Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Yo nací para la doble vida, más exactamente, las dos mitades de mi vida no encajaban entre sí, o, más exactamente todavía, aunque mi vida aparente era pareja inseparable de mi vida secreta, yo sentía una disociación entre ellas, las separaba la sima del pecado, difícil de salvar, porque mi autodisciplina cara al exterior tenía como consecuencia la pasividad del hastío, y para salir de ella recurría a fantasías cada vez más delirantes; por supuesto, ello no sólo hacía que aumentara la distancia entre mis dos mitades, sino también que cada una se aislara más en su propio campo, y fuera menos lo que desde un lado podía recuperar del otro lado; el organismo padecía, no podía asumir esa pérdida, yo deseaba ser como los demás, que no mostraban señales de tensión reprimida; trataba de leer el pensamiento en la cara de las personas y de identificarme con ellas, pero ese mimético afán de compenetración, esa búsqueda del otro también me causaban accesos de melancolía porque quedaban frustrados, yo seguía siendo el mismo, sólo podía mostrarme diferente, porque tan imposible me era cambiar de naturaleza como armonizar mis dos mitades y o bien descubrir mi vida secreta, o renunciar a todas mis fantasías e instintos y ser como la llamada gente sana.

Yo no podía sino considerar mis casi incontenibles inclinaciones como una enfermedad, una extraña maldición o una desviación pecaminosa, si bien en mis horas más serenas no me parecían peores que un resfriado de otoño, que se cura con tisanas calientes, compresas frías, tabletas amargas contra la fiebre y compotas de frutas endulzadas con miel, a pesar de que tampoco en tales momentos me sentía menos perdido, y, sin embargo, y así lo intuía yo en los breves respiros que me daba la fiebre, en cuanto pudiera levantarme y acercarme a la ventana, al fin me sentiría ligero, fresco, inocente y también un poco defraudado; en vano las ramas de los árboles tendían hacia mí los brazos de sus ramas, en vano trataban de asirme con las suaves manos de sus hojas si yo tenía que reconocer que en realidad nada había cambiado en la calle, que mi enfermedad a nadie inquietaba y nada perturbaba, y que en mi habitación no sonaban pasos de gigante; todo estaba como debía estar, si acaso, todo resultaba más grato y familiar, porque los objetos ya no despertaban desagradables recuerdos de hechos lejanos, cada cosa estaba en su sitio, bien colocada y firme, casi indiferente; una clarificación como ésta ansiaba yo, pero para mis confusos y vergonzosos delirios hubiera tenido que buscar la medicina yo mismo.

