Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Seguramente, a Kristian le divertía aquella verborrea estúpida y también el desconcierto y la irritación que Prém suscitaba con sus sandeces; le seguía con una atención cariñosa y paternal mientras el otro, utilizando un método insondable, elegía a su víctima, se escurría por el pasillo procurando no llamar la atención o deambulaba por entre los bancos y, de repente, se plantaba delante de un chico, se inclinaba hacia su oído con gesto confidencial y empezaba a balbucear frases incoherentes que tenían la virtud de intrigar a la víctima, hablando sin reparar en el efecto de sus palabras, mientras Kristian observaba a distancia: «Oye, listo, a que no sabes la última. Lo dijeron anoche por la radio y lo han repetido esta mañana. Unos fascistas se han escapado de la jaula, ¡figúrate!» y callaba en seco. «¿De qué jaula?» preguntaba, casi maquinalmente, el incauto. «¡De la tuya, pardillo!», susurraba Prém y se alejaba con la misma discreción con que había llegado; Kálmán Csuzdi, por su parte, entornando los ojos al humo del cigarrillo ruso que le colgaba de los labios, me miraba con desdén, como si yo fuera un objeto extraño y un tanto repulsivo, y también con recelo, decidido a vigilar todos mis movimientos con sus ojos azules, vivos y astutos, rodeados de pestañas rubias en su cara blanca y redonda; tenía las manos en los bolsillos, lo que indicaba que había entrado sólo a fumar y, naturalmente, a charlar con los amigos -yo sabía que el cigarrillo pasaría de mano en mano, siempre los compartían-, a los que parecía querer proteger con su presencia, su mirada vigilante traducía una solidaridad que daba a entender que lo que Kristian acababa de decir lo suscribían todos y cada uno de ellos, y cuando, finalmente, se cerró la puerta con un chasquido, y también Szmodits y Prém se volvieron y Kristian, sin modificar su actitud, me miró a los ojos, yo comprendí que allí iba a ocurrir algo.

La frase había sido pronunciada, y no cabía duda de a quién se refería, no podía ser retirada, la carcajada la había corroborado.

Si Kristian no me hubiera mirado de aquel modo, si no hubiera mantenido aquella actitud insolente, sin duda yo no me hubiera dado por enterado, para no habérmelas con él, hubiera aclarado la esponja al chorro del grifo y hubiera salido del lavabo sin mirarlos; pero la desfachatez de aquella mirada, su provocativa naturalidad eran un desafío al que forzosamente tenía que responder, a pesar de que no era ésta mi intención, mi propia estimación me lo exigía, una propia estimación que, al parecer, había despertado en mí ajena a mi voluntad: «¿Qué has dicho?», pregunté en voz baja, mirándole yo también a los ojos, y el que mi propia voz me sonara tan serena me sorprendo e inquietó, y entonces me oí preguntar, en tono más forzado, más ronco y más plausible: «¿Quién tiene que reventar?»

El no contestó, y el silencio se hizo aún más opresivo, y como si, por fin, yo hubiera demostrado mi superioridad, me acerqué a él sosteniendo su mirada, pero entonces ocurrió algo que hubiera tenido que prever, de no haberme cegado el exceso de confianza del momento: de pronto, se interpuso entre nosotros la cara de Prém con una sonrisa resplandeciente, y mientras yo seguía mirando a los ojos a Kristian, percibía los ojos redondos y los labios húmedos, y su voz, su cuchicheo. «¿Tú sabes cómo es de grande la polla de un caballo, pedazo de espía? ¡Tan grande como la de Csuzdi!», y entonces Kálmán Csuzdi, que se había apartado de la puerta, dijo con voz áspera: «¡Puede que para el almuerzo te den la polla de Prém!», y a pesar de que según la ley no escrita hubieran tenido que reírse para quitar hierro a su actuación conjunta, no se reían.

El silencio era aún más intenso y más profundo, como si cubriera un miedo general que condenaba al fracaso todo intento de hábil mediación y debilitaba su superioridad numérica, lo cual tanto podía favorecerme como perjudicarme; al fin él dejó oír su voz en el silencio, para decir, mientras se abrochaba el pantalón, de cara a la pared: «¿No podríais ser un poco más finos?», lo cual sorprendió a los otros aún más que a mí e hizo el silencio más hosco todavía.

Yo estaba indeciso, cuando noté que tenía la esponja en la mano; la única salida posible era acercarme al grifo y aclarar la esponja, al fin y al cabo, para eso había entrado.

Pero cuando me volví me pareció que no iba a ser tan fácil demostrar que había entrado para eso y nada más; los cuatro me miraban fijamente, sin moverse.

Tenía que salir de allí, poner fin a aquella escena como fuera.

