Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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El cielo estaba sereno, un vasto azul, lejano y vacío.

Detrás del bosque, por entre las copas de los árboles, brillaba débilmente el sol, pero el aire era ácido y frío, los cuervos graznaban, las urracas parloteaban en la tarde quieta y se adivinaba que, en cuanto se pusiera el sol, se haría un silencio helado.

Lentamente íbamos acercándonos.

En su largo abrigo azul marino brillaban botones dorados, como de costumbre, llevaba la cartera de fino cuero negro a la espalda, colgada de un hombro con negligencia, torciendo un poco su largo cuello y ladeando el cuerpo, pero andaba con paso elegante y despreocupado y la cabeza erguida, alerta.

La distancia entre nosotros era larga; desde el momento en que lo descubrí entre los arbustos tuve que esforzarme por sosegar y controlar mis más secretas y contradictorias emociones; «Kristian» me hubiera gustado gritar en el primer momento de sorpresa, si más no, porque su nombre, que al principio de nuestra amistad no me atrevía a pronunciar en voz alta y sólo lo repetía para mis adentros, me parecía el compendio de la exquisitez que respiraba toda su persona; hasta su nombre ejercía sobre mí aquel irresistible atractivo al que no me atrevía a abandonarme; decir en voz alta su nombre hubiera sido como tocar su cuerpo desnudo, por eso prefería mantenerme apartado de él, siempre esperaba a que se marchara camino de su casa con los otros, para no tomar la misma dirección, y hasta en clase procuraba no acercarme, rehuyendo la posibilidad de tener que hablarle o de chocar con su cuerpo en una pelea fortuita; pero lo observaba constantemente, le seguía como una sombra, imitaba sus gestos delante del espejo, y me producía una dolorosa voluptuosidad el pensar que, mientras yo lo observaba e imitaba en secreto y trataba de descubrir en mí rasgos y propiedades comunes, él nada sabía, no advertía que yo estaba siempre con él y él conmigo, que ni me miraba, que yo no significaba para él más que un objeto cualquiera que no le era de utilidad alguna, algo totalmente superfluo e insignificante.

Por supuesto, la prudencia me aconsejaba no darme por enterado de mis apasionados sentimientos, era como si en mí habitaran dos seres completamente independientes, como si los goces y tormentos que él me causaba con su simple existencia fueran sólo un juego que no merecía la menor atención, porque yo odiaba y despreciaba a una parte de mi Yo tanto como la otra le admiraba y quería a él; y puesto que me esforzaba en no manifestar ni el odio ni el amor, yo era el que daba la impresión de que él me era completamente indiferente; mi amor era muy encendido y apasionado como para que yo pudiera admitirlo, ello hubiera supuesto una entrega total, pero mi odio me arrastraba a unas fantasías tan denigrantes que me asustaba la sola idea de poder realizarlas, y por eso era yo el que se mostraba inaccesible e insensible incluso a sus miradas casuales.

– Quiero pedirte una cosa -me dijo, llamándome por mi nombre con la mayor naturalidad cuando nos paramos a menos de un metro de distancia-, te estaría muy agradecido si me hicieras ese favor.

Sentí que la sangre me subía a la cara.

Y él no dejaría de notarlo.

Como aquella simpática desenvoltura con que él había pronunciado mi nombre -yo sabía, por supuesto, que ello se debía a su excelente educación- me había devastado, ahora me parecía tener no sólo las piernas muy cortas, sino también la cabeza muy grande, yo no era más que un cabezón que flotaba cerca del suelo, un gusano infecto; y en mi azoramiento se me escapó la única palabra que no deseaba decir, «Kristian», en voz alta, y con un acento cauteloso y casi temeroso, desacorde con aquella firme determinación con que él se había obligado a sí mismo a esperarme y pedirme algo, por lo que alzó las cejas como el que cree no haber oído bien y se volvió hacia mí en actitud solícita, «¿decías?, ¿deseas algo?», preguntó, pero yo, el yo que hallaba un inesperado placer en mi turbación, se mostró más dulce y afable todavía, «no, no, nada -dije con calma-, sólo he dicho tu nombre, ¿está prohibido?».

