Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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– No crea que el afán de poder ha de privarnos del goce de los placeres de la vida -prosiguió, y su leve confusión se diluyó rápidamente en una sonrisa un tanto burlona; seguían mirándose a los ojos-. Todo lo contrario, el deseo y la posesión del poder puede hacernos gustar un placer más hondo o, si lo prefiere, más elevado; aunque no más hondo ni más elevado, desde luego, que el que nos depara la eyaculación, que es el más adecuado a nuestra naturaleza, el mayor de nuestros placeres, y precisamente aquí quería yo venir a parar, porque, al fin y al cabo, en este mundo todo aspira y se orienta hacia el placer de la eyaculación, ¡eso sí, cuando somos lo bastante libres como para reconocer estos deseos y posibilidades!; por lo que ha sido usted muy oportuno al interrumpirme con esa risa que ha marcado un rumbo nuevo a mis pensamientos, me parece primordial, por lo que no tengo el menor inconveniente en seguir por este derrotero -y, después de tomar aliento agregó-: Porque, entre el sentimiento y el pensamiento, entre el instinto y la razón, existe algo así como la posibilidad de un feliz equilibrio, el equilibrio de los equilibrios, y por ello el hombre que ostenta el poder es el más apto para gozar de la vida; con el poder en sus manos, tiene la posibilidad de llegar hasta los límites del conocimiento y de la razón, desde donde regresa, por puesto, el que puede regresar, para experimentar el goce de los sentidos y, como ha dejado de temer los peligros contra los que previenen los apólogos de los falsos valores, se ha librado de todas sus represiones morales y puede entregarse plenamente al goce de los sentidos y llevar su voluptuosidad hasta el límite; y quién más libre que el que experimenta y saborea sus limitadas posibilidades -limitadas, porque están predeterminadas- con plenitud, amigo mío, aun cuando nuestra libertad no nos permite saber lo que es esto, porque ¿qué es realmente esta plenitud?, y es que ahí tiene la libertad sus verdaderos límites, donde no subsiste ninguna cuestión teórica, sino que todo se reduce al ejercicio de la voluntad que conoce sus posibilidades pero que no puede comprenderse con la razón, pero ¿a qué seguir?, usted ya sabe en lo que estoy pensando.

– ¿En una nueva aventurilla? -preguntó mi padre.

– Algo parecido -suspiró él.

– Cuente -apremió mi padre.

– Es actriz -respondió él.

– Supongo que rubia y jovencita -dijo mi padre.

– ¡Ah!, eso es lo menos que puede decirse de ella.

Hubiera seguido hablando y sin duda descrito su experiencia con hipérboles, pelos y señales, tal como yo había tenido ocasión de descubrir en una ocasión anterior, si en ese momento los dos hombres no hubieran tenido que volverse hacia la escalinata que bajaba de la terraza al parque y, desgraciadamente, aquí se interrumpió la conversación, en el punto más interesante sin duda; entonces apareció la figura de mi madre, acompañada de fräulein Wohlgast, que volvían del café de la tarde; subían despacio, dando impresión de confianza y armonía; ya al pie de la escalera, la fräulein , con su voz sonora, grave y un poco áspera, empezó su jocosa diatriba: «¡ay, estos hombres -exclamó, ahogando casi con la voz la última frase de Frick-, mientras nosotras debatimos asuntos serios, ellos, aquí, tan tranquilos, ¿no se lo decía yo, querida frau Thoenissen?, ya pasaron aquellos tiempos felices en los que ellos tenían nuestro destino en sus manos, ahora nosotras hacemos proyectos y tomamos decisiones y los señores de la creación se dedican a la charla trivial, ¿o me equivoco?, quizá por una vez podrían ser sinceros y no tratar de disimular».

Pero de esto ya hacía tiempo, dos o tres veranos y así lo recordaba yo, por lo menos, porque mi entendimiento de niño no podía captar todas las sutilezas y todas las tonterías de los mayores y tenía que llenar con la imaginación las lagunas que habían quedado en aquella ya lejana escena.

Lejana, digo, y buscando un punto de referencia trato de recordar si la hermosa fräulein Wohlgast -de la que era sabido que en el 71 había perdido a su novio, un valiente oficial, en la guerra franco-prusiana, y, movida por un exaltado patriotismo, había hecho el voto de llevar luto por él hasta el fin de sus días, «¡hasta la tumba y más allá!», para recordar al mundo la infamia que se había cometido «no sólo conmigo sino con todas nosotras»-, si fräulein Wohlgast, decía, vestía de gris -el negro ya estaba descartado- y qué tono de gris, ya que de año en año su vestuario se iba aclarando; aquella tarde, empero, cuando, a causa de la perfidia de mi madre, llegamos a la estación muy alterados y cruzamos el espacioso y fresco vestíbulo en el momento en que la achaparrada locomotora, arrastrando sus cuatro vagones rojos, llegaba al andén, el vestido que llevaba era de un encaje blanco como la nieve.

