Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Yo enrojecí, desasiéndome con brusquedad.
Pero no podía elegir, no podía decidir soberanamente; todas las posibilidades que se me ofrecían acababan en un callejón sin salida; ni por asomo había pensado en acusarle, porque, si lo hacía, si lo hacía ahora, lo perdería para siempre, quizá incluso lo detuvieran; pero fingir que cedía a su petición daría a entender que me había dejado engañar por su mal fingida humildad, con lo que su triunfo sería más fácil de lo que yo deseaba; ahora no me avergonzaba de mi sonrojo, al contrario, deseaba que él lo notara, no ansiaba sino que él descubriera mis sentimientos y no se resistiera a ellos; pero mi sofoco no hacía sino poner de manifiesto claramente que nada podía ayudarme; hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera, la situación volvería a escapárseme de las manos; habría otra mala interpretación, y yo tendría que refugiarme otra vez en estériles fantasías; tengo que decidir de acuerdo con mi propio criterio, con serenidad y sin miramientos, pensaba, como decidirían mis padres, aunque en aquel momento no los sentía presentes, pero mis convicciones, en el caso de que las hubiera tenido, no hubieran sido sólo mías, aunque la situación era muy singular y muy personal como para que yo escuchara y repitiera como un papagayo las palabras que ellos pudieran susurrarme al oído; no obstante, ellos habitaban en mis pensamientos con una persistencia familiar, siempre dispuestos a intervenir, y por eso yo sabía que existe una forma de actuación que permite excluir los sentimientos y actuar únicamente por unos principios, que consiste en tener convicción; pero yo carecía de la fuerza necesaria para sofocar mis sentimientos.
– ¡No te lo pido por mí! -dijo él con más vehemencia aún, y la mano de dedos finos y muñeca delgada de la que yo había desasido mi brazo seguía suspendida en el aire, titubeando, pero yo no iba a consentirlo, no quería que él siguiera hablando, no quería verle de aquel modo por más tiempo y le interrumpí: «¡En primer lugar, deberías saber que una cosa es informar y otra, denunciar!»
Pero él prosiguió, como si no me hubiera oído: «Deseo evitar a mi madre más disgustos.»
Nos interrumpíamos el uno al otro.
– Si me has tomado por un delator, de nada servirá seguir hablando.
– Te he visto subir a la sala de profesores después de clase.
– ¿Te has creído que no tengo nada más que hacer que preocuparme de ti?
– Y sabes muy bien que mi madre está enferma del corazón.
Yo me eché a reír, y fue una risa poderosa.
– Cada vez que te metes en líos, tu madre está enferma del corazón.
Sus ojos volvieron a brillar, como encendidos desde dentro por un rayo helado y me gritó, echándome a la cara, con sus palabras, el olor a ajo: «Di, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres? ¿Que te lama el culo?»
Algo se movió, y los dos volvimos la cabeza automáticamente: una liebre corría por el claro salpicado de manchas de nieve.
Yo no seguí con la mirada a la liebre, que desaparecería entre los arbustos que rodeaban el prado, sino que lo miraba a él; sin darnos cuenta, durante la disputa nos habíamos acercado tanto que, de haber prestado atención, él hubiera notado en el cuello mi aliento, por más que yo trataba de reprimirlo; se había aflojado el nudo de su bufanda a rayas, seguramente, tendría desabrochado el botón de la camisa y ésta se le habría metido dentro del jersey, y su cuello esbelto, elegantemente arqueado, se ofrecía a mis ojos como un paisaje desnudo y extraño: entre los músculos y los tendones tirantes, bajo la piel suave, se veía palpitar acompasadamente la arteria, mientras la nuez subía y bajaba a un ritmo imprevisible; la sangre que había acudido a sus mejillas al increparme volvía a retirarse lentamente, y observé cómo su cara recuperaba su color natural; sus gruesos labios se entreabrieron mientras él seguía la carrera de la liebre con los ojos, y cuando éstos dejaron de moverse comprendí que la liebre había desaparecido.
