Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Ya que tenía, pues, que verla todos los días, por lo menos hubiera podido ser bonita, eso deseaba yo, porque su hermosura dejaría en mí su estela cuando ella se fuera y yo no tendría que avergonzarme de mis sentimientos; yo creía que su belleza hubiera podido redimirme, pero siempre tendría que sufrir la misma tortura, la misma dolorosa sed de belleza, diría hoy, con una viva mortificación que debía ocultar a todos, lo mismo que mi amor por Kristian, aunque por otras razones, y me sentía humillado; humillado, sí, porque sus ágiles movimientos, su extraña sonrisa, su tristeza arisca, su risa maliciosa, la luz de sus ojos verdes, la vibración nerviosa de sus músculos, todo ello me lo hacía familiar, yo lo asumía, lo integraba en mi cuerpo, por eso en las situaciones más inesperadas podía manifestarse en mí, era casi como si él ocupase mi lugar y yo me hubiera convertido en él; por eso, con uno solo de sus gestos imaginarios, con su sonrisa y con sus miradas podía destrozar todo lo que era importante para mí o podía ayudarme en dificultades que yo solo quizá no hubiera podido vencer, su presencia tenía una doble cara, una cara amable y una cara hosca, pero, en cualquier caso, imprevisible; no me dejaba solo, era mi muleta, o mi ideal oculto, era como si yo no existiera más que como su sombra; también ahora estaba presente en espíritu, aparecía y desaparecía, se encogía de hombros, sonreía o fingía indiferencia, pero se mantenía al acecho; así pues, esa muchacha podía hechizarme y su sola presencia, barrer mis dudas estúpidas, pero no era yo su único observador; no era capaz de juzgarla fiándome sólo de mis sentimientos, influido como estaba por un sentido crítico que, en cuestión de belleza, yo consideraba más competente, porqué, ¿qué opinión podía ser más válida que la de él?

Durante aquel tiempo, yo la observaba, ¿y quién si no iba a observarla?, la esperaba, me alegraba cuando la veía aparecer, y desde entonces nunca he encontrado en un rostro ni en un cuerpo algo que me impresionara más, o, para decirlo con más exactitud, es como si desde entonces, en cada una de las personas del sexo femenino que me gustan, buscara aquello que recibía de ella, precisamente porque ella nada me daba, con lo que me hacía dolorosamente consciente de una carencia y era esta carencia lo que, aun sin saberlo, yo siempre estaba tratando de llenar; pero si, a pesar de que ella poseía una belleza indiscutible, hoy lo sé por fin, porque su perfección se me manifestaba día tras día, aunque sólo durante un instante, a mí y sólo a mí, ¿y qué es la belleza sino revelación involuntaria de lo que nosotros mismos ignoramos poseer?, y yo, por extraño que pueda parecer, no podía llamarla hermosa, era porque contra todas las apariencias nunca estuve a solas con ella, ni un momento, siempre había alguien conmigo, detrás de los arbustos y yo notaba cómo esos otros me sujetaban los brazos para no dejar que la abrazara y cómo hacían que se me pusiera la piel de gallina para que no reconociera mis sentimientos; quizá hacían bien, me digo hoy con suficiencia, porque ese dolor nos enseña lo que nos está permitido y lo que nos está vedado; y no era él el único que hablaba contra ella -absurdamente, yo creía experimentar también los celos que hubiera podido sentir a causa de Livia aquel Kristian que yo imaginaba llevar dentro de mí-, sino que, por extraño que pueda parecer, éramos varios los que la observábamos desde mi persona, no únicamente yo, que tanto deseaba amarla, sino también todos los otros chicos, aunque entonces yo no era consciente de ello, y todos me mortificaban observando a esa muchacha, y lo peor no era que no la encontraran bonita sino que ni siquiera la encontraban fea, porque, aparte de mí, creo que nadie se había fijado en ella.

Y que yo fuera el primero y el único forzosamente tenía que impresionarla.

Yo estaba seguro de que ella se sabía fea y se avergonzaba; su aire, su piel, la pulcritud de su ropa, su discreción y su modestia así lo daban a entender; pero no se amilanaba, al contrario, quizá hacía su encanto el que, con gran seriedad y ciertamente no sin valentía, me diera a entender que, aun siendo la más fea, no se privaba de venir a pasear por delante de mí, y aquí podemos agregar que su desvalimiento estaba acentuado casi hasta el absurdo por el consabido orgullo del pobre, y yo no podía menos que sentir una estremecida y morbosa curiosidad al pensar en el sótano en el que vivía.

