Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Once años después, a últimos de octubre de mil novecientos sesenta y siete, tuve que hacer un viaje a Moscú. No era el primero. Durante el año anterior había tenido que acompañar a mis superiores inmediatos en tres ocasiones.

Siempre nos hospedábamos en una espaciosa y principesca suite del Hotel Leningrad, muy cerca de la estación de Kazan. Antesala, salón y dormitorio con dosel de seda en la cama. Ésta tenía unas dimensiones que ningún mortal hubiera podido llenar. Mi jefe hablaba ruso sólo medianamente, por lo que yo podía lucirme con mis conocimientos del idioma y aprovechaba cualquier oportunidad para ampliarlos. En mi tiempo libre, paseaba por la ciudad, viajaba en el metro y hacía amistades y hasta conquistas. No era nuevo para mí el tufillo dulzón y viscoso de la gasolina que en Moscú todo lo invade, sube hasta el piso trece, impregna el aire de los parques, penetra en el metro y se te adhiere a la piel, el pelo y la ropa. Había conocido a una rubia muy habladora y ocurrente, y esperaba con agrado la ocasión de verla otra vez. Vivía en Pervomaiskaia con su madre, su hermana mayor y una sobrina de provincias. Las fuertes voces de aquellas cuatro mujeronas y su desbordante efusividad casi hacían estallar el minúsculo apartamento. Aquél era mi hogar secreto. Confieso con rubor que nunca, ni antes, ni después, he visto muslos femeninos tan prietos, poderosos y apetitosos. En el verano alquilaban una dacha en la región de Tula, y hacíamos planes para que yo las acompañara al año siguiente. Buscaríamos setas, nadaríamos y recolectaríamos arándanos para perfumar el té en el invierno. Por aquel entonces, yo aún tenía el vivo deseo de ir a Uriv y Alekseievka. También de ello hablamos extensamente. Pero todo quedó en simple proyecto.

Las negociaciones en las que yo intervenía tenían por objeto sentar las bases de una colaboración para la fabricación de productos químicos. El convenio, en el que trabajábamos representantes de varias empresas comerciales, debía ser firmado por los ministros correspondientes en diciembre. Nos encontrábamos en la última ronda. lio quedaba mucho tiempo. Todos estábamos nerviosos, aún no se habían fijado los precios. De todos modos, los precios seguían fluctuando incluso después de ser fijados.

En las transacciones comerciales del mundo socialista se fijan los precios según criterios muy peculiares, completamente distintos de los que rigen en las relaciones comerciales convencionales. Es como si se hiciera caer al gato en la trampa con la que se pretende cazar a los ratones. Solíamos llamarlo el principio de la trampa doble. En los casos más complejos, acabas por no saber quién ha caído en la trampa de quién.

La historia empieza cuando una determinada empresa comercial socialista pide una oferta no a otra empresa comercial socialista sino a una empresa capitalista, de un producto que desea no comprar, sino vender. La empresa capitalista, que no ignora la situación y sabe que la empresa socialista no tiene intención de comprar, no le da el precio real sino un precio deliberadamente irreal que no atente a los intereses de sus verdaderos clientes. La empresa socialista considera este precio real y lo da a su vez a su cliente socialista. Éste, naturalmente, sabe que el precio es irreal y, por consiguiente, hace una contraoferta no menos arbitraria, por una tercera parte del precio. Por lo tanto, vendedor y comprador inician las negociaciones operando con dos precios irreales y, con el tiempo, cierran un trato real. Cuando dos personas que no creen en fantasmas se encierran en una habitación oscura y se ponen a hablar de fantasmas, al final aparece un fantasma, aunque ellos no puedan tocarlo.

El proceso continúa con el intento del vendedor de acortar la diferencia entre los dos precios irreales mediante negociaciones, pero es tanta la disparidad que sólo puede equilibrarse con apoyo oficial. Ahora bien, el comprador sabe que el vendedor puede contar con ayuda oficial, si la transacción interesa por razones económicas o políticas y, por consiguiente, no está dispuesto a permitir que se reduzca la diferencia de precios. Si el comprador se equivoca y el vendedor no cuenta con ayuda oficial, entonces o no se realiza la transacción o el comprador, también por razones políticas, acepta un compromiso. Pero tanto si la operación se realiza como si no, ninguna de las dos partes sabrá con certeza en qué relación se hallan los precios así negociados con los precios reales del mercado mundial.

