Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Como si no hubiera poder capaz de atravesar el blindaje de los convencionalismos, no estalló el escándalo, nadie se puso a gritar ni a repartir bastonazos, a pesar de que, dada la propensión al histerismo de la naturaleza humana, parecía lo más plausible; como si la pregunta de mi padre no hubiera sido formulada, o como si fuera perfectamente natural, a pesar de que todos debían de saber que él no tenía ni podía tener con fräulein Wohlgast una relación que justificara la pregunta y, mucho menos, el tuteo, ¿o sí? ¿Se revelaba aquí un lance turbio y escabroso? ¿No afectaría aquello únicamente a dos personas sino a tres, o a cuatro, contando a mi madre? ¡No, y no! Nadie pareció advertir nada, cada cual terminó su frase sin atascarse y empezó la siguiente con diligencia, para que las reglas del juego de la buena sociedad que habían sido atacadas permanecieran incólumes ante cualquier elemento perturbador; incluso yo pude observar en mí mismo el efecto de las rígidas leyes de las buenas maneras: a pesar de que estaba a punto de desmayarme de la impresión y tenía la sensación de que el escándalo era inevitable, que el abismo ya se había abierto y la caída no era una amenaza sino un hecho, y de buena gana hubiera cerrado los ojos y me hubiera tapado los oídos, guardé la compostura, porque la buena educación así lo exigía; mi madre estuvo francamente admirable: cuando Frick se inclinó con galantería a besarle la mano, fue capaz de decir con naturalidad: «¡nos alegramos de tenerle aquí por fin, Peter! ¡De no haberle retenido importantes asuntos de Estado, no le hubiéramos perdonado que nos privara de su compañía!», pero ya no había salvación, porque cuando Frick se volvió hacia mi padre, mientras respondía con afable autocomplacencia: «procuraré compensarles por mi tardanza» y le tendía la mano -nada de abrazos esta vez, por supuesto-, mi padre exclamó con voz aún más potente: «¡asuntos de Estado, no me hagas reír! -estrechando con fuerza la mano del consejero mientras le miraba a los ojos con expresión impenetrable y, bajando bruscamente la voz, susurraba-: digamos mejor delitos comunes, mi querido herr Frick, ¿no es verdad? Y que no hubieran sido tan fáciles de descubrir si el atentado hubiera estado mejor organizado.»

– Siempre tan bromista -dijo Frick con una sonrisa divertida, como si acabara de oír un buen chiste, y, una vez más, se había evitado el desastre. Los circunstantes, esforzándose ya abiertamente en ayudar, se pusieron a hablar en voz más alta, para prevenir nuevas acometidas de mi padre, y se hizo una algarabía de voces nerviosas hasta que una dama de edad a la que todos respetaban y que, por haber capeado muchos temporales como aquél, había desarrollado la habilidad necesaria para salvar lo salvable, se colgó del brazo de Frick y declarando «me lo llevo» puso fin a la escena, mientras el resto, con sus comentarios, trataban de disimular el momentáneo desconcierto de una situación que ya empezaba a resolverse; ¡qué escándalo!, ¡pero qué escándalo!, debían de pensar para sus adentros; entonces mi madre se colgó a su vez del brazo de mi padre, como si tratara de retenerlo, lo que parecía necesario porque él daba la impresión de que estaba decidido a llegar a las manos o ponerse a gritar. «Perdonen este rapto, pero el duque le aguarda», dijo la anciana alzando su voz fina y afable, mientras los presentes empezaban a andar en dirección al blanco edificio de la estación haciendo rechinar la grava; solos, prácticamente abandonados, quedamos nosotros dos: fräulein Wohlgast que, irritada por la escena anterior, aún no acertaba a aprovecharse del cambio salvador, y yo, de quien nadie se preocupaba.

– Está bien, vamonos ya de una vez -farfulló mi padre moviéndose en sentido opuesto y casi tropezando con la blanca figura de la fräulein que, al verse delante de mi madre, creyó encontrar en su confusa cabeza una explicación plausible: «¡No se lo van a creer! Después del desayuno me han entrado unas ganas locas de dar un largo paseo, y cuando he querido recordar ya estaba en Bad Dobedan y a que no adivinan a quién he encontrado allí», dijo en un tono coloquial que, en las circunstancias, sonaba como una lastimosa parodia. «¡Señorita, se ha comportado usted de un modo escandaloso!», fue la augusta respuesta de mi madre, que la miró altivamente a los ojos y, arrastrada por el ímpetu de mi padre, casi arrolló a la joven. Yo corrí tras ellos, cruzamos la vía en silencio y, casi a paso de carga, regresamos al balneario dando un gran rodeo por el bosque de hayas y el páramo y no llegamos hasta después de anochecer. ¡Qué horrible noche nos esperaba!