Era delgada, menuda, mantenía casi siempre la cabeza baja, y sus grandes ojos castaños solían mirar de abajo arriba, quietos y penetrantes; tenía el pelo castaño y lo llevaba muy corto y sujeto por dos pasadores, dos mariposas blancas, que le dejaban la frente al descubierto, dándole un aire infantil y desangelado que a mí me gustaba, porque encontraba bonita su frente abombada y me conmovía la tierna atención que le dedicaban los suyos para que estuviera siempre impecable, lo cual debía de parecerles muy importante; una vez vi cómo su padre, delgado, rubio, con bigotito, que se ondulaba el pelo y que, además de bedel de la escuela, era sacristán de la iglesia cercana, sentado en su garita de la portería, la atraía hacia sí y le limpiaba la frente con el pañuelo humedecido con saliva; la madre, según me habían dicho, era gitana, y más de una vez la había visto subir del oscuro sótano en el que vivía la familia, cargada de ollas y capazos con las sobras de la cocina de la escuela que repartía entre el vecindario, después de alimentar con ellas a los suyos; aquella mujer tenía la piel tersa, satinada, de un moreno luminoso que el verano oscurecía ligeramente y por eso era más bella con la palidez del invierno.

Ya se fundía la nieve cuando llegó aquel día extraordinario en todos los sentidos en que empezó lo nuestro; había sido un invierno muy crudo y el deshielo era muy lento, lo que el sol fundía durante el día volvía a helarlo el frío de la noche, pero, poco a poco, se acercaba la primavera; desaparecieron primero los almohadones de nieve de los tejados y las blancas cofias de las chimeneas, después, los grumos acumulados en las ramas que el viento había convertido en cristal, por la noche se formaban largos carámbanos en los aleros que de día goteaban y el agua abría surcos en la nieve del suelo alrededor de las casas; podías romper los carámbanos con la mano y chuparlos, estaba bueno el hielo, las hojas podridas y la herrumbre de los canales le daban un sabor especial que a los niños nos encantaba, aún se formaba una fina lámina de hielo por la noche, y era muy agradable sentirla crujir bajo los pies y dejar marcadas las huellas de nuestros pasos; pero, unos días de bonanza, y todo se animaba, goteaba, crujía, se resquebrajaba, susurraba, rezumaba, crepitaba y los pájaros empezaban a cantar; era un día tibio y lleno de sonidos, con un cielo perfectamente azul, durante el largo recreo de la mañana, bajamos todos al gimnasio, formados por clases y nos quedamos firmes, en silencio y con la mirada al frente, sin movernos ni volver la cabeza, pero, aunque nos intimidaba aquella ostentación de duelo, en el tenso silencio, mirábamos a hurtadillas el cielo azul a través de las altas ventanas; en el gimnasio había un escenario, y todo el profesorado se había alineado, inmóvil como nosotros, delante del telón granate.

Era la hora del funeral de Stalin, la hora en que su cadáver embalsamado era trasladado de la gran sala de mármol al mausoleo.

