Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Porque en mi tierra, si aún puedo llamar mía a la ciudad en que nací, cuando salía a pasear, me gustaba cruzar la Ciudad Vieja y, repleto de las abigarradas imágenes de sus callejuelas, descansar la mirada en los prados que se extendían al otro lado de la puerta de la ciudad, buscando el pueblo de Ludwigsdorf que se adivinaba al otro lado de la colina, al que antaño solía llevarme Hilde los sábados por la tarde; y, aunque nunca salía de casa con la intención de pararme en el cementerio, no podía resistir su extraño poder de atracción; además, me pillaba de paso; si hubiera salido por la Finstertorgasse hubiera podido evitarlo perfectamente, pero resultaba muy tentador entrar por la semiderruida tapia cubierta de maleza y, con el placer y la seguridad del que pisa terreno conocido, pasear por entre las ruinosas criptas del viejo cementerio infestadas de matojos y los túmulos cubiertos de extrañas flores, hasta llegar a nuestro ángel, dotado de alas de denso plumaje al que lamentablemente se había encomendado la misión de adornar nuestro viejo panteón familiar; pero quizá yo iba al cementerio precisamente para verlo a él. Podría decir que me llevaba un impulso masoquista; por un lado, porque aquella obra, execrable y relamida incluso dentro de su género, ofendía mi sensibilidad y mi noción de la estética; por otro, porque aquí, delante de ese monumento, se exacerbaban mi ira contra mi padre, mi aversión y mi coraje, espoleados por el sentimentalismo de oficio e interesada afectación con que el escultor se había esforzado por combinar los deseos del cliente con su propia fantasía seudoartística; aunque la cara del ángel no era reproducción exacta de la de mi madre, el hombre, ayudado tanto por su recuerdo personal del edulcorado retrato de mi madre joven que estaba colgado en el comedor de nuestra casa como por su pericia artesana, había introducido subrepticiamente en el rostro angelical ciertos rasgos característicos de la difunta; la frente abombada y los ojos juntos recordaban la frente y los ojos de mi madre, la nariz fina y bellamente arqueada, la boca un tanto arrogante y el gracioso mentón, suave y redondo como el de una niña, hacían pensar en la nariz, la boca y el mentón de mi madre, y para que la confusión fuera completa, la túnica, ejecutada con pedantería de maestro de escuela, dejaba entrever un cuerpo frágil, etéreo, con unos pechitos pequeños, altos, tiernos y, por lo tanto, provocadores, un vientre redondo, unas nalgas recogidas y unas caderas más angulosas de lo necesario, pero, por si la túnica de piedra no revelaba ya bastante, el artista había recurrido al efecto de un viento de frente que la pegaba a las profundas ingles de la esbelta figura que tensaba el cuerpo aprestándose a levantar el vuelo, y echaba hacia atrás su larga melena, pero aquella acumulación de detalles de mal gusto no sugerían ni la idea ni la realidad de la muerte y, paradójicamente, tampoco reflejaban algo que pudiera parecer vivo o natural, a no ser que llamemos natural a la fantasía de un artesano caduco y desaprensivo; aquella estatua era vulgar y ordinaria, tan vulgar y tan ordinaria que no merecería la pena malgastar en ella palabras ni emociones, si su construcción se hubiera debido a un desgraciado azar, si mi padre hubiera hecho un encargo que el escultor no había sabido ejecutar con noble simplicidad, ¡pero no!, aquí no puede hablarse de azar, al contrario, era como si la naturaleza oculta de la fatalidad que nos aguardaba se revelara de forma insoslayable en el hecho de que esta estatua era un monumento a la infamia de mi padre más que a la memoria de mi madre.
Pero ¿quién iba a adivinar el futuro, en las mudas señales de aquellos días?
– A este paso, no llegaremos al tren -dijo mi padre aquel día en la playa, y su expresión se alteró, aunque sólo en un ligero matiz; al gesto de burlona superioridad con que un momento antes, apoyado en el parapeto, había mirado a mi madre, se mezclaba ahora una cierta impaciencia o perplejidad, pero mi madre no pareció reparar ni en la entonación ni en la curiosa frase, curiosa, si más no, por el mero hecho de haber sido pronunciada, y no contestó.
