Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Por cierto que también el parque que se extendía entre los airosos chalets blancos y el mar hubiera podido tener un nombre altisonante: anchos paseos de coches se entrecruzaban formando rotondas, caprichosos senderos recorrían el verde césped, y aún quedaba espacio para que los abetos se alzaran en majestuosa soledad y los abedules de blanco tronco se agruparan en bosquecillos diseminados como al azar; formaba parte del parque el paseo de la costa que, al amparo del alto muro de piedra adornado con esbeltas ánforas de mármol, discurría junto al mar en línea recta y, en cierto modo, también pertenecía al parque un corto tramo de dique que prolongaba el paseo, pero se distinguía de éste en que su áspera superficie no estaba cubierta de piedra triturada sino de gravilla, para mayor comodidad del paseante, gravilla en la que yo hundía los pies hasta el tobillo, aunque en vano se había tratado de domesticar aquella pequeña porción de dique con estos finos guijarros que rechinaban gratamente, para convertirlo en paseo, porque su adusto perfil, erguido entre el mar y el páramo, recordaba las terribles circunstancias de su formación, la fuerte marea que, hacía varios siglos, lo había levantado en una sola noche, separando el agua del agua y convirtiendo la bella ensenada en pantano; la avenida, por el contrario, sí armonizaba con el parque estéticamente, aunque sólo iba de la puerta trasera del sanatorio a la estación, de allí no pasaba, y sólo cabía dar media vuelta, y es que lo uno era un paseo y lo otro, una vía de salida.

Mis padres nunca fijaban de antemano el itinerario de nuestros paseos; lo determinaba el azar o las escasas opciones del momento, y quizá por ello fuera inútil reflexionar sobre cuál de los dos caminos elegiríamos después de salir del sanatorio, si torceríamos por el paseo del mar, seguiríamos por el dique y, rodeando el hotel, nos acercaríamos a la estación, o nos quedaríamos sentados en los sillones de mimbre del porche, dejando para el paseo el tiempo justo para dar la vuelta corta y prudente en lugar de la larga e imprudente, ya que eso carecía de importancia o sólo la tenía en la medida en que cada tarde de paseo nos permitía divertirnos jugando con las posibilidades, aunque sólo hasta el momento en que el nácar del cielo empezaba a oscurecerse y desde la habitación o desde la terraza podíamos volver a contemplar el anochecer.

Aquella vez, la noche nos sorprendió fuera, a pesar de haber empezado el paseo de la forma habitual. Primero fuimos a la orilla, a tomar el baño de aire apoyados en el muro de piedra, actividad que no duraba más de un cuarto de hora y que consistía en relajar los músculos todo lo posible y, en riguroso silencio y con la boca cerrada, respirar por la nariz, tratando de aprovechar al máximo aquel momento del atardecer en el que, en opinión del doctor Köhler, el aire está saturado de humedad y de agentes naturales que la mucosa nasal percibe como aromas y que están especialmente indicados para limpiar as vías respiratorias y, por consiguiente, estimular la circulación y tranquilizar los nervios; este excelente resultado, insistía infatigablemente el prestigioso doctor, sólo podía alcanzarse si sus distinguidos pacientes seguían fielmente sus indicaciones en lugar de tratarlas a la ligera y con negligencia, es decir, si por comodidad se apoyaban en los árboles o las paredes, por no hablar de quienes se quedaban sentados charlando en el salón del balneario o en la terraza de las termas, y sólo cuando desfallecía la conversación se acordaban de aspirar y espirar con gesto grave, hasta que se les ocurría algo urgente que decir; no, de estas señoras y señores no consideraba necesario hablar el doctor, ellos estaban ya eo ipso en el depósito de cadáveres, por lo que su poltronería era comprensible, pero aquellos que desearan prolongar varios años su vida terrena debían permanecer los tres períodos de cinco minutos en los que debían hacerse los ejercicios de pie, sí, de pie, sin apoyarse en ningún sitio, no se admitían excusas ni pretextos, porque belleza y salud eran términos inseparables; por lo tanto, él se sentiría sinceramente agradecido si le hacían la merced de creer, especialmente las señoras, naturalmente, que no perjudicaba nuestra hermosura sino que, por el contrario, la acentuaba, aunque de un modo más complejo que las fajas y los maquillajes, el que, en aras de la salud, no nos resistiéramos a hacer alguna que otra mueca, lo cual por cierto sólo era necesario durante los primeros cinco minutos, hasta que el aire viciado hubiera salido de los pulmones, algo totalmente imposible en el repugnante aire de la habitación, cargado de perfume y humo de tabaco, ya que allí aspirábamos la misma inmundicia que antes habíamos espirado, había que situarse frente al mar, señores míos, aunque nos mire la gente; y es que se trata de nuestra salud, no hay que avergonzarse, respirar por la nariz, pero sin hinchar el pecho como los católicos, tan orgullosos de su humildad, sino hacer entrar el aire hasta el vientre, porque, al fin y al cabo, somos protestantes y bien podemos llenarnos no ya la cabeza sino el vientre de aire, cada cosa en su momento y lugar, y nada más fácil que mantener los sesos en la sesera y el aire en la barriga, naturalmente, siempre y cuando no nos hayamos apretado el corsé más de la cuenta, eh, señoras mías, el aire abajo, contar hasta diez y entonces abrir la boca, sacar la lengua, apuntando en línea recta al mundo y soltar el aire lentamente, contando otra vez hasta diez, mientras sale de nosotros la pestilencia que tenemos dentro, sí, todos y cada uno de nosotros, y que es no ya innecesario sino una verdadera ordinariez retener.