Yo desperté porque en la puerta vidriera de la terraza, detrás de la cortina transparente, había alguien, ¿o era sólo una sombra?, ¿un fantasma quizá?; temiendo que hasta un parpadeo pudiera delatarme, no me atrevía ni a volver a cerrar los ojos, aunque mejor hubiera sido no ver ni oír nada de lo que ocurrió después. Recordé la escena de la tarde y sentí otra vez la angustia; ¡la cortina se movía! La figura entró, cruzó rápidamente la habitación, era una noche oscura, sin lana, los pasos sonaban en el suelo desnudo y se ahogaban en la alfombra, entonces, por fin, vi que era mi madre; fue hasta la puerta del corredor, puso la mano en el picaporte y seguramente lo hizo girar porque sonó un chasquido en la quietud de la noche, apenas turbada por el susurro de las olas, acompasado y perezoso; no había viento que hiciera murmurar los abetos; indecisa, volvió sobre sus pasos, taconeando gemente con sus chinelas, como si supiera bien adonde iba y por qué; se había puesto encima del camisón una bata que le arrastraba un poco y la gruesa seda crujía al rozar el suelo; al llegar a la vidriera, se quedó quieta unos instantes, yo quería decir algo, pero tenía la sensación de que no me saldría la voz, me parecía soñar, pero no cabía duda de que estaba bien despierto; ella, como acechando, apartó la cortina, pero no salió sino que rápidamente dio media vuelta, sus pasos volvieron a sonar en la habitación y a detenerse frente a la puerta del corredor; oprimió el picaporte con fuerza, el ruido fue inconfundible, pero la puerta no se abrió, hizo girar la llave y la puerta cedió, pero ella no salió sino que volvió hacia la terraza, dejando la puerta entreabierta; pareció que la corriente de aire movía la cortina en la oscuridad; yo me senté en la cama.

– ¡Qué ha pasado! -pregunté en voz baja, quizá demasiado baja, porque el asombro que había sucedido al miedo me ponía un nudo en la garganta; pero ella, sin darse por enterada de mi pregunta, que quizá ni oyó, salió a la terraza, dio unos pasos y retrocedió, como si la asustara el repique de las chinelas en las losas-. ¿Qué ha pasado? -insistí, con voz más fuerte, mientras ella iba otra vez hacia la puerta del corredor, la abría y volvía a retroceder; incapaz de seguir en la cama, me levanté para tratar de ayudarla.

Nuestros cuerpos, que se movían en direcciones opuestas, chocaron en el centro de la habitación.

– ¿Qué ha pasado?

– ¡Lo sabía, hace cinco años que lo sé!

– ¿Qué sabías?

– ¡Lo sabía, hace cinco años que lo sé!

Estábamos abrazados.

Tenía el cuerpo agarrotado y, aunque durante un momento, me apretó contra sí y yo traté de estrecharla con fuerza, comprendía que aquel abrazo en nada podía ayudarla, mi buena voluntad era vana, yo sentía su cuerpo pero ella no parecía sentir el mío, para ella no er más que un mueble, una mesa o un sillón al que agarrarse para nc perder el equilibrio, antes de llevar a cabo su decisión dictada por puro delirio; a pesar de todo, yo no quería soltarla, apretaba mi cuerpo contra el suyo, como si supiera de qué terrible impulso debía tenerla; me era indiferente cuál fuera el impulso, porque yo no podía sospechar lo que se avecinaba; mi instinto me ordenaba retenerla fuera lo que fuera lo que ella se propusiera hacer, y como si mi tenaz esfuerzo hubiera surtido efecto, como si por fin reconociera en mí su hijo, como si descubriera que era algo suyo, se inclinó y me besó con fuerza, casi me mordió, en el cuello, pero entonces, como si ese beso y mi angustia le infundieran valor para dar el siguiente paso, arrancó mis brazos de sus caderas, me empujó hacia un lado, gritó «¡Desgraciado!» con desesperación y volvió a salir a la terraza.

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