Para ello hubiera tenido que interrumpir el ejercicio, ya que en aquel momento estaba con la boca abierta y la lengua fuera, ocupada en la operación de expulsar del vientre, en repetidas exhalaciones, el aire que había ido aspirando y reteniendo, respiración abdominal que le ocasionaba, al igual que a la mayoría de mujeres, no pocas dificultades; por otra parte, en su silencio, mortificado y altivo, se manifestaba una intención pedagógica, esa ligera crispación que, precisamente por el mutismo, da a entender que lo ocurrido no dejará de tener consecuencias, porque, para el caso de que mi padre no pudiera seguir soportando lo que él llamaba «esta existencia bestial», había entre ellos un pacto expreso, cerrado con anterioridad medio en serio y medio en broma en atención a mi presencia, pero en tono de apasionada vehemencia, después de que una vez mi padre, sorprendentemente, con la más descarada de las sonrisas, pusiera fin a su sufrimiento, entre exagerados gemidos, jadeos y gruñidos y mirase a mi madre; había asomado a sus ojos aquella curiosidad inquieta, viva e incisiva pero en modo alguno divertida, que yo conocía bien, a pesar de que no podía descifrarla; en tales momentos su cara tenía una desnudez terrible, una vulnerabilidad que desarmaba, y parecía que cualquier otra expresión apta para el trato social que pudiera adoptar no era sino una careta, una máscara que le cubría, amparaba y ocultaba; ahora se la había quitado, se manifestaba tal como era realmente, no necesitaba esconderse de sí mismo; en estos momentos estaba guapo, muy guapo: le relucía un poco la frente, enmarcada en rizos negros, en sus mejillas llenas se marcaban los hoyuelos de una risa reprimida, sus ojos tenían un azul más intenso, los labios carnosos se entreabrían; así estaba cuando, como en trance, se acercó rápidamente a mi madre, le metió tres dedos en la boca y con una delicadeza y un cuidado que contradecían la brutalidad de la acción, le agarró la lengua, a lo que mi madre, en un acto reflejo de defensa, dio un respingo para no vomitar y, seguramente sorprendiéndose a sí misma, mordió con tal fuerza el dedo de mi padre que él lanzó un grito; y entonces acordaron que, en lo sucesivo, mi padre debía mirar siempre al mar, «y no a mí, ¿comprendido?, ¡no a mí, al mar!, es usted insufrible, ¿lo ha entendido?, no soporto su mirada», pero cuando llegó otra vez aquel momento y él, aburrido por el ejercicio, se apoyó en el parapeto, yo noté, por la tensión de su cuerpo, que mi madre, con todo su temor y su reserva, también deseaba que, en lugar de volverse a mirar al mar, él le hiciera algo, algo sorprendente y escandaloso que acabara de una vez por todas con esos desesperados y penosos ejercicios a los que, a causa de fuertes pérdidas menstruales que la aquejaban desde hacía meses, ella debía entregarse para recuperar la salud, y pudiera seguir a mi padre sin impedimentos por aquella secreta región que dejaban adivinar claramente su sonrisa ambigua y su mirada maliciosa, y que él hiciera con ella lo que quisiera; aunque quizá intuía también que la realidad era muy distinta, y por eso su temor y su reserva eran mayores que sus deseos.
Y como yo estaba mucho mejor dispuesto para seguir al pie de la letra las recomendaciones del doctor Köhler, a mi madre le gustaba tenerme a su lado, muy cerca, al calor de su cuerpo, por así decir, y el gran volante que adornaba los hombros de su blusa de mangas abullonadas casi me rozaba la cara, lo cual, naturalmente, no significaba que en su sed de afecto hubiera acudido a mí, ni que sintiera por mí una ternura ilícita y equívoca; por otra parte, me resulta difícil imaginar que mi madre, en algún momento, pudiera abrigar ternura hacia alguien o algo; no, la explicación lógica era que estábamos tan juntos porque de ese modo ella podía percibir el ritmo de mi respiración y acomodarse a él, porque si, por fatiga o distracción, se rezagaba, yo la esperaba y la ayudaba a recuperar la cadencia, para lo que podía contener la respiración varios segundos y gozaba al sentir cómo el leve vértigo de este suspenso estimulaba mis emociones, y todo lo que hasta entonces había visto pero sin poder sentirlo adquiría una nueva dimensión que me permitía identificarme con ello, fuera lo que fuera: ahora podía sumirme en un sonido, o sentirme ola, gaviota u hoja que se posaba en el parapeto del muro, o aire, hasta que todo, poco a poco, se teñía del rojo de la sangre que me acudía a la cabeza, pero el instinto de respirar me hacía espiar cómo mi madre, con un par de rápidas aspiraciones, trataba de recuperar el ritmo y, manteniendo un precario equilibrio, esperaba que yo siguiera marcando la pauta; no nos mirábamos, veíamos ni tocábamos, a pesar de ello, sólo su inexperiencia y su falta de reflexión podían explicar y disculpar la ceguera con que ella permitía que nos adentráramos por un terreno emocional tan peligroso, hubiera debido saber que estábamos haciendo algo prohibido y que la inductora era ella; y es que la mutua percepción, privada del tacto y de la vista, se sirve necesariamente de métodos más instintivos y arcaicos, digamos, más animales, y el calor del otro, el olor, su misteriosa emanación y su ritmo revelan mucho más que una mirada, un beso o un abrazo, al igual que en el amor las posturas y técnicas del contacto corporal nunca son el fin sino el medio de una interiorización, fin que se esconde en estratos más profundos, tras velos más tupidos y sólo se puede comprender y descifrar, si acaso, con la experiencia de una felicidad frustrada y la total renuncia a todo objetivo.
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