Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Yo corrí tras ella.

Ella cruzaba la terraza pero no, como hubiera sido lo natural, hacia la escalinata que bajaba al parque sino en dirección opuesta, hacia la suite de la fräulein .

La vidriera estaba abierta, dentro de la habitación había velas encendidas y su tembloroso resplandor se arrastraba sobre las losas hasta nuestros pies.

Yo me quedé clavado en el suelo, captando la escena no sólo con los ojos sino con todo el cuerpo.

¡Ah, no!, no diré que no sospechara lo que aquello significaba, pero tampoco puedo afirmar lo contrario.

Por chocante que pueda parecer, un niño no sabe de esas cosas porque se las hayan explicado, sino por experiencia, por el placer que sus manos extraen de su propio cuerpo; no obstante, aquello era una sorpresa tan brutal que excedía de mis posibilidades de comprensión.

Formaban el cuadro dos cuerpos desconocidos, dos cuerpos desnudos cuya palidez resaltaba sobre el suelo, había prendas de vestir blancas esparcidas alrededor, la fräulein estaba echada de lado, acurrucada, con las piernas dobladas casi rozándole el pecho, volviendo hacia mi padre un anca opulenta que ahora, con la experiencia de los años, puedo calificar de francamente bella, pero «volver» no es la palabra, más bien se la presentaba, se la ofrecía, se la servía, y él, arrodillado, comprimiendo el vientre contra las redondas nalgas y asiéndole la oscura melena, se agitaba con un movimiento oscilante y frenético; estaba dentro de aquel cuerpo, completamente hundido, podía gozar libremente, con violencia o con la mayor delicadeza -ahora lo sé: en esta posición, el miembro penetra más, llega hasta el fondo, y la fina piel del prepucio, el dilatado borde del glande y las hinchadas venas frotan el clítoris que se contrae, acarician la vulva y penetran en la suave cavidad como en una caverna, y el pene, duro y poderoso, llega hasta el útero, último obstáculo y llena el espacio de manera que ya no se sabe quién es quién; esta extraña posición es, pues, la de mayor violencia y también de sublime voluptuosidad, porque qué puede ser más hermoso, qué puede haber más delicioso-, pero entonces yo sólo veía que mi padre arqueaba la espalda violentamente, que abría las posaderas como si fuera a defecar, que tenía una mano apoyada en el suelo y que sus grandes testículos se agitaban al comprimirse contra el lugar que deparaba a ambos un placer tan evidente; la fräulein dio un grito agudo y penetrante; mi padre tenía la boca abierta y eso me asustó, porque parecía que no iba a poder cerrarla nunca más, de la garganta le salía un ronquido profundo, sacaba la lengua y tenía la mirada extraviada; pero no me parecía que los gritos y los ronquidos estuvieran directamente relacionados con aquel placer, porque, cuando él penetró del todo, se quedó quieto, como si hubiera encontrado su abrigo definitivo, y su cuerpo, cubierto de grandes parches de vello oscuro, se agitó con un temblor convulso e interminable; tiraba del pelo a la mujer golpeándole la cabeza contra el suelo, y aunque entonces los gritos de ella eran más penetrantes y voluptuosos, también se retorcía, como si quisiera apartarse, para que él reanudara el movimiento de vaivén enérgico y delicado que le hacía sentir un placer más intenso; pero mi padre volvió a tirarle del pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo con un ruido seco.

En aquel momento, pudo más en mí la voluptuosidad que la estupefacción y, olvidándome hasta de mi madre, me concentré en la escena cuya contemplación hacía que me sintiera feliz y más allá del bien y del mal, y ello no sólo se debía a que hubiera quedado satisfecha la natural curiosidad infantil -el conde de Stollwerk, mi amigo y compañero de juegos en Heiligendamm, que era varios años mayor que yo, ya me había revelado esos secretos- sino a que una serie de deseos, impulsos e inclinaciones crueles que hasta entonces estaban latentes en los repliegues del conocimiento se manifestaban ahora inesperadamente y me sentía como si me hubieran desenmascarado, como si la fräulein con sus gritos me hubiera pillado en flagrante delito; aquella escena despertó mi sensualidad, fue una revelación que tenía que ver no sólo conmigo, ni con un conocimiento abstracto, ni siquiera con mi compañero de juegos al que un día sorprendí en el páramo, masturbándose tumbado entre los juncos, ni tenía que ver con mi padre, sino con la fräulein , objeto de mi admiración y simpatía.

Aquellas salidas nocturnas no habían dejado de tener consecuencias, ya que, si bien me gustaba estar solo en nuestra terraza común, me alegraba encontrarla allí y que ella me apretara contra su cuerpo caliente de la cama y de la desazón que no la dejaba dormir.