Se puso el sol, pero aún faltaba mucho para el anochecer, quedó en el horizonte un rojo resplandor mientras, poco a poco, el cielo se tornaba gris, sólo el mar se había oscurecido de pronto, aunque refulgía en su superficie la espuma de las olas que traía la marea; del agua se elevaba una bruma que, lentamente, envolvía el parque, las gaviotas volaban cada vez a mayor altura, y entonces me pareció que nuestra respiración -que yo percibía mezclada con el lento rechinar de los pasos de los que paseaban por detrás de nosotros, el grito de las gaviotas y el ritmo trítono del agua que siseaba, rugía y retumbaba y al que, según advertí, trataba de acompasarse mi propia respiración-, reflejaba una dulce quietud, una quietud en la que todas las emociones se sosegaban y los pensamientos apenas llegaban a aflorar y volvían al fondo antes de perfilarse; y si el rechinar de los pasos, una risa ahogada, el grito de las gaviotas, su repentino silencio, o cualquier sensación física, un soplo de aire frío, un temblor de la rodilla, un picor, una turbación del espíritu, una pasajera e indefinible ansiedad, una oleada de euforia o una crispación de nostalgia volvía a arañar la superficie, si pugnaba por asomar a nuestros labios algo que podía ser objeto de una reflexión o acaso de una acción, la serenidad del momento lo reprimía, lo dejaba en suspenso, porque entonces prevalecía el recogimiento y no cabía mayor dicha que la realización del no devenir, la pausa, el intervalo.

Naturalmente, ignoro el efecto que esos momentos de quietud tenían en otras personas, en mi padre o en mi madre, a mí me deparaban experiencias más profundas que las propias de mi edad; curiosamente, yo intuía que el intervalo, la interrupción, la transición tendrían en mi vida sus buenos y sus malos efectos, y ello me asustaba, ya que creía preferible parecerse a los que estaban a un lado u otro de esa tierra fronteriza y podrían sin duda asentar el pie en terreno más firme.

Ya entonces intuía yo el atormentado futuro que me esperaba, aunque ignoraba si esta premonición se debía a que, por seguir fielmente las indicaciones del doctor Köhler, había alcanzado el estado que se perseguía con la aeroterapia o, por el contrario, podía comprender los ejercicios del viejo Köhler porque estaba predestinado a esta vida contemplativa, que es lo más probable, aunque mi sentido del deber pudo haber acentuado esta predisposición, porque, ya antes de ir de vacaciones a Heiligendamm, mi puntualidad y aplicación no nacían de mi diligencia y laboriosidad, sino del deseo de ocultar al mundo una propensión al ensueño voluptuoso que era producto de una placentera indolencia; ni mi expresión ni mis movimientos debían delatar dónde me encontraba, y donde no deseaba que se me molestara, y, tras la cortina de humo del deber cumplido, defendía mis sueños, que eran lo que realmente me interesaba.

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