Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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El mismo día en que entregué el formulario de solicitud de ingreso, que mi madre firmó a regañadientes, se me llamó al despacho del director. Las ventanas estaban abiertas, pero aún había calefacción. El director arrimaba la espalda a la tibia estufa de cerámica. No me habló enseguida, sólo movía la cabeza con desagrado.

Al fin se despegó de la estufa, cruzó el despacho y se sentó detrás de su escritorio. Debía de tener dolor de espalda, porque torcía el tronco de un modo extraño, como si no pudiera mantenerse erguido si no se apoyaba en la estufa, Sacó mi solicitud de un montón de papeles y me la entregó diciendo que los milagros no se repiten. Ya sabía yo a qué se refería.

Yo tomé el papel muy cortésmente. Satisfecho, me despidió con un ademán. Pero yo no me moví y esto le irritó.

Quieres algo más, preguntó.

Tartamudeando, le dije que no comprendía.

Entonces debía de haberme juzgado mal, ya que me consideraba el mejor alumno de su escuela, y no sólo inteligente sino también despierto. Pero no debía pasarme de listo. Dar curso a mi solicitud podía suponer graves inconvenientes para él. Yo debía optar a una escuela en la que mi origen no fuera obstáculo para progresar normalmente. Él too me aconsejaba que, con aquella nota de promedio, entrara en una escuela profesional, y en estudios técnicos superiores no había ni que Pensar. Tampoco me recomendaba una escuela religiosa. Lo más conveniente sería una plaza en un instituto estatal de bachillerato superior. Ahora debía irme a casa como un buen chico. Y rellenar otro formulario. Por hoy estaba dispensado.

Se me saltaban las lágrimas. Vi que él lo advertía. Yo sabía que esto no le impresionaría, pero tampoco sería del todo inútil. Aunque me daba la impresión de que él tomaba por tristeza y desilusión lo que en realidad era rabia. Entre nosotros había una larga mesa en la que, lentamente, deposité la solicitud de inscripción. Quizá no había insolencia en el gesto pero sí cierto descaro. Como si le dijera: ahí lo tienes, para que te limpies el trasero. No podía llevármelo a casa. Murmuré un buenos días apenas audible y fui a la puerta andando hacia atrás. Tampoco hubiera sido aceptable el saludo aunque lo hubiera pronunciado en voz alta, ya que lo preceptivo era decir: «¡Adelante, camarada director!» Pero cómo habías de llamar camarada a un hombre mayor que acaba de frustrar tus ilusiones y gritar adelante si te obligan a salir andando hacia atrás. Él señaló el formulario y dijo que me lo llevara. Pero yo salí del despacho como si el aturdimiento me impidiera oírle.

Salir de la escuela a primera hora de la mañana y sin la cartera era algo que podía trastornar a cualquiera. Eres libre. Sin embargo, la cartera, que has metido nerviosamente en el pupitre, te ata al lugar de tu eterna esclavitud. El destino juega contigo a su capricho. Quieres creer que es una mañana corriente, en la que la vida palpita con normalidad, y que es tuya, que puedes disponer de ella como cualquier persona. Pero la sensación de lilbertad dura poco. Yo estaba aturdido y furioso. Hasta que estuve en la parada del cremallera, sacando las monedas del bolsillo, no me di cuenta de lo que iba a hacer. No había ni que pensar en preocupar con estas novedades a mi madre, que ahora estaría trabajando: se encargaba de la correspondencia extranjera en una empresa de comercio exterior. Cuando, aterrado, comprendí el alcance de mi decisión, ya viajaba en el cremallera.

Iba a ver al coronel Elemér Jámbor, que había sido amigo y camarada de mi padre. Directamente al Ministerio de Defensa. El dinero no me alcanzaba para el tranvía, y viajaba sin billete. Habíamos estado en su casa una vez, pero él no nos había devuelto la visita. Sin embargo, mi madre estaba convencida de que la cantidad que recibíamos todos los meses sólo podía venir de él. En Navidad, en Pascua y en mi cumpleaños llegaba un regalo para mí, acompañado de unas letras, por el que debía dar las gracias con una carlita no menos breve. El abrigo de marinero con botones dorados que tan bien describe mi amigo, era regalo suyo. Mi madre no descartaba que si conservábamos la casa era gracias a sus buenos oficios. Después, cuando llegó el desastre, tuvimos ocasión de corresponder a sus atenciones ocupándonos de su familia. En noviembre de mil novecientos cincuenta y seis fue arrestado y, al año siguiente, ejecutado. Su viuda perdió el empleo, y tenía que mantener a dos hijas, de mi edad aproximadamente.