Yo imaginaba aquella sala oscura, inmensa, casi tan grande como un estadio cubierto -sala de mármol, me repetía paladeando las palabras-, pero que no era simplemente una nave grande como pudiera ser el vestíbulo de una estación, sino una sala con un bosque de columnas de mármol y un alto techo artesonado que se perdía en la oscuridad; allí no sonaban pasos, nadie se atrevía a entrar para no romper el silencio, él estaba al fondo, en su catafalco, una especie de estrado o quizá de cama, imaginaba yo, que, más que verse, se adivinaba, porque no entraba por la estrecha puerta luz suficiente para alumbrar aquella inmensidad, sino sólo un ligero resplandor que hacía relucir el suelo y las columnas de aquel mármol de tonos grises y terrosos, surcado de vetas nobles; no había cirios ni lámparas; era tan vivido y plástico el cuadro que yo imaginaba, que aún hoy puedo recordarlo sin esfuerzo y sin sentir la necesidad de matizar de ironía mi recuerdo; yo creía que, a aquella hora, el mundo entero observaba ese mismo silencio, que hasta los animales, al advertir el impresionante mutismo de los hombres, también callaban, sobrecogidos; pero yo no sentía aquella muerte como una extinción, sino como la solemne culminación de una apoteosis que desencadenaba una eclosión de respeto, fervor, nostalgia y amor, sentimientos que no habían tenido ocasión de manifestarse con tanta fuerza hasta ahora, con ocasión de esta muerte sensacional, y la honda impresión que yo sentía no la mitigaba el alegre piar de los gorriones que revoloteaban en el alero, ni el indiferente graznido de los cuervos que llegaba hasta aquí abajo, porque era un silencio de una magnitud inconcebible; yo imaginaba que el mundo entero, hombres y animales, observaban un silencio único y en vano buscaba una unidad de medida apta para tanta quietud; sabíamos que en aquel momento también en el exterior había parado todo, automóviles, tranvías y hasta los trenes, entre estaciones, que la gente había desaparecido y que, si alguien se encontraba casualmente en la calle en el instante en que habían sonado las sirenas, debía quedarse inmóvil y, al igual que los sonidos se amalgaman de manera que, desde cierta distancia, los de toda una ciudad se perciben como un zumbido sordo o un fragor, también este silencio era acumulativo y en aquella oscura sala de mármol se advertía que todo el mundo había enmudecido, a pesar de que él ya no podría oír el silencio, ¿y qué tenía que haberle ocurrido a una persona para no poder percibir ni el silencio?, haber muerto; al llegar a este punto, se nubló la clara visión y se hizo la confusión en mi mente, porque yo sabía que él no estaba muerto simplemente, muerto como cualquiera aue se pudre bajo tierra, sino que el bálsamo lo preservaría y consagraría, y esa operación del embalsamado me parecía siniestra e incomprensible, algo en lo que era mejor no pensar, aunque en vano trataba yo de desviar mis pensamientos de aquel terreno prohibido, aquello me impresionaba más que la muerte, no podía dejar de pensar en aquel embalsamado misterioso al que sólo tenían derecho los grandes entre los grandes, ¿los faraones egipcios, por ejemplo?, y hasta pregunté a mi abuelo que, porque hablaba poco yo creía que sabía mucho, intrigado por qué precisamente él y los faraones, qué relación había entre su grandeza y la grandeza de los faraones, aunque no preguntaba muy tranquilo porque intuía que su respuesta sería mordaz y sarcástica -él hablaba de todo en el mismo tono-, y la respuesta que me dio, efectivamente, lejos de disipar mis escrúpulos morales respecto a la operación, los acrecentó, «¡Es un invento fabuloso! -exclamó con una carcajada repentina y, como siempre que se disponía a hablar, se quitó las gafas-. La operación consiste en lo siguiente, presta atención: todos los órganos internos que se descomponen rápidamente, hígado, pulmones, ríñones, corazón, intestinos, estómago, vesícula biliar y demás, sin olvidar el cerebro, desde luego, en el caso de que el difunto lo tenga, son extraídos limpiamente. Antes se habrán vaciado las venas de toda la sangre que pudieran contener, suponiendo que no se haya cuajado, porque ya se sabe que la sangre es una de esas cosas que enseguida se echan a perder. Cuando ya no quedan partes blandas en el interior (tengo entendido que también se sacan los ojos), es decir, cuando ya tan sólo tenemos piel, carne y huesos, o sea, la carcasa, se trata todo, por dentro y por fuera naturalmente, con un producto químico, no me preguntes cuál porque lo ignoro, luego se rellena y se cose, como hace la abuela con el pollo el domingo, y asunto terminado». Y, como si no se le hubiera ocurrido pensar por qué le hacía yo esta pregunta ni le interesaran mis motivos, terminó su corto monólogo sin suavizar su cruda descripción con una sola palabra: la sonrisa se borró de sus labios y volvió a aparecer en su cara aquel gesto frío e impersonal que ya tenía el día de la muerte, cuando yo buscaba en los armarios una tela negra para adornar de un modo digno el boletín en el tablón de anuncios de la escuela a la mañana siguiente y no encontré más que una camisa de seda de la abuela de la que corté puntillas y tirantes, y el abuelo que me observaba comentó: «Sería más adecuado que pusieras también las bragas, chico» y, con estas palabras, se encerró de nuevo en el mundo de silencio en el que solía vivir, volvió a ponerse las gafas y apartó de mí su mirada despierta y divertida.

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