Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Era robusta, blanca, llena, casi gruesa, estaba en ese punto en el que la alimentación y la energía vital están equilibradas: lo que se come y se bebe por placer no supera lo que el organismo es capaz de quemar. Sus bien proporcionadas formas parecían no ya llenar el vestido sino querer reventarlo. El viento la despeinaba y le hinchaba la falda, descubriendo la parte interna de las rodillas, blanquísima y fuerte. A veces, oscilaba, como meciéndose en el placer que le causaban nuestras miradas. No tendría más de veinte años, pero daba una sensación de maciza solidez, como una estatua de piedra, esculpida para la eternidad. Con lo que no pretendo decir sino que era a la vez tangible e impenetrable como la piedra.

Cuando nuestras miradas se encontraron por tercera vez, ella se rió enseñando unos dientes un poco torcidos, y yo transmití al hombre aquella risa que involuntariamente había captado, para advertir inmediatamente que ella la había recibido ya de él en una forma mucho más discreta y reservada. Él le pasó mi sonrisa. Y entonces, los tres a la vez, desviamos la mirada.

Al paso del tranvía, desfilaban rápidamente los árboles y las casas de la ancha avenida. Los tres a la vez desviamos la mirada, pero no puedo decir adonde fue. La sonrisa que no habíamos podido borrar de nuestros labios se acentuó, y parecía que en el mugriento suelo del tranvía se nos había perdido algo muy importante, porque nuestras miradas estaban dirigidas al centro geométrico del imaginario triángulo que formábamos, pero enseguida levantamos la cabeza, los tres a la vez. Nuestras risas ya no eran tan armoniosas. La de la mujer era chillona y burbujeante, como un gorjeo que escapara de su garganta y ella tratara de ahogar. Al hombre casi no se le oía reír, resoplaba como si tratara de formar palabras, era la suya una risa entrecortada casi parlante, que me hizo advertir en su cara tersa un rictus amargo y profundo que le impedía soltar la carcajada, a pesar de que su hilaridad parecía más fuerte que la nuestra, y entre una y otra oía también mi propia risa de caballo que revelaba mi ingenuidad, aunque esto no me importaba. El tranvía iba ahora más despacio, pero a mí me parecía que nos llevaba a una velocidad de vértigo. Quizá la persona no sea realmente libre sino cuando se entrega por entero al momento, dejando obrar a su Yo, sin pensar en las consecuencias.

La risa era incontenible, a pesar de que se asustaba de sí misma, que tenía miedo de su osadía, y no era sólo que nuestras risas se alimentaran entre sí sino que cada uno de nosotros disponía de reservas inagotables; adelante pues, no había de qué avergonzarse, podíamos llorar de risa. Y esto me era tanto más grato por cuanto que yo ya empezaba a temblar de miedo; me sentía y me veía temblar los brazos y las piernas. Al acercarse al cruce de Thókóly-Dósza, el tranvía reducía la velocidad. El joven se apartó de mi lado al mismo tiempo que se liberaba de su risa. Sacó la mano del bolsillo y, reclamando atención, levantó el dedo. Un único dedo, por encima de la cabeza. Nosotros mirábamos aquel dedo levantado en el aire y al momento cesó la risa. La mujer soltó la correa. Se quedó quieta, con el billete en la mano, el descaro había desaparecido de sus ojos azules. Andando lentamente, salió a la plataforma. Lo que iba a ocurrir no podía estar más claro, y mi temblor era muy fuerte como para que yo pudiera hacer algo por impedirlo. Con movimientos elásticos, el hombre saltó del tranvía a la isla de peatones, pero no miraba a la mujer que lo seguía torpemente sino a mí y a la cartera que yo, para disimular, me había puesto delante del vientre. Aún hubiera podido mantenerme al margen. Dos grandes ojos oscuros y brillantes me lo impidieron. No había nada que pensar.

Probablemente, aquella breve pausa hizo que pareciera aún más frenética la carrera que siguió. Necesitábamos toda la boca para respirar, pero a pesar de todo nos reíamos, mientras nuestras suelas batían el suelo. Cruzábamos calles y sorteábamos a la gente, midiendo los movimientos de brazos y piernas para subir y bajar bordillos. El hombre galopaba cimbreándose, y cada movimiento era para nosotros una señal. Lo que no había podido expresar con la risa lo decía ahora con su manera de correr, con los movimientos de los hombros, con el cuello doblado hacia atrás, con la espalda erguida que no sólo nos marcaba la dirección sino que parecía hacer de ello un juego. Como si, después de dejar atrás a los contrincantes, ya estuviera en la recta final y fuera a llegar a la meta de un momento a otro. Rápidamente, cambió de dirección, torció por una calle lateral y cuando nosotros, un poco irritados ya, le seguimos, desapareció por una puerta abierta sin frenar su carrera. La mujer corría de un modo francamente cómico, con zancadas pesadas, pero sin quedarse atrás. Al día siguiente busqué el nombre de la calle.

