Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Hubo que interrumpir las negociaciones. Comuniqué telefónicamente al director general lo sucedido, no había grandes esperanzas de recuperación, el enfermo no podía viajar. Rogué que avisaran a la familia. Aunque las conversaciones con mi jefe se limitaban a asuntos profesionales, yo tenía la impresión de que los miembros de su familia, a los que no conocía, debían de parecerse a él: fuertes, ágiles, un poco escépticos pero vitales. El director general dijo que las negociaciones debían proseguirse sin demora. La táctica dilatoria practicada hasta la fecha le parecía mera cuestión de forma, por no decir inoperante. Había que aceptar las ofertas de los rusos. Así lo había ordenado expresamente a mi jefe, que siempre estaba poniendo trabas y objeciones. Me encomendaba la dirección de las negociaciones, que debía encauzar de acuerdo con sus instrucciones. Informaría por telex de su decisión al jefe de la delegación quien, a su vez, comunicaría a los rusos la sustitución. Si todo este asunto no fuera simple cuestión de forma, ya enviaría a alguien. ¡Podía tomar nota! Pero no fueron así las cosas. Finalmente, se encargó de la dirección de las negociaciones a un miembro de la delegación, de rango superior que, po obstante, aduciendo que no había sido debidamente informado, delegó en mí la gestión.
Durante los dos días siguientes tuve que realizar una serie de trabajos de gran responsabilidad. La actividad engendra energía y necesidad de más actividad, y quizá por ello no podía parar en mi cama con dosel, a pesar de comprender que el teléfono podía sonar de un momento a otro y, no sin cierto sentimiento de culpabilidad, dormía en la Pervomaiskaia. Allí, en el tranquilo abrazo de un cuerpo de mujer fuerte y cálido, reviví la muerte de mi padre, perdido ya para siempre.
Ni el abrazo podía ahuyentar la muerte. En un estado de duermevela, me deslizaba por un paisaje nevado. Era una escena que llevaba dentro y que se me representaba constantemente.
Más de dos semanas después de que el enemigo rompiera la cabeza de puente de Uriv, el veintisiete de enero de mil novecientos cuarenta y tres, mi padre partió en un camión para informar de la situación. Era el día en que habían empezado la retirada. Faltaba muy poco para que su unidad quedara rodeada. En mi sopor, siempre llegaba a un punto en el que me quedaba dormido o tenía que volver a empezar. Se sabía que, en su retirada, a las veinte horas treinta minutos, el batallón se había tropezado con tropas rusas y, al cabo de media hora, las bajas eran del cincuenta por ciento. Pero el resto había conseguido abrirse paso. A unos seiscientos metros del escenario de la lucha fue hallado el camión en el que mi padre había salido a primera hora de la mañana. Con impactos de bala y las puertas abiertas. Vacío.
Esperamos a mi padre durante años, puesto que el camión estaba vacío.
Tengo una foto suya, que nos envió desde el frente. Un inmenso campo de girasoles, bajo un cielo vacío. En medio del campo, una pequeña figura humana, hundida en las flores hasta la cadera.
Al segundo día por la mañana, al regresar al hotel, oí desde el pasillo el insistente timbre del teléfono. Es un sonido inconfundible. No necesitaba levantar el auricular. Pero el ser humano es estúpido. Levanta el auricular para enterarse de cuándo sucedió lo que ha sucedido. Una hora y media después, reanudábamos las negociaciones. Reinaba un ambiente extraño. Los rusos nos expresaron su condolencia, conmovidos, a pesar de lo cual nos sentamos todos a la mesa, tratando de hacer como si nada hubiera ocurrido. Reforzaban la impresión las habituales deliberaciones sobre el orden del día y el ostentoso manoseo de papeles y carpetas. Cuando me llegó el turno de hablar, no pude menos que pronunciar un breve elogio fúnebre. Y aquellos hombres, bastante mayores que yo y curtidos veteranos de guerra la mayoría, escucharon en atónito silencio mi descripción de nuestro ritual matutino en el cuarto de baño.