En sus ojos verdes se reflejaba la luz amarillo pálido del sol que se ponía por detrás del bosque, y me parecía que la chachara interminable de las urracas, el ininterrumpido graznar de los cuervos, el aroma del aire y hasta cada leve sonido del bosque tenían la misma tangible realidad que su cara, bien dibujada y vívida en su misma inmovilidad, sólida; sin acusar sentimiento alguno, se entregaba con simplicidad y despreocupación al espectáculo del momento, y quizá no fuera su belleza, la armonía de su coloración y la delicadeza de sus facciones, por mucho que me gustaran, lo que me hechizaba y me producía envidia, sino aquella cualidad interior que le permitía entregarse por entero y sin reservas al ahora; cuando me miraba al espejo, para compararme a él, tenía que reconocer que tampoco yo era feo, aunque hubiera preferido ser como él; yo tenía los ojos azules, claros y transparentes, el pelo rubio que se me ondulaba sobre la blanca frente, pero a mí los rasgos finos de mi cara, que me daban un aspecto vulnerable, me parecían falsos, porque, por más que algunas personas me hicieran carantoñas y me encontraran encantador, yo me sabía grosero, ordinario, perverso y ruin, no veía en mí nada adorable, no podía amarme a mí mismo; me parecía que mi verdadero carácter se escondía tras una máscara; para no decepcionar, me sentía obligado a asumir papeles más acordes con mi aspecto que con mi verdadera personalidad; procuraba mostrarme atento y amable, sonreía dulcemente y fingía ser pacífico y dócil, cuando en realidad era huraño, irritable, amante de los placeres más groseros, colérico y vengativo; de buena gana hubiera ido siempre con la cabeza baja, para no ver a nadie ni ser reconocido, y, si miraba a los ojos a la gente, era para descubrir en ellos el efecto de mis dotes de simulación, y conseguía engañar a casi todos; pero sólo me sentía realmente cómodo cuando estaba solo, porque a los que tan fácilmente, se dejaban engañar no podía sino despreciarlos por su tontería y su ceguera, mientras que los suspicaces, los incrédulos o los, simplemente, desconfiados, merecían toda mi consideración y en conquistarlos volcaba todas mis energías hasta desfallecer voluptuosamente, y en el momento en que finalmente conseguía conquistar a los que me eran extraños, indiferentes o incluso odiosos, más hipócrita y manipulador me sentía; yo quería que todos me quisieran, pero no podía querer a nadie; yo reconocía, sí, el hechizo de la belleza y comprendía que quien estuviera tan obsesionado y se hubiera rendido a ella tan enteramente como yo no podía amar ni ser amado, pero no podía renunciar a ella, porque tenía la sensación de que mi cara, que la gente llamaba bella, no era mía, aunque yo me servía de esa belleza para mi engaño, porque el engaño podía darme poder; hacia los inválidos y los poco agraciados sentía franca aversión, lo cual era incomprensible por cuanto que, a pesar de que los demás me encontraban guapo, y así me veía yo en el espejo, me sabía hipócrita y repugnante, a mí mismo no podía engañarme, mis sentimientos me decían quién era yo en realidad con más claridad que el poder conquistado con mi atractivo físico, y por eso yo ansiaba una belleza en la que los atributos externos e internos fueran idénticos, y la armonía del físico no disimulara un alma contrahecha, sino que fuera reflejo de su bondad y su fortaleza; yo anhelaba, pues, la perfección o, cuando menos, la íntima compenetración conmigo mismo, la libertad de ser imperfecto, de ser infinitamente malvado y ruin; pero él no me dejaría llegar a tanto.
– Yo no pensaba denunciarte -dije en voz baja, pero él ni volvió la cabeza-, y aunque te denunciara, podrías negarlo, decir que hablabas de tu perro, aunque no te sería fácil explicarlo, realmente, hubieras podido referirte a vuestro perro.
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