Era un lugar oscuro y fresco que olía a gato. Nos apoyamos en una pared agrietada. Nos mirábamos a los ojos midiéndonos mutuamente. Aún hubiera podido retirarme, pero la carrera me había quitado el temblor, y una voz suave y firme me instaba a quedarme. Si no ahora y así, tendría que ser otra vez y de otro modo, ¿por qué no aquí y ahora? Nuestra respiración era un jadeo ronco. Nos miramos como si ya estuviéramos al final de la historia y no al principio. Todo estaba tranquilo. Nada teníamos que temer. La mujer estornudó y siguió jadeando. Esto también hacía reír. El hombre se puso el índice en los labios con ademán imperioso y, sin modificar la actitud, empezó a subir la escalera.

Por las rendijas de las persianas entraba el sol de la tarde en la casa vacía. Las ventanas y las puertas estaban abiertas y se notaba una ligera corriente de aire. Ni en el largo corredor ni en las tres habitaciones que se comunicaban entre sí había ni un mueble. En el centro de la principal había unos colchones con sábanas color de rosa no muy limpias, la de encima y la manta, arrugadas, tal como las había dejado al levantarse. De algún que otro gancho olvidado en las paredes colgaban aquí una camisa, allí un pantalón y en un rincón había zapatos. Comprendí que aquello no tenía nada de convencional. Yo ignoraba absolutamente todos los gestos del ritual y, no obstante, di el primer paso. Me tendí boca arriba en el colchón y cerré los ojos. Con lo que manifestaba mi inexperiencia: los experimentados eran ellos. Desde que habíamos entrado en la casa, no habíamos pronunciado ni una palabra. Pero no hacían falta explicaciones. Deduje que me encontraba en una casa que había quedado abandonada a últimos de diciembre o primeros de enero. El hombre debía de ser un ocupante ilegal. No podía ser pariente ni conocido de los antiguos inquilinos, o le hubieran dejado una mesa, una cama o una silla. Debía de haberse colado en el piso vacío. Si hubiera sobornado al portero o éste le hubiera dado la llave, hubiéramos podido reírnos tranquilamente en el portal.

No podría decir cuánto rato estuve en aquel piso. Quizá una hora, quizá dos. Los tres teníamos posturas diferentes, nosotros dos, boca arriba y ella, boca abajo, cuando me di cuenta de que allí sobraba yo, a pesar de que ninguno de ellos se había movido, y esto me violentaba. Quizá la calma que ellos irradiaban tenía ahora otra calidad que hacía que la energía que hasta entonces había circulado entre los tres con regularidad cambiara ahora de dirección. Como si, con aquella extraña calma, quisieran alejarse de mí, y yo, con mi inquietud, ya no encontrara lugar entre ellos. Suavemente, con la yema del dedo, rocé la parte inferior de la rodilla que la mujer tenía un poco levantada. Yo deseaba que durmiera. Si no dormía, la doblaría y me oprimiría el dedo. Ella se movió. Primero, volvió la cabeza hacia el hombre y después retiró la rodilla de mi dedo. El hombre abrió los ojos lentamente y su mirada reflejó con claridad lo que le daba a entender la mujer. Imposible no darse por enterado. De nada servirían nuevos experimentos. Yo hubiera debido sentir unos dolores insoportables si no hubiera visto en los ojos del hombre una expresión casi paternal. Yo yacía en el colchón completamente indefenso, pero mi persistente erección no podía ofender el sentido del pudor, ya que se refería a lo que hasta entonces había sido nuestra actividad común. No obstante, levantarse en aquel estado era arriesgado. Esperé y cerré los ojos. Pero entonces vi todavía con más claridad lo que me habían dado a entender: querían estar solos. Recogí la ropa que estaba esparcida por el suelo, y una vez me hube puesto la camisa, el calzoncillo y el pantalón y me hube abrochado las sandalias, vi que se habían quedado dormidos y no me pareció que estuvieran fingiendo.

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