Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Ahora bien, visto fríamente, todo ello, aunque aparentemente najl tural, tenía un fondo de blasfemia oculta no sólo por la profanación que suponía abrir el vientre y sacar los órganos al cadáver, sino por la manera en que el abuelo lo describía, ¡con aquella displicente objetividad y aquella falta de respeto!, porque, si no había otra manera de mantener en vida al muerto, por lo menos, deberían silenciarse esos crudos detalles del procedimiento; disimular, ocultarlo, hacer como si no fuera verdad, como había que silenciar también -incluso ante mí mismo- lo que había dicho Kristian cuando nos dieron la noticia de la fulminante enfermedad, callarlo como si el solo hecho de haber oído casualmente aquellas palabras fuera el peor de los delitos.

En realidad, fue una casualidad, una pura casualidad, y yo me aferraba a esa palabra como a una tabla de salvación; era una casualidad, sí, que podía echarse en olvido, porque yo no tenía por qué haberlo oído, si aquel día no me hubiera tocado limpiar la pizarra ni hubiera tenido que entrar en el lavabo a aclarar la esponja, o hubiera entrado unos minutos antes o después -¿por qué había tenido que entrar precisamente entonces?, pero ¿no residía precisamente ahí la casualidad?-, entonces no hubiera tenido que oír lo que decía Kristian, él lo hubiera dicho, pero yo no me hubiera enterado, ¡y son tantas las cosas que se dicen de las que no me entero!, pero, como lo había oído, mi cerebro no hacía más que dar vueltas a la misma escena, como movido por una fuerza irresistible, con la esperanza de encontrar una salida o de olvidarla, pero no podía olvidarla ni encontraba la salida, al contrario, aquello me señalaba inexorablemente cuál era mi deber y frustraba todo intento de darle otra intepretación, porque ¿y si no hubiera sido fruto de la casualidad sino venganza del destino?, en tal caso, también yo podría vengarme a mi vez, pero ¿y si era una trampa?, porque ¿cómo vengarme sin delatarme?, se descubriría que había mentido, y en vano habría tratado de rehuirle por todos los medios durante meses, de no tener tratos con él, de ignorar su existencia, de hacer que desapareciera de mi vida de una vez para siempre, como si le hubiera matado.

Matarle no era una idea fortuita sino un propósito deliberado y meditado: tomaría la pistola de mi padre, él ya me había enseñado su manejo, por lo que tenía bien perfilados todos los detalles técnicos de la muerte; la pistola estaba en un cajón del escritorio, mi padre la limpiaba una vez al mes con un paño empapado en petróleo que ennegrecía sus dedos largos y delgados, por eso, al mirarme, mientras roe mostraba el manejo del arma, tenía que apartarse el pelo de los ojos con el dorso de la mano; la fría mirada de sus ojos azules, las explicaciones, relativamente sencillas, el penetrante olor a petróleo me dieron, aquella tarde de domingo, una idea concreta, que resistía el análisis racional, como si no quedara por decidir más que la manera de borrar las huellas, y ahora esa estúpida casualidad, de la que yo mi esforzaba en no darme por enterado y que no podía olvidar, me desenmascaraba ante mí mismo: si no me atrevo a denunciarle ahora que lo tengo en la palma de la mano, ¿cómo voy a tener valor para asesinarle?, pero, apenas planteada la posibilidad, la rechacé rotundamente, porque comprendía que, si le denunciaba, perdería mi propia estimación y me consideraría un despreciable soplón.

Ya me sentía como un espía, a pesar de que no había hecho nada, no me atrevía ni a pensar siquiera que tuviera que hacer algo y no tenía valor ni para contar a mi madre lo ocurrido, aun deseándolo vivamente, por temor a que ella me aconsejara cómo salir de esta penosa situación y yo no pudiera seguir su consejo, por lo que opté por callar; ella notó algo, desde luego, me preguntó qué me ocurría, pero le dije que no era nada, y es que temía que, si empezaba a hablar, también saldría a relucir el abuelo, ya que su actitud, salvando las diferencias, la veía yo análoga a la de Kristian y hasta complementaria, porque, si el abuelo no hubiera, por así decir, preparado el terreno, el comentario de Kristian no me hubiera chocado tanto, pero ahora yo había descubierto que ellos, los camaradas, hablaban entre sí de cosas que a mí no me decían, que existía un círculo, del que yo estaba excluido, en el que se pensaba de otra manera, y a aquel círculo pertenecía también el abuelo, y yo ahora, involuntariamente, por casualidad, había penetrado en él, estaba enterado y no podía olvidar lo que sabía, aunque no fuera más que a causa de los celos que me atormentaban, y este conocimiento no deseado, este conocimiento secreto de una actitud que yo no consideraba lícita, me convertía ya en espía.