Sus gruesos labios se abrieron, sus pestañas se agitaron, la dorada piel de su cara pareció oscurecerse por la excitación contenida, sus negras pupilas se contrajeron haciendo que el iris verde pálido se agrandara; creo que ni siquiera era la forma de su cara -la frente ancha y pronta a fruncirse, las mejillas delgadas, el mentón hendido y la nariz desproporcionadamente pequeña y afilada, quizá no desarrollada todavía- lo que más profunda y dolorosamente conmovía mi sentido de la belleza, sino el colorido: en el verde de sus ojos, que destacaba del exótico moreno de su piel, había romanticismo y altivez, mientras que el rojo de sus labios agrietados y el negro de su rizada y rebelde melena le daban un aire un poco tenebroso; pero su mirada, franca y transparente como la de un animal, nos devolvió a aquellos primeros momentos de confianza, en los que, sumidos en nuestras miradas llenas de aparente hostilidad y amor oculto, comprendimos claramente que nuestra mutua atracción no obedecía sino a una inmensa curiosidad, y que esta curiosidad no era más que el reflejo de algo que nos unía y ataba, y que era más profundo que cualquier pasión peligrosa a la que se pudiera dar nombre, porque estaba condenado a no encontrar objeto ni satisfacción; precisamente la simultánea contracción de pupilas y dilatación del iris de nuestros ojos delataban claramente y sin paliativos que aquellos sentimientos de confianza y afinidad eran un piadoso engaño y que éramos dos seres totalmente distintos e incompatibles.

Era como si no estuviera mirando unos ojos, sino dos terribles bolas mágicas de cristal.

Desde luego, sólo pudimos seguir mirándonos poco tiempo, aunque no nos rehuíamos, no desviamos la mirada, pero su expresión cambió, sus ojos perdieron su diáfana sinceridad, se velaron de cálculo y reflexión y se pusieron a cubierto.

– Tengo que pedirte una cosa -dijo en voz baja y áspera y, para que no volviera a interrumpirle, se acercó y me agarró rudamente del brazo, y es que no me delates al director y, si me has delatado, que retires la acusación.

Se mordía los labios continuamente, me estrujaba el brazo y parpadeaba, su voz perdió firmeza y suavidad, escupía las palabras como si quisiera evitar que le rozaran los labios, tenía que pronunciar esas palabras odiosas, librarse de ellas, porque quería demostrarse a sí mismo que había hecho todo lo posible, aun a sabiendas de que su petición sería inútil porque yo nunca me avendría a atenderla; no creo, pues, que sintiera curiosidad por mi respuesta, aparte de que no estaba claro cómo imaginaba él que podría yo retirar la acusación; creo que sabía de antemano que pisaba terreno poco firme; me miraba, pero no parecía verme -al parecer, había tenido que concentrar todos sus sentidos en adoptar aquel tono de humildad-, y también es probable que no viera realmente mi cara porque a sus ojos yo no era más que una mancha que se diluye en la bruma.

Yo nunca me había sentido tan seguro de mí y saboreaba aquella sensación de superioridad.

Se me hacía una petición y sólo de mí dependía concederla o denegarla; había llegado el momento de demostrar mi importancia, podía tranquilizarle o destrozarle a mi antojo y, con una sola palabra, resarcirme de todas sus secretas ofensas, ofensas que en realidad no me había infligido él sino yo mismo, con mi obsesión; de la humillación que él me había hecho sentir, con toda inocencia, por el mero hecho de respirar, de vivir, de tener buena ropa, de jugar con otros, de hablar con otros, mientras, al parecer, conmigo no podía ni quería entablar relación, una relación que yo ansiaba y que ni yo mismo sabía qué forma hubiera podido tener; y ahora, a pesar de que yo no le llegaba más que al hombro, podía mirarle de arriba abajo; su mortificada sonrisa me resultaba repulsiva; mi cuerpo no sólo recuperó sus proporciones naturales sino que se sintió imbuido de aquella eufórica seguridad en la que uno olvida toda autodefensa y, encogiéndose de hombros, acepta todos los sentimientos, aun los más contradictorios, con el resultado de que hasta las formas y los convencionalismos pierden su importancia; ya no me interesaba el aspecto que yo pudiera tener, ya no quería gustar; aún sentía, sí, el sudor frío en la espalda y la humedad que penetraba en mis zapatos agujereados, el áspero roce del viejo pantalón en los muslos, el ardor de las orejas, mi pequeñez y mi fealdad, pero no había en ello nada ofensivo ni humillante, a pesar de mi inferioridad física, me sentía libre y fuerte; sabía que le quería y que, hiciera él lo que hiciera, nunca dejaría de quererle, estaba en sus manos y no sabía por qué tenía yo que castigarlo ni qué tenía que perdonarle, aunque poca diferencia había entre lo uno y lo otro; a pesar de que ahora no me parecía tan guapo y atractivo como cuando lo imaginaba, o cuando surgía ante mí inesperadamente y yo me sentía encantado de verle; su piel morena amarilleaba ahora al palidecer, el aliento le olía a ajo y me repugnaba, pero en su sonrisa había una sumisión crispada y exagerada que delataba lo mucho que tenía que violentarse para no mostrar su verdadero enojo, pero lo disimulaba orgullosamente, exhibiendo en su lugar una falsa sumisión con la que pretendía halagarme y engañarme.

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