Aún temblaban en el aire las hirientes frases de mi madre, que se habían clavado en la carne de mi padre como las flechas en la de un san Sebastián de una estampa romántica, y habían quedado sin respuesta, pues lo único que él había conseguido farfullar fue un: «si quieres, nos volvemos», que mi madre hizo como si no oyera; y es que ahora estaba muy ocupada saludando y sonriendo a diestro y siniestro; en el andén se había congregado mucha gente que venía, más que a esperar a alguien -tampoco llegaban tantos viajeros-, a disfrutar de la contemplación de aquella pequeña maravilla de la técnica; como si el corto paseo de la tarde sólo pudiera terminarse dignamente aquí; me pregunto cómo se divertían los huéspedes del balneario antes de que existiera la línea ferroviaria que unía la amable ciudad medieval de Bad Dobedan, donde el duque tenía su residencia de verano, con la localidad que ostentaba el bello nombre de Kühlungsbronn, porque ahora, como en los palcos de un teatro cuando se levanta el telón, cesaron las conversaciones y los presentes contemplaron fascinados cómo los diligentes revisores abrían puertas y bajaban estribos; era la apoteosis de la llegada del tren: los mozos que cargaban con los equipajes desaparecían a intervalos en las nubes de vapor que lanzaba la locomotora con fuertes siseos, hasta que, al cabo de unos minutos de estática espera, sonaba, entre el murmullo de bienvenidas y despedidas, la señal del jefe de estación, se recogían los estribos, se cerraban las puertas con innecesaria violencia y, dejando atrás rostros marcados por la fatiga del viaje, la alegría de la llegada o la nostalgia de lugares remotos, la maravilla del progreso, arrancaba entre tintineos, pitidos y resuellos, que se trocaban gradualmente en un traqueteo regular, y desaparecía por la curva, dejándonos atrás también a nosotros, ahora, definitivamente.

Peter von Frick se había quedado un momento en la puerta del vagón rojo, fue el primero en aparecer, y recorrió el andén con la mirada, descubriéndonos inmediatamente entre la multitud que esperaba -yo me di cuenta de que nos veía, de que nos apartaba de la colección de amigos y conocidos que habían venido a esperarle-, pero enseguida volvió los ojos hacia otro lado, su cara estaba más seria, sin su sonrisa habitual, y su piel, más pálida que de costumbre, llevaba un elegante traje de viaje inglesado que le hacía más esbelto; con el sombrero flexible y el maletín en la mano saltó ágilmente al andén y se volvió para ayudar a bajar a otra persona que apareció entonces y que era fräulein Nora Wohlgast, vestida de blanco, no cabía duda, vestida de blanco como una novia: era la primera vez que yo la veía de blanco y, después de los inminentes acontecimientos, sería también la última; dado que la llegada del consejero revestía especial interés a causa de su decisiva intervención en el esclarecimiento del doble atentado perpetrado recientemente contra el emperador y en la detención de los implicados, hechos sobre los que el público que se hallaba de vacaciones en Heiligenamm sólo había podido informarse por los periódicos y de los que ahora esperaba oír de viva voz detalles y secretas concomitancias, la aparición de la pareja causó una sensación rayana en el escándalo; si bien la concurrencia parecía cerrar los ojos a la evidencia, por la gran consideración de que gozaba el consejero Frick, como si nadie viera lo que todos veían, como si se tratara de un encuentro fortuito -por otra parte, estas cosas hacen aumentar la popularidad del que es el favorito de la sociedad, una conducta un tris escandalosa lo prestigia, lo sitúa por encima de nosotros, demuestra su superioridad, le franquea unas barreras que nosotros no nos atrevemos a rebasar-; pero, ¿y la fräulein , cómo podía ella estar en este tren si se había desayunado con nosotros, y vestida de blanco, un blanco tanto más llamativo por cuanto que ya casi no podía permitírselo a su edad, más próxima de los treinta que de los veinte, por qué esta provocación, insólita en ella, por qué?, ¿se había prometido en secreto o, quizá, casado con el consejero, aquel solterón empedernido? Y yo, que me hacía estas mismas preguntas, miré primero a mi padre y después a mi madre, buscando la respuesta en sus rostros; el de mi madre no revelaba nada, pero en la cara de mi padre, por el contrario, vi signos de una indignación inexplicable; impulsivamente, como si pretendiera salvarlo de una catástrofe, le oprimí la mano, a lo que él no reaccionó, como si se hubiera quedado insensible, tenía la piel color ceniza y miraba a la pareja con desorbitados ojos de poseso y la boca abierta estúpidamente; aún caminábamos, nosotros hacia ellos y ellos hacia nosotros y, una fracción de segundo después, nos parábamos entre las exclamaciones de una vehemencia un tanto exagerada que partían del abigarrado corro que se formaba alrededor de Frick; una veintena de frases inacabadas chocaban en el aire enredándose entre sí y, pendiente cada cual de la propia frase, con la que se interesaba por las incidencias del viaje, manifestaba alegría por la llegada del consejero o achacaba al «trabajo extenuante» la palidez de su cara, en aquel ambiente saturado de tópicos y efusiones banales, nadie, quizá ni el mismo Frick, miraba a la otra cara, la cara de mi padre que presagiaba el desastre; pero nadie pudo dejar de ver y oír cómo desasía su mano de la mía, que la apretaba ansiosamente, se encaraba con fräulein Wohlgast y, aun tratando de ahogar la voz, le gritaba: «¿Se puede saber qué haces tú aquí?»

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