Aquel día, una vez terminada nuestra habitual sesión de aeroterapia, tomamos el camino de la estación, y en ello no vieron nada insólito mis ojos, que, por lo anodino de nuestra existencia, estaban vírgenes de sensaciones y eran sensibles a cualquier novedad; mi padre, después de terminar el ejercicio resoplando un poco más aprisa de lo prescrito, satisfecho, apoyó su macizo cuerpo en la baranda de piedra y, con jocosa complacencia y el gesto del que ha superado una dura prueba, miró a mi madre, él quería mirar al mar, pero no pudo resistir la tentación de volverse hacia ella, sin duda, no había en ello nada extraordinario, ya que lo hacía siempre; y es que el mar, que a mi madre le parecía «maravilloso», lo mismo que la naturaleza toda, a él le aburría tanto como aquel circo de la aeroterapia, el mar no tenía nada, «por favor, si sólo es mucha agua y nada más», comentaba, pero, si aparecía un barco en el horizonte, le faltaba tiempo para buscar una relación entre el increíblemente lento movimiento de la nave y un punto de la costa «aparentemente seguro» y medir las variaciones del ángulo formado por el punto de partida y la distancia; «doce grados oeste», exclamaba inopinadamente, y a veces se refería también al movimiento de las personas utilizando términos de navegación, aunque nunca pretendía que los demás siguieran el curso de sus pensamientos, «los pensamientos son, en su mayor parte, un derivado de simples funciones orgánicas -decía-, porque el cerebro, lo mismo que el estómago, siempre necesita materia que digerir, y la boca, y no vamos a recriminárselo, no hace sino escupir porciones de esa materia mal digerida»; por otra parte, cuando no se dejaba llevar por su temperamento, mi padre mostraba una gran tolerancia por la forma en que sus semejantes buscaban el placer, es más, la contemplación de los afanes y las alegrías de la gente era lo que más le divertía. Quizá la atracción que sentía hacia todo lo tosco, ordinario y vulgar se debía a su falta de interés por los fenómenos naturales, quizá en los impulsos más primitivos de la naturaleza humana veía un reflejo de la naturaleza en general, y, por lo tanto, todo lo que era refinado y artístico le parecía que forzosamente disfrazaba su verdadera esencia, le movía a risa y a comentarios cáusticos. «Theodor, eres insoportable», decía entonces mi madre, que se sentía a un tiempo complacida y dolida cuando él denunciaba los rígidos principios a los que ella se aferraba; realmente, en la conducta de mi padre había una inquietante ambigüedad: nunca manifestaba su opinión abiertamente y sin rebozo y, a pesar de que tenía opinión, una opinión muy clara y definida sobre todas las cosas, daba la razón a todo el mundo, con lo que producía una impresión de persona insegura e influenciable; él nunca discutía, no, él respetaba infinitamente todas las opiniones, él sólo reflexionaba y, como si buscara un fundamento para sus aseveraciones, formulaba preguntas en condicional, titubeando, dando vueltas y mostrándose tan torpe que sus conocidos lo encontraban francamente encantador, a lo que contribuía su corpulencia. «Amigo Thoenissen, usted me perdonará, pero con ese tórax y esos muslos no tiene usted más remedio que ser un demócrata», solía decir el consejero privado Frick o, en palabras de la siempre impaciente fräulein Wohlgast: «ya está otra vez el bueno de Thoenissen tratando de darnos gato por liebre», y mi padre, que contaba con esta reacción que le halagaba, seguía perorando hasta demoler todo el edificio de la opinión ajena poco a poco, como si cayera por su propio peso, sin ofender a nadie, aunque no siempre era tan circunspecto, a veces reaccionaba con una explosión de entusiasmo y admiración, como hizo con la historia de mi fantasma, y soltaba una avalancha de palabras vehementes y fervorosas que, por ello, no carecían de cierta infantil fascinación: dramatizaba, magnificaba y adornaba cada detalle tan exageradamente que la aseveración, hinchada por una imaginaron desenfrenada, rompía su marco original y se convertía en una enormidad disociada de toda realidad que en ningún sitio tenía cabida: él perseveraba en este juego implacable, machacaba y porfiaba con ahínco desgastando la trama original hasta que ésta se deshacía revelando su endeblez; por cierto, esos vuelos de la fantasía, amenos aunque de dudosa ética, no solían impresionar a mi madre; yo creo que ella ni vislumbraba la diversidad de posibilidades latentes en las palabras más allá de las simples fórmulas de cortesía o las expresiones utilizadas en las transacciones de la vida cotidiana, con lo que no preetendo dar a entender que mi madre fuera tonta o corta, aunque por desgracia tampoco puedo decir lo contrario, porque ya fuera a causa de su puritana educación o, quizá, de su carácter remilgado y reservado, no había podido desarrollar su capacidad intelectual ni su sensibilidad psíquica y física, todo en ella daba la triste impresión de estar incompleto, hasta su propia vida, y por eso yo hubiera preferido que mi padre no hubiera puesto en su sepultura aquel ángel femenino que se oprime el pecho en señal de contrición, sino algo asexuado y más digno, porque mi madre no poseía una feminidad angélica y, si se quería recurrir a un símbolo, hubiera sido mucho más acertado una columna de mármol negro en sobrio zócalo, estriada con exquisita precisión y partida por la mitad, mostrando el contraste entre la rugosa piedra original y su pulida y trabajada superficie, eso pensaba yo cada vez que iba al cementerio.

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