Era un cuerpo que irradiaba belleza, aunque su belleza no residía en la estética de las formas ni en la regularidad de las facciones, sino que impregnaba la carne y hacía resplandecer la piel; no reflejaba el ideal clásico, evidentemente, pero su atractivo era más poderoso que el de cualquier ideal; por fortuna, nos fiamos más del tacto de nuestras manos que de rígidos cánones de belleza, y puedo decir que ni mi madre era insensible a ese poderoso y desconcertante atractivo, a pesar de su talante respetuoso con las normas; en este caso, también ella se fiaba de sus ojos, estaba entusiasmada con la fräulein , le tenía viva simpatía y seguramente hasta había pensado en entablar con ella una amistad como la que existía entre mi padre y Frick; los ojos castaños, brillantes y confiados, la piel meridional, agitanada, tirante sobre los anchos pómulos, la nariz fina y los labios carnosos, rojos y hendidos no sólo en sentido horizontal sino vertical, como por cortes rituales, ejercían en ella un efecto electrizante; en vano mi padre, que tampoco estaba exento de malicia, señalaba que, en realidad, la fräulein era «de lo más vulgar», ella no reparaba en sus modales un poco bastos, cerraba los ojos a su desenvoltura rayana en la mala educación y no paraba mientes en la frente estrecha y huidiza, síntoma de una limitación mental que la fräulein no trataba de disimular con discreción, sino que exhibía con su particular desenfado; yo conocía aquel cuerpo que ahora estaba en el suelo: los senos pequeños, duros y separados, la cintura que, con ayuda de vestidos sabiamente cortados, parecía mucho más esbelta de lo que era en realidad y las caderas cuya opulencia acentuaba el corte de la falda; yo conocía bien aquel cuerpo porque en sus noches de insomnio, cuando salía a la terraza y me abrazaba con una ternura maternal un tanto exagerada -efusiones que, ahora lo descubría yo, estaban dirigidas a mi padre-, había llegado a hacérseme familiar, con toda su voluptuosidad y su irregular perfección, ya que ella no se echaba una bata por encima y, a través de la fina seda del camisón yo lo palpaba todo, hasta el suave vello de su vientre cuando mi mano se extraviaba como por casualidad y su perfume me envolvía.

Pero ya basta.

Porque el decoro y el buen gusto exigen que hagamos una pausa en nuestro recuerdo.

Y es que, en aquel momento, mi madre exhaló un gemido y se desplomó sobre las losas, sin sentido.

Chicas

El jardín era enorme, casi un parque, sombreado y perfumado al calor del verano: el olor ácido de los abetos, la resina que goteaba de las pinas que crujían al abrirse, los gruesos capullos de las rosas que estallaban en rojo, amarillo, blanco y rosa resplandecientes, aquí y allá, un pétalo rizado por el sol, que ya no podría seguir abriéndose e iba a caer; los lirios erguidos que atraían a las abejas con su néctar, las petunias lila, granate y azul que cabeceaban a la brisa, los dragones de alto tallo, los racimos de dedalera que festoneaban los senderos con sus colores llameantes, los destellos del rocío en la hierba al sol de la mañana, y, sobre todo, los arbustos, en macizos y en setos, saúcos, evónimos, lilos, jazmines que embriagaban con su dulce perfume, laburnos, avellanos y, a la sombra densa del espino blanco, una espesura húmeda en la que campaba por sus respetos la oscura hiedra de olor acre que con sus zarcillos se agarraba a cercas y paredes y abrazaba los troncos de los árboles, que echaba finas raíces aéreas y todo lo cubría, que se nutría de los hongos y la putrefacción que ella misma producía, una planta simbólica que, con sus tupidas hojas verde cardenillo, todo lo engulle, ramas, troncos, hierba, y en otoño se deja sepultar por la hojarasca rojiza para resurgir, lustrosa y robusta, en primavera; aquí se refrescaban los lagartos verdes, las culebras pardas y los limacos gordos, que trazaban complicados arabescos con su baba que, una vez seca, se volvía blanquecina y se te desmenuzaba en los dedos; hoy rememoro aquel jardín sabiendo que ya no existe, se arrancaron los arbustos, se talaron casi todos los árboles, se derribó la fresca glorieta pintada de verde por la que trepaban rosas carmesí, desaparecieron las piedras de la rocalla, destinadas a otros usos y, con ellas, las siemprevivas, los heléchos, el sedo, los írides y los amarantos, se secó el césped y creció la maleza, se pudrieron las silias blancas, la estatua de piedra de Pan tocando la flauta, que con los años había empezado a desmenuzarse y que una noche de tormenta cayó y desde entonces estaba tumbada en la hierba, habrá ido a parar a algún sótano, y ni el pedestal quedará, los adornos de estuco del la fachada han saltado, las diosas de boca abierta que descansaban en conchas marinas encima de las ventanas se han caído, lo mismo que las falsas columnas jónicas, el porche acristalado está tapiado y, después de esta llamada reforma, la vid silvestre, paraíso de hormigas, escarabajos e insectos varios, fue arrancada de la pared, pero, pese a que sé de todos estos cambios y a que el jardín vive sólo en mi recuerdo, aún oigo el susurro de las hojas, respiro los perfumes, veo los reflejos de la luz y siento la brisa lo mismo que entonces, y me basta desearlo para que vuelva a ser verano, haya silencio y llegue la tarde.

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