Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Aquel lugar era el último refugio para quien como yo se sentía reducido a seguir sus instintos más primarios; en el jardín tenía un escondite parecido, tan oscuro como ése, donde la madreselva que trepaba a los frondosos castaños y los altos arbustos cerraba el paso a la luz y te hacía invisible -era interesante observar la lucha entablada entre los arbustos, que cada primavera sacaban ramas nuevas, y la madreselva que, al acecho, iba tras ellas y, cuando llegaba el otoño, ya las había cubierto-; aquí estaban amontonados de cualquier manera bancos, pupitres, armarios, sillas, pizarras, tarimas podridas y archivadores; allí quedaba el recuerdo voluptuoso de las emociones de mi soledad y de los juegos a los que nos entregábamos Kálmán y yo y que me parecían pecaminosos, aquí reinaba el silencio de los muebles extraños y familiares a la vez; agachándome, comprimiendo el cuerpo contra picos y aristas, sobresaltándome y protegiéndome la cabeza con las manos si la montaña retumbaba y amenazaba con venirse abajo, llegaba yo hasta el sanctasanctórum, que no era sino un viejo sofá colocado en sentido vertical, con el asiento hacia la pared, que dejaba el espacio justo para mi cuerpo, los almohadones me comprimían contra la pared, yo me apretaba contra ellos y ellos contra mí, estaba oscuro allí dentro, y estaba fría la piel, hasta que yo le transmitía absolutamente todo el calor de mi cuerpo.
Cerré los ojos y pensé que ahora tendría que suicidarme.
Nada más que esto.
No era malo pensar en ello, al contrario, resultaba agradable.
Cuando llegara a casa, forzaría el cajón del escritorio de mi padre, me iría a mi escondite del jardín y allí lo haría.
Yo veía la escena, me veía hacerlo.
Metía el cañón del revólver en la boca y apretaba el gatillo.
Y la idea de que después no habría nada iluminaba con una luz tuerte y piadosa a la vez todo lo que ocurriría después.
Para que yo pudiera verlo.
Como si, por vez primera, yo viera mi vida sin adornos ni sentimentalismos, tal como era.
Porque dolía, dolía mucho, me dolía el pecho, la nuca y a veces también el cráneo, como si me hubieran puesto un casquete de dolor, todo el cuerpo temblaba de dolor, un dolor que no mitigaba esa sombra de placer de la autocompasión, un dolor que se siente fuera del cuerpo y en todo el cuerpo, que se mueve y oscila, cada oleada, más fuerte que la anterior, de manera que, al mirar atrás, te parece que aquello de antes no era más que un simple pasatiempo; tan espantoso era que yo creía no poder seguir soportándolo y de buena gana me hubiera puesto a gritar, pero no me atrevía, y por eso no podía soportarlo.
La idea de que, sencillamente, yo no era normal y que, si bien de otro modo, estaba tan enfermo como mi hermana -quizá ella era la única persona con la que yo podía sentir una consoladora afinidad en la enfermedad- no era nueva, pero entonces se me ocurrió por primera vez que podía poner fin a mis dolorosos esfuerzos por adaptarme e identificarme -porque estos esfuerzos eran totalmente inútiles, porque nunca conseguiría identificarme con nadie y porque, a pesar de mi empeño, mi diferencia haría que siempre me sintiera frustrado y solo, porque nadie quiere admitir la diferencia, ni siquiera yo, a pesar de que por ello me odio a mi mismo, porque todos mis intentos de evasión o de seducción para identificarme con otro y, al mismo tiempo, atraerlo a este terreno que es exclusivamente mío, no sirven sino para llamar la atención hacia esta diferencia, esta enfermedad, esto que debe ser destruido, y con el intento de seducción no hago sino pregonar lo que sería preferible callar, mejor dicho, lo que se debe callar-, que este vacío insondable que hay en mí sólo podía cerrarse con la muerte de mi cuerpo, sí, entonces se me ocurrió por primera vez.
Ella ya no me miraba.
Y yo tenía la impresión de que, aparte de aquella mirada, nada podía salvarme.