Ellos debían de pensar que yo había estado acechando el momento en que iban al lavabo para hablar y había querido sorprenderlos; naturalmente, primero miré a Kristian, que estaba de cara a la pared alquitranada, con los pies separados ¡y qué arrogancia la suya, incluso para orinar!, tenía una mano en la cadera y con la otra sostenía el pene, pero no como lo sostienen los niños que, hasta la pubertad, imitan el delicado ademán de la madre y lo asen torpemente por el extremo con dos dedos, con lo que las últimas gotas no se escurren bien y mojan la mano y el pantalón, no, él ya lo sujetaba como los hombres, con suficiencia, cerrando la mano sobre el miembro con la palma hacia abajo, levantando un poco el meñique para no interceptar la trayectoria del chorro y cubriéndolo con la mano como el que protege el cigarrillo del viento, con lo que hubiera podido parecer un gesto de pudor, de no ser por aquella fanfarronería con que adelantaba la pelvis abriéndose de piernas más de lo necesario, como si con su postura quisiera dar a entender -¿a quién, a sí mismo o a nosotros?- que hasta este acto le producía placer; orinaba con jactancia, y había creado una moda, porque no sólo los chicos de su grupo, sino toda la clase, incluido yo mismo, lo imitábamos, aunque ninguno llegaba a experimentar aquel placer que él demostraba con tanta naturalidad; cuando entré, con la esponja seca e impregnada de tiza en la mano, lo vi en esa familiar actitud, que ahora parecía incluso más desenvuelta porque estaba hablando con Szmodits, que orinaba a su lado, y en voz lo bastante alta como para que Prém, que estaba detrás, esperando turno, y Kálmán Csuzdi, que fumaba apoyado en el marco de la puerta, pudieran oírle claramente; yo hubiera preferido salir al pasillo, pero una retirada injustificada hubiera llamado la atención, sobre todo de Kálmán Csuzdi, que ya me había visto, de modo que seguí adelante, y él, que no había oído o no había querido oír la puerta, terminó lo que estaba diciendo: «…¡y por fin va a reventar también ese cerdo!», mientras yo, después de vacilar un momento, cerraba la puerta

Prém, un chico fornido y moreno que seguía a Kristian a todas partes como un cortesano diligente, y con sus dulces ojos castaños, sagaces, comprensivos e indulgentes, parecía tratar de adivinar en cada momento cómo podía serle útil, Prém, hacia el que yo, pese a su actitud amistosa y servicial tanto para con Kristian como para conmigo y los demás, sentía una antipatía invencible, casi asco, lo cual no es de extrañar, ya que él parecía capaz de realizar sin gran esfuerzo lo que yo no podía, por falta de coraje, habilidad o desenvoltura y, además, mantenía con Kristian una perfecta compenetración, como la que ansiaba yo -parecían hermanos, hermanos gemelos, y hasta se trataban con cierta indiferencia, como si su relación estuviera determinada por la naturaleza y nada pudieran agregarle ellos, o enamorados, porque, por lejos que estuvieran, parecían hallarse en constante sintonía, siempre buscándose con la mirada, comunicándose, aunque era evidente que Prém, más bajo, era el servidor, y ya se sabe que, en estas relaciones, el bajo siempre es criado del alto-, Prém, decía, soltó una carcajada como si Kristian hubiera contado el más gracioso de los chistes, a pesar de que la frase tenía un tono más bien amargo y tétrico y no me hubiera sorprendido que Kristian, por esta risa atolondrada, le hubiera dado un bofetón, como hacía a veces, porque comprendía, sin duda, que este exceso de celo, en lugar de robustecer su autoridad, la minaba, por lo que se hacía necesario el castigo; lo que más me repugnaba de Prém era la boca, ¡la boca y los ojos!, la sumisión obsequiosa de aquellos ojos redondos y un poco saltones, con sus espesas pestañas, y la boca, feroz, de un rojo brutal, excesivamente grande, desproporcionada para aquella cara pequeña, pero no fea, cuyos gruesos labios él, consciente de su belleza, que no se les podía negar, no paraba de humedecer con complacencia mientras hablaba, y también su manera de hablar era curiosa, en voz baja, acercándose mucho, sin mirar a los ojos al interlocutor, dirigiéndose a su oído y susurrando las palabras en pequeños monólogos.

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