, lo que no significa ni mucho menos que se mantuviera indiferente o ajeno a los acontecimientos, al contrario, estaba atento a las circunstancias del momento, tanto el pasado como el futuro quedaban borrados, lo que hacía que pareciera hallarse fuera de su existencia corporal, ausente, en tanto que yo siempre estaba prisionero de las cosas pasadas, un solo momento importante podía despertar en mí tanta pasión y tanto dolor que no me dejaba tiempo para el siguiente, por lo que también yo estaba ausente, pero de otro modo; no podía seguirle.

– No tengo ni idea -murmuré de mala gana, como el que ha despertado bruscamente.

– Quizá viven en madrigueras.

– ¿En madrigueras?

– ¡Con una buena trampa, se podría pillar a toda una familia!

Después, debí de abrir la puerta sin prisa y, probablemente, dejar la cartera con suavidad en lugar de tirarla descuidadamente, no sonó un golpe en el suelo de mosaico ni se oyó un portazo, nadie advirtió mi llegada, tampoco subí corriendo la reluciente escalera de roble del vestíbulo; aunque yo no era consciente de ese extraño cambio, no podía sospechar que a partir de entonces me movería siempre con más cautela y sigilo, que sería más reposado, reflexivo y reservado, lo cual no me impediría tomar conocimiento de los hechos que ocurrieran a mi alrededor, pero sólo desde la perspectiva del extraño; las vidrieras del comedor estaban abiertas, por el leve tintineo de los cubiertos deduje que había vuelto a llegar tarde, la comida casi había terminado, lo cual no me interesaba lo más mínimo, porque en el vestíbulo habíí una penumbra y un calor muy agradables, por la vidriera esmerilada entraba un poco de luz de la tarde, el radiador crepitaba y gorgoteaba y los tubos parecían responder, como un eco, con un crujido metálico; yo debí de pararme un momento, al olor del asado de carne picada, mirándome en el viejo espejo de cuerpo entero, pero en aquel momento me interesaba más la alfombra rojo púrpura que mi cara y mi cuerpo, cuya oscura silueta se difuminaba suavemente en la plateada superficie.

Yo había comprendido, ¿y cómo no iba a comprenderlo?, que, al hablar de la trampa, él quería dejar entrever la posibilidad de compartir un pasatiempo, y sabía que lo que él pretendía, más que recibir una respuesta, era que yo me reprimiera y volviera a la forma habitual de nuestra relación o, incluso, hiciera una propuesta concreta para una empresa conjunta; naturalmente, ésta hubiera podido ser diferente, no teníamos por qué aferramos a la estúpida liebre, mientras se tratara de algo que exigiera fuerza y destreza, que se ajustara a nuestra idea de lo que era propio de hombres; pero a mí aquel ofrecimiento, hecho con conciliadora gentileza, me parecía no ya pueril sino ridículo, después de lo ocurrido, y no sólo porque tal actividad no era propia de nuestra edad, sino porque su infantilismo delataba ya que no era más que un medio de defensa buscado con precipitación para no pensar en lo que acababa de ocurrir, es decir, era una cortina de humo, una evasión, una distracción, lo cual a fin de cuentas hubiera resultado una solución mucho más sensata que todo lo que yo hubiera podido intentar en tal situación, sólo que, en aquel momento, lo que menos deseaba yo era sensatez; la alegría por mi absolución dimanaba de mí como algo tangible, parecía extenderse formando olas concéntricas, como buscando algo que viniera a mi encuentro, pero yo no deseaba sino mantenerme en este estado, un estado en el que el cuerpo se entrega a todo lo que es instinto, sensualidad y pasión, y, liberado de estas energías, se siente ingrávido, deja de ser un peso; quería prolongar aquel estado, hacerlo extensivo a todos los momentos del futuro, es decir, traspasar todas las barreras, la costumbre, los convencionalismos de la educación y el decoro, todo lo que nos roba nuestros momentos cotidianos y nos impide comunicar las más profundas verdades de nuestro ser, de tal modo que no estamos nosotros en el tiempo, sino que el tiempo ocupa nuestro lugar, y vacío, como es de rigor; y mientras, azorado e incapaz de hablar con voz normal, me obstinaba por apresar el momento, advertía que nada de aquello llegaba hasta él y que, a fin de permanecer sereno y tranquilo frente a ese anhelo desbordante, seguramente recurría a todas sus energías, ya que era como una pared lisa en la que todo lo que irradiaba de mí se estrellaba y rebotaba, y, en lugar de alcanzarlo a él, me envolvía a mí en una especie de nube que, a pesar de todo, me protegía porque era de mi misma esencia; pero aunque yo me mecía gratamente en ese fluido, sabía que el menor descuido podía destruirlo, bastaría una palabra dicha en voz alta para que la radiación del cuerpo se esfumara en el aire como el vapor de nuestro aliento; él me miraba a los ojos, no veíamos más que nuestros ojos, y, sin embargo, él seguía alejándose mientras yo permanecía en el mismo sitio porque allí quería estar, precisamente allí y tal como estaba, porque sólo en aquel estado de ofuscada entrega me sentía yo mismo, más aún, por primera vez percibía toda la magnificencia, toda la belleza y toda la peligrosidad de los sentimientos que bullían en mí, éste era realmente yo, yo, no aquella vaga silueta de una cara y un cuerpo que reflejaba el espejo; yo no podía menos que percibir su distanciamiento, primero, aquella fugaz consternación que, contra todos sus propósitos y autodisciplina, se pintó en su cara, después, aquella tonta superioridad que se manifestó en una leve sonrisa, con la que, sobreponiéndose a la ternura provocada por la sorpresa, consiguió distanciarse hasta poder mirarme con una curiosidad incluso un poco compasiva, pero yo seguía callado y quieto; para mí, aquel silencio era, sencillamente, la plenitud, y estaba tan imbuido de mi propia importancia que no me afectó que de su cara se borrara hasta aquella sombra de sonrisa, que el silencio se hiciera claramente perceptible y que en aquel silencio volviera a oírse el bosque, el graznar de los cuervos, el crujido de ramas lejanas agitadas por el viento, el rumor del agua en las ásperas piedras y nuestra propia respiración.

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