Transcurrió mucho tiempo antes de que mis pies me llevaran ám nuevo a la puerta, la abrí y, antes de que se cerrara, Szmodits murmuró a mi espalda con voz neutra y sin convicción: «¡Ten cuidado, no vayan a romperte la cara!», pero yo no podía tomárselo a mal y sabía que no tenía nada que temer, porque comprendía que en aquel momento no podía decir otra cosa.

No puedo afirmar que, mientras estábamos mudos y más o menos inmóviles en el gimnasio, pensara precisamente en esto, pero la escena me preocupaba, y en vano trataba de distraerme con otros pensamientos, imaginando la sala mortuoria, pensando en el fastidio de la inmovilidad, en la primavera que ya se anunciaba en el azul del cielo invernal, al otro lado de las robustas rejas de las ventanas, o en el cadáver al que habían abierto en canal para sacarle las entrañas y rellenarlo, ¿rellenarlo de qué?, no sería de paja, el corazón reluciente, lof pulmones blandos, los ríñones violeta rodeados de los intestinos, en* cima de la mesa de la autopsia, me daba reparo y también una oscura satisfacción pensar en algo prohibido, en lo que no debía ni quería pensar, pero esta infracción me distraía de aquel miedo que había despertado en mí el incidente; la amenaza había surtido efecto, y a alguna vez me parecía haberlo olvidado todo y me felicitaba por ello, bastaba un detalle insignificante, la pared verde del lavabo o el humo de un cigarrillo, para recordarme mi miedo, y cuando hay miedo y ansiedad buscas la causa, y yo había descubierto que lo que yo temía era que me esperasen por ahí para darme una paliza, temía los golpes, temía su superioridad numérica y temía la derrota, aunque mi humillación y mi derrota ya estaban consumadas; hacía días que pensaba en cómo protegerme, Prém estaba ahora en la formación justo delante de mí, Kálmán Csuzdi, detrás, un poco hacia la derecha y los otros dos, juntos, al fondo, pero también los sentía cerca, me parecía estar rodeado, pero ahora no podían moverse, y, dentro de mi indefensión, esta forzada inmovilidad era una protección o, por lo menos, una piadosa moratoria; a pesar de ello, mis ojos iban continuamente a la nuca de Prém, como si temiera que se volviera y me pegara un puñetazo en la boca, dando con ello la señal de ataque a los demás.

Por todo ello, no he podido olvidar el momento en que sentí que alguien me miraba; el miedo me lo ha grabado en la memoria.

Aunque no podría decir cómo ocurrió, porque resulta inexplicable y misterioso que cuando alguien nos mira, habla de nosotros o, simplemente, piensa en nosotros, involuntariamente, nos volvamos hacia esa fuente de atención y hasta después no comprendamos por qué; es una sensación, sin duda, pero ¿qué sensación?, es como si nuestros sentidos reaccionaran de un modo mucho más preciso y natural que nuestra razón o, dicho con más exactitud, como si la razón sólo pudiera procesar -con retraso, desfase e inseguridad- los materiales y energías que le transmiten nuestros sentidos y, a pesar de todo, subsiste la pregunta de qué fuerza, qué energía o qué sustancia es la que, incluso a través de grandes distancias, transmite a nuestros sentidos señales de otras personas y cuál es la naturaleza de esas señales que captamos y emitimos inconscientemente; aun cuando, aparentemente, nosotros nos limitamos a mirar al otro, pensar en el otro o hacer en voz baja alguna observación, el aire se carga, pierde su neutralidad, transmite señales hostiles o amistosas y, sin que nosotros nos demos cuenta, nos hace llegar los más complejos mensajes; yo no creo que ella quisiera llamar mi atención, por muchas razones, era inconcebible tal propósito, su mirada era, pues, tan involuntaria como mi respuesta: de pronto, dos personas se miran a los ojos, franca y espontáneamente, con avidez y sin recato, a pesar de que ahora teníamos que ser prudentes, los profesores estaban en el escenario, observando, aunque, a causa del carácter excepcional del acto, tampoco ellos podían moverse ni gritarnos los consabidos: «¡Todo el mundo quieto!» o «Como no te calles ahora mismo te vas a acordar de mí!», advertencias que tenían que sustituir por miradas, lo que hacía que el silencio fuera más amenazador y opresivo, mucho más que los gritos; alzando una ceja o insinuando apenas un movimiento de cabeza, te daban a entender que cualquier indisciplina, gesto de impaciencia o risa mal contenida no quedarían impunes; pero ella era una de esas personas que pasan inadvertidas, que en ningún momento y de ninguna manera llaman la atención, era muy reservada y, sobre todo, muy dócil como para arriesgarse a desafiar las reglas, por ello ni se me ocurrió pensar que trataba de tontear conmigo ni que buscaba distraerse con un coqueteo; me resultaba imposible descifrar su mirada.

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