Mi jefe, que combinaba gratamente los métodos de enseñanza de los filósofos peripatéticos griegos con los hábitos de los reyes franceses y me iniciaba en los secretos de estas negociaciones durante su aseo matinal, estaba convencido de que los rusos eran los oponentes más imprevisibles. Su flexibilidad en unos casos era tan sorprendente como su obstinación e inmovilismo en otros. Se puede negociar con suecos, italianos, armenios de Estados Unidos o con chinos: en todos los casos, marca la pauta la lógica inapelable del propio beneficio. Las diferencias vienen determinadas por los intereses en juego. Cuando se negocia con un ruso, puede uno olvidarse tranquilamente de la lógica.

Después, cuando empecé a cosechar mis propias experiencias, comprendí que mi jefe se había quedado corto en sus descripciones. Exponer detalladamente mis opiniones nos haría salir de contexto, pero, en pocas palabras, creo que los rusos tienen otro concepto de la realidad y la irrealidad. Lo que desde nuestro punto de vista es irreal, porque cuestiona el esquema de los valores reales y bloquea nuestro orden interno, para ellos es un fenómeno casual y desdeñable, ya que su orden interno puede seguir funcionando con independencia del mundo exterior.

Durante el almuerzo del primer día de las negociaciones, mi jefe sufrió un infarto. Para poder despertarlo a las seis, tal como él deseaba y escuchar sus instructivas digresiones sobre economía mientras él tomaba su baño tibio, tenía que madrugar mucho, o se descubrirían mis ausencias nocturnas, porque Pervomaiskaia queda lejos del centro. Por ello, aquella mañana, el sueño me impidió dar importancia a sus quejas de que no se sentía bien. Era un hombre fuerte y robusto.

La mañana no había sido plácida. Era difícil encontrar el tono justo para la negociación. Si renunciábamos a nuestro sentido del humor y aceptábamos lo que ellos consideraban realista, también nosotros actuaríamos de espaldas a la realidad, pero, si no lo aceptábamos y lo tomábamos humorísticamente, no sería menos irreal la relación. En situaciones semejantes te das cuenta de la flexibilidad y paciencia que necesita, para imponer su criterio, el hijo de una nación pequeña. Durante mi época de aprendizaje, yo tenía la sensación de que era preferible dejar atrás lo antes posible las habituales explosiones de mal humor de los preliminares y solía impacientarme porque, en esta fase, mi jefe, que había sido prisionero de guerra durante cuatro años, vacilaba y contemporizaba, a pesar de que ello no nos hacía avanzar.

Después de la sesión de la mañana, almorzábamos con dos importantes miembros de la delegación comercial en el inmenso comedor del hotel. Mi jefe apoyó cuidadosamente el cuchillo y el tenedor en el plato y dijo que deberían abrir una ventana. Dadas las dimensiones del comedor, la observación parecía absurda, y nadie pensó que pudiera faltarle el aire. Nunca había visto a una persona sentada en una inmovilidad semejante. Al cabo de unos instantes, volvió a hablar. Nos pidió que buscáramos el medicamento que tenía en el bolsillo, abrió la boca y sacó un poco la lengua. Tenía la cara cenicienta y reluciente de sudor. No dijo más ni se movió y se le empañaron los ojos, pero aquella lengua extendida nos indicaba que debíamos ponerle la medicina debajo. Tan pronto como la minúscula tableta se disolvió, él reaccionó, soltó el cuchillo y el tenedor, se enjugó la cara y recuperó un poco el color. Enseguida volvió a ahogarse y se puso en pie, inquieto, como buscando aire. Nosotros lo sosteníamos, pero daba pasos tan firmes que lo soltamos. En el vestíbulo se desplomó. Lo llevaron al hospital. Aún vivió dos días, pero no recuperó el conocimiento.

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