Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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¿Diga?
En aquella pregunta vibraba una ligera inseguridad. Como la del que no sabe en qué lengua tiene que hablar. Aquella palabra tuvo la virtud de trastornarme. De alegría, pero era una alegría matizada de un temor desconocido. Era la primera vez que oía su voz. En el ascensor, no había dicho nada a sus compañeros de viaje. Por eso no la conocía. Era una de esas voces femeninas que me impresionan vivamente. Que parecen salir de lo más profundo del cuerpo, con un núcleo áspero y una superficie lisa. No era una voz delicada, le sobraba firmeza para eso. Plásticamente, la imaginé como una canica oscura. Que cabe bien en la mano, pero es casi imposible penetrar en ella. Cuando lo consigues, ya no es una canica.
Me presenté y disculpé con frases corteses. Tras un largo preámbulo, dije que lo había pensado mejor y que me gustaría ir con ellos al teatro. Procuraba retenerla el mayor tiempo posible. Ella me escuchaba pacientemente. Pero era una isla de silencio que yo circunnavegaba con mis palabras. Como no sabía cuál era la habitación de mi amigo, la llamaba a ella. Aunque no sólo por eso. Que si tendría la amabilidad de darme el número. Ella dijo únicamente que tenía que apresurarme. Tendrá que darse prisa, dijo. Yo la había tuteado pero ella me trataba de usted. Volví a tutearla y ella a hacer como si no me oyera. Sus palabras eran tan reservadas como lo habían sido sus miradas en el ascensor. Me dejaba hablar sin inmutarse.
No daría tanta importancia a aquella breve conversación si la hubiera seguido una de tantas aventuras relativamente placenteras. Pero le siguió una lucha encarnizada que duró cuatro años. Que también podría llamar un tormento, una tortura constante, un abismo, la etapa más oscura de mi vida hasta entonces, si no hubiera estado impregnada de una esperanza de felicidad. Pero la dicha que nos procurábamos el uno al otro siempre era inesperada, imprevisible y tanto podía durar semanas como días, horas o minutos. No nos cansábamos de buscarla, pero nos rehuía. Lo que quedaba era el dolor, el dolor por la felicidad esquiva, o el goce del dolor.
Y ello a pesar de que los dos deseábamos que el profundo sentimiento que nuestro encuentro hizo nacer en nosotros durase toda la vida. Buscando aquella dicha huidiza, nos imponíamos condiciones, sin darnos cuenta de que con estas imposiciones estábamos destruyéndonos. Ella exigía de mí absoluta fidelidad, mientras que yo quería conseguir que ella aceptara mis infidelidades como prueba de mi lealtad. Era inútil que le jurase que nunca había querido a nadie como a ella y que, para neutralizar aquel sentimiento de una intensidad hasta entonces desconocida, necesitaba mantener una apariencia de libertad. No podía vivir sin ella, pero a su lado me convertía en un vaso comunicante defectuoso. Si yo me violentaba, si renunciaba a mi libertad y, para cumplir sus condiciones, ni siquiera miraba a otras mujeres, mi necesidad de alcohol se agudizaba. Pero si, distraído por aventuras triviales, reducía mi consumo de alcohol, la tensión entre nosotros crecía de modo insoportable. Cuando ella, teóricamente, podía creerse más segura, mayor era nuestra mutua degradación, porque ella se servía de los métodos más denigrantes para espiar y husmear, por lo que en dos ocasiones llegué a golpearla, y me costó un considerable esfuerzo no hacerlo más a menudo. Sus sospechas no carecían de fundamento, pero en realidad no eran mis aventuras la verdadera causa de sus celos, sino mi forzada fidelidad. Tampoco yo la pegué porque utilizara a sus amigas para espiarme, sino porque no podía comprender por qué no me comprendía. Ella lo percibía todo. Conocía la causa y razón de cada uno de mis actos. Sabía que la fidelidad que me exigía me producía una tensión intolerable, que hacía mi comportamiento falso y forzado, porque yo no estaba acostumbrado a renunciar a nada. Cuando con sus celos nos había atormentado a ambos de tal manera que yo no podía menos que buscar alivio en una aventura banal sin la menor trascendencia, ella me amenazaba con la ruptura definitiva. Podía estar semanas sin dirigirme la palabra más que para darme los buenos días. Sin responder a mis preguntas ni mis súplicas, ni reaccionar a mis amenazas, mis exigencias, mis ruegos y mis juramentos. Como si quisiera castigarme por el mero hecho de estar vivo. Como si, jugando a perder, me obligara a buscar la victoria y luego no quisiera dármela. O sólo pudiera ganar si me perdía para siempre, sabiendo que yo no podía renunciar a ella.