Si fuera posible apresarla, si no pasara el tiempo cuando no me miraba; pero me daba la impresión de que en aquella mirada, con la que ella parecía revelárseme sin reservas, en el modo en que ella me miraba y yo la miraba a ella, podía hallarse la explicación de todas las confusiones, la satisfacción de todos los deseos frustrados, el perdón de todos los pecados cometidos de los que no había que arrepentirse, de las constantes mentiras, porque, para protegerme, tenía que mentir ininterrumpidamente, de una forma abyecta y ridicula mientras temblaba ante la idea de ser descubierto, yo sufría y no encontraba el modo de librarme de mi sufrimiento; no bastaba con que disimulara constantemente, no bastaba con que me rehusara todo aquello que hubiera podido darme placer, nada bastaba; todo lo que yo deseaba era imposible; por eso tenía que vivir como si acarreara el terrible lastre de una criatura extraña, tratando de esconder debajo de ella al que yo era en realidad; en mi desesperación, trataba de decir algo de ello a mi madre, pero eran tantas las cosas acumuladas que no se podían contar…, era tanto que no sabías por dónde empezar, por otra parte, no podía sincerarme con ella, porque también estaba quejosa de mí y cada uno de sus reproches estaba asociado a uno de mis secretos que yo debía ocultar al mundo aunque no fuera más que por consideración a ella, consideración que parecía tanto más justificada por cuanto que ella, con toda su impaciencia, sus críticas, su enojo y hasta su aversión, se empeñaba en ver en mí al ideal, y por ello se mostraba aún más severa y más exigente que los demás, situación soportable tan sólo porque con ella, al igual que con mi hermana, yo utilizaba un lenguaje particular, por el que podíamos prescindir de las palabras que hubieran podido dar lugar a malas interpretaciones, el lenguaje del tacto, a veces incluso el lenguaje de los labios, de la piel cálida, el lenguaje del cuerpo; si antes, al referirme a mí, hablaba de enfermedad, quizá estuviera justificada mi suposición de que, de alguna misteriosa manera, su enfermedad habitaba mi cuerpo, lo mismo que la de mi hermana; dos enfermedades distintas que en mí se conjugaban en una sola que quizá no era sino resultado de la inseguridad y el desequilibrio de mi entorno inmediato, la manifestación de que aquí estábamos enfermos todos, aunque a mí durante mucho tiempo no me importó, lo aceptaba como la única premisa posible para mi existencia; es más, la enfermedad de mi madre me parecía francamente hermosa y hasta la amaba, veía en ella grandeza cuando, sentado en el suelo, al lado de la cama, sosteniéndole la mano o acariciándole el brazo, con la cabeza apoyada en su regazo o en la sábana, respiraba el olor, mezcla de calor febril, sudor y medicina que emanaba de su cuerpo, del camisón de seda y de las sábanas almidonadas, y que impregnaba el aire por mucho que se ventilara la habitación, oyéndola respirar en su sopor hasta que mi propia respiración se acoplaba a aquel ritmo entrecortado de aspiración rápida y espiración lenta; hasta al olor me había acostumbrado yo de tal modo que ya no me repugnaba; a veces, empezaba a hablar en voz baja, entreabriendo los ojos y volviendo a cerrarlos, «eres muy guapo», decía, y a mí me impresionaba su aspecto en la cama tanto como mi presencia debía de conmoverla a ella: la cara hundida en los blancos almohadones, el espeso cabello rojizo con hebras grises en las sienes, cuidadosamente extendido, la frente lisa y ligeramente abombada, la nariz fina y, sobre todo, los gruesos párpados con sus largas pestañas, que se abrían pesadamente dejando ver durante una fracción de segundo el verde cristalino de los ojos que me miraban con lucidez y firmeza, como si la enfermedad fuera un error, una ilusión, sólo un juego, pero cuando aquellos párpados terrosos, surcados de venitas azules, volvían a cerrarse, ella parecía enfermar otra vez, no sé de qué, pero el recuerdo de su mirada seguía iluminando su cara enferma y en sus labios había una sonrisa para mí, una sonrisa muy pálida, «¡cuéntame, di, qué nos ha pasado! -dijo, pero yo no contesté porque no podía ni quería y ella prosiguió-: ¿te digo lo que pensaba ahora mismo?, ¿ha comido bien tu hermana?, ¡por lo menos no he oído la voz de mando de la abuela!, no te quedes mucho rato, estoy muy cansada, quizá por eso me he acordado de aquel prado, no dormía, sólo me parecía encontrarme en un prado enorme, muy hermoso, y estaba pensando de qué conocía yo ese prado, sólo sabía que lo conocía bien, y has entrado tú -calló lo justo para respirar y yo observé cómo la manta subía y bajaba sobre su pecho-, de no ser porque estoy aquí, seguro que nunca me hubiera acordado de él, porque mientras vives las imágenes nuevas van ocupando continuamente el lugar de las viejas, y hace tiempo que yo tengo la sensación de que a mí nunca me ha ocurrido nada, a pesar de que me han pasado muchas cosas, algunas te las he contado, pero me parece que no me ocurrieron a mí, como si fueran sólo imágenes en las que también estoy yo, y es que me parece más real, o más propio de mí estar en esta cama, como si aquí fuera más yo misma, y la imagen permanece fija, y yo sigo en la cama, y miro por la ventana, y veo siempre lo mismo, unas veces claro y otras veces oscuro, pero siempre lo mismo y, mientras tanto, puedo pasearme tranquilamente por las viejas imágenes, porque no hay imágenes nuevas que hagan retroceder las viejas -suspiró profundamente y su aliento interrumpió el ritmo de sus palabras-, aunque no sé por qué te cuento esto, me da reparo decir estas cosas a un niño, ¡qué manera de filosofar!, es ridículo, porque me parece que en mi historia no hay nada triste, trágico ni terrible, nada que tú no debas saber, todo es natural, porque nunca me he privado de nada que fuera natural, nada que me pareciera natural y yo creyera que debía hacer -rió y durante un momento abrió los ojos, buscó mi mano como si quisiera invitarme a hacer también tranquilamente y sin escrúpulos todo lo que me pareciera natural-, ahora vamos a callarnos un ratito, estoy muy cansada y no puedo librarme de esa imagen de la que iba a hablarte, pero, ya ves, no he podido contártelo, porque casi nunca puede una contar las cosas como es debido, y también tú me cuentas muy poco, a pesar de que siempre estoy pidiéndote que me hables de lo que haces y lo que piensas, aunque comprendo que te gustaría hablar, pero callas y sé por qué callas, y es que lo único de lo que podemos estar seguros es que siempre nos pasan las mismas cosas, sin ninguna diferencia, porque tienen que pasar siempre las mismas cosas y por eso los sentimientos son siempre los mismos, sólo las imágenes cambian y tú y yo nos entendemos aunque no nos digamos nada. Eso es. Ahora vamos a estar callados un ratito, ¿de acuerdo? Y luego te vas, ¿sí?».
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