En la puerta, el suboficial de guardia me dijo que el camarada coronel no estaba visible. Me quedé rondando por los alrededores hora y media. En la calle Miksa-Falk había una pajarería con jaulas y peceras en el escaparate; miré los peces que nadaban entre paredes de cristal, abriendo la boca para atrapar algo invisible. En la misma caIlle, un poco más allá, una niña de pelo corto salió llorando por una puerta cochera. Corría como si la persiguieran; de repente vaciló, se paró y dio media vuelta. Su mirada tropezó con mi curiosidad y bastó aquella mínima conmiseración para que arreciaran sus sollozos. Parecía que iba a refugiarse en mis brazos, pero volvió sobre sus pasos y desapareció por la puerta. Esperé un rato, por si volvía a salir. Después me acerqué al Parlamento. La plaza estaba desierta. Desde una distancia prudencial, observé el movimiento de la puerta lateral de la derecha. De vez en cuando, paraba un enorme coche negro, se abría la puerta del edificio, alguien salía y subía al coche. El reluciente automóvil se alejaba majestuosamente al sol del mediodía. Nadie entraba, todos salían. Me pareció que ya había dejado pasar tiempo suficiente. El centinela hizo un gesto de mal humor, pero llamó por teléfono. Tapándose la boca y el teléfono con la mano, no se limitó a dar mi nombre sino que agregó con una carcajada que era un chico muy insistente. Se le notaba por la voz que hablaba con una persona del sexo femenino. Se me dejó pasar a la antesala, donde me senté en una silla. Mientras esperaba, sólo me preocupaba una cosa: qué pasaría con mi cartera si no podía volver a recogerla antes de que terminaran las clases.

Debían de ser casi las cuatro cuando por fin pude ver al amigo de mi padre. El suboficial me acompañó hasta el cuarto piso, y el coronel salió a mi encuentro en el reluciente corredor. Me puso una pesada mano en el hombro, me miró fijamente, como para averiguar si me ocurría algo grave y me llevó a una sala en la que seguramente se había celebrado una reunión táctica. Así lo indicaban los mapas enrollados. La atmósfera estaba cargada. Sobre la larga mesa cubierta por un cristal había tazas de café sucias, vasos de agua y ceniceros llenos de colillas. Me indicó con una seña que me sentara, dio la vuelta p la mesa, tomó asiento frente a mí y encendió un cigarrillo. Él no había dicho ni una palabra, y yo también callaba. Descubrí que no era sólo el humo del cigarrillo lo que le hacía guiñar los ojos con aire risueño, sino también la grata impresión que le producía mi aspecto. Entonces me habló en aquel tono amistoso y jovial que solían utilizar conmigo las personas mayores. Me preguntó si algo malo me traía por allí.

Cuando le hube expuesto la situación, él dio unos golpecitos en el cristal de la mesa con la piedra negra de su anillo y dijo que la escuela daría curso a mi solicitud. Esto podía prometérmelo. Lo que, naturalmente, no quería decir que me aceptaran. Aunque respetaba mi decisión, no podía darme esperanzas. De todos modos, me admitieran o no, consideraba que en lo sucesivo debería arreglármelas solo.

Aplastó el cigarrillo, se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y, una vez me hube levantado yo también, volvió a apoyar la mano en mi hombro, pero ahora el ademán no tenía nada de alentador. Yo debía atenerme a sus palabras no sólo porque sus posibilidades eran más que limitadas, sino porque quien no aprende a valerse por sí mismo mal podrá desenvolverse en la vida. Y que así pensaría también mi padre. Hablaba en voz baja. Con la mano en el hombro, me empujaba suavemente hacia la puerta.

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