Éstas eran las funestas consecuencias del viciado sistema de valores de mi juventud. El que no fueran principios éticos ni estéticos sino la pura necesidad lo que determinara el valor y el significado de mis actos hizo que se desdibujaran los límites entre libertad y libertinaje. Hasta que, al cabo de cuatro años, durante una tregua, repentinamente, decidimos casarnos. Desde entonces han pasado seis años terriblemente difíciles.
Sólo sé que aquella tarde de noviembre entré, de un modo bien curioso, en un oscuro período de mi vida. Ella me convirtió en un adolescente inseguro y nervioso, algo que nunca fui. Pero no lo fui no sólo por mi carácter y mis dotes sino también por casualidad. Una vida completa incluye también las etapas perdidas o malogradas, pero lo que uno no vive en su momento ya no se recupera después, y eso no puede uno reprochárselo a sí mismo ni a los demás.
Hasta los dieciséis años no me interesaron especialmente las chicas. Su admiración me parecía tan natural como la insensata idolatría que me profesaba mi madre. Cuando por alguna razón perdía las simpatías de una muchacha, otra ocupaba su lugar. Y siempre había una tercera y hasta una cuarta dispuestas a cubrir la vacante. Acepté las imperiosas señales de mi madurez biológica con la convicción de que no debía resistirme a ellas ni darles excesiva importancia. De todos modos, aún hoy me parece extraño que mi flamante virilidad se hiciera notar, más que en mis sueños y mis relaciones con las chicas, cuando viajaba en tranvía o autobús, con el traqueteo, sobre todo en las curvas. No me molestaba aquello, ni trataba de evitarlo, solía taparlo con la cartera, aunque a veces era tan fuerte la excitación que, para evitar un percance, tenía que apearme deprisa y corriendo. Y esto era suficiente, porque la tensión física, la excitación del cuerpo, no estaba dirigida a una persona en concreto, hasta parecía independiente de mí, sólo estaba asociada al movimiento.
En mil novecientos cincuenta y siete, el verano llegó de repente. En la ciudad había aún muchas casas en ruinas. Parecía que el verano, con sus ímpetus, traía vida nueva a la ciudad. Cuando se reanudaron las clases, mi madre y yo tuvimos varias peleas histéricas, de las que ella salió vencedora; no permitió que volviera a la acaderrua militar sino que rae inscribió en un instituto de segunda enseñanza de Zugló. Una tarde, después de acompañar hasta su casa de la calle Gyertyán a uno de mis nuevos amigos, subí a un tranvía. Debía de ser a últimos de mayo. Cuando pienso en aquella tarde, veo castaños con sus flores blancas en forma de gruesos velones.
Como de costumbre, yo viajaba en la plataforma. Las puertas correderas estaban abiertas y el viento cálido barría el coche casi vacío. En el otro ángulo de la plataforma viajaba un joven. Tenía los pies separados, para mantener el equilibrio, porque llevaba las manos en los bolsillos. Al otro lado de la puerta abierta había una joven rubia con un vestido de verano muy fino, casi transparente. Tenía las piernas desnudas y bien torneadas y calzaba sandalias blancas. Se sostenía de las correas con las dos manos y no llevaba en ellas más que el billete. Quizá por esta razón, o quizá por otra, producía una impresión de desnudez. Al principio, yo miraba a la mujer y ella miraba al hombre, pero cuando ella advirtió mi curiosidad y volvió hacia mí sus risueños y descarados ojos azules, yo, rehuyéndolos, me volví hacia el hombre que, a su vez, detectó en la mirada de la mujer el juego que se había iniciado entre ella y yo. Era un hombre gris, de estatura y complexión medianas. Si de su persona algo llamaba la atención era su piel oscura y tersa, la frente lisa y reluciente y, más mate, el antebrazo, entre la camisa subida hasta el codo y el borde del bolsillo del pantalón. Parecía que tanta suavidad tenía que ir más allá de la superficie. Cuando, siguiendo la dirección de la mirada de la mujer, él se volvió hacia mí, yo, por un pudor incomprensible, tuve que desviar la mirada. Entonces volví a mirar a la mujer, porque quería ver qué decían sus ojos a todo aquello.
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