A nosotros, los húngaros, la muerte nos inspira horror. Para los rusos, por el contrario, es como el signo débil de su alfabeto, que es mudo pero debilita el sonido de la consonante que lo precede. Durante las dos últimas noches pasadas en la Pervomaiskaia, mi intuición me había permitido percibir esta diferencia. La rusa fue la primera mujer -y, durante mucho tiempo, la única- en cuyos labios despertó mi boca.
Terminada mi pequeña oración fúnebre, casi sin hacer una pausa, pasé al tema de las negociaciones. No pretendo disculparme si digo que no me guiaban motivos ocultos. Pero me salté las instrucciones de mi director general. Yo no sentía más que el horror de la muerte, y esto me hacía obstinado. Al cabo de diez minutos, los rusos habían aceptado todas mis propuestas. Dedicamos el resto de la jornada, que no interrumpimos para el almuerzo, a fijar los detalles. El colega de la delegación comercial no se atrevió a hacerme reproches, pero le escocía que hubiera obrado por mi cuenta. Ambas partes deseaban acabar lo antes posible. Si más no, porque era la víspera del seis de noviembre, fiesta nacional rusa, y una hora en la que ya no se trabajaba.
Volví al hotel al anochecer. Estaba tenso, sobreexcitado por falta de sueño, en un estado en el que uno se siente especialmente enérgico. Estaba deseando quitarme la corbata y el consabido traje oscuro y marcharme a la Pervomaiskaia. No podía felicitarme por mi intervención, a pesar de que había sido todo un éxito. Era demasiado alto el precio. Porque el éxito no era mío sino del muerto, no había triunfado yo sino la muerte. El director general no me haría reproches y, si me los hacía, la delegación comercial se vería obligada a defenderme, pero con mi proceder me había ganado su antipatía. Durante mucho tiempo, se me consideraría poco digno de confianza y, en estas condiciones, no se puede ascender. Éste era mi ánimo mientras iba hacia el ascensor.
Estaba casi lleno, pero la ascensorista me esperaba. Yo dudaba, porque no me apetecía mezclarme con aquella gente. Además, había podido darme cuenta de que eran húngaros, circunstancia que me repelía más que atraía. Entonces me fijé en una muchacha de pelo castaño y rizado que llevaba un abrigo largo con cuello de piel. En aquel momento, la adusta acensorista, contestando a una pregunta decía: no, imposible, ahí se celebra un banquete. Y todos se echaron a reír, como si acabaran de oír un chiste muy gracioso. Banquete, banquete, ¡gritaban. En medio de aquella infantil algarabía, entré en el ascensor. No me sentía cómodo. Mis compatriotas, cuando viajan por el extranjero solos, suelen sentirse perdidos, pero, si van en grupo, se comportan con un desenfado que roza la majadería. Supongo que también ellos adivinaron mi nacionalidad. Y reaccionaron del mismo modo que yo. Su alegría decayó. Yo me situé en un lugar que me permitiría contemplar a la muchacha desde cerca. El abrigo negro, entallado y un poco anticuado, envolvía una figura esbelta, y el cuello de zorro plateado enmarcaba suavemente una cara enrojecida por el frío. En el pelo, las cejas y hasta en las pestañas, se fundían diminutos copos de nieve. Aquel día caía la primera nieve. Nevaba desde el amanecer.
En mi estado de abúlica indiferencia, pienso: esto es lo que yo necesito. Y veo en sus ojos que ella no sólo capta mi mirada sino que comprende su significado. No le parece impertinente, pero tampoco responde. No siente lo mismo que yo pero no me rechaza. Comprende y acepta lo que le ofrezco, pero sin ansia. Casi con indiferencia Pero no sin curiosidad. Incluso con cierta displicencia, como diciendo: pronto, pequeño, vamos a ver qué más puedes ofrecerme. Subidos casi tres pisos mirándonos a los ojos. Estábamos pendientes el uno del otro, pero ella trataba de disimular, mientras que yo tenía la impresión de que a mi lado alguien me miraba sin pestañear, como si pudiera leerme en la cara lo que me proponía. Tenía que desistir. Pero vacilaba, porque desviando ahora la mirada podía dar la impresión de que era incapaz de sostener la de la muchacha, a pesar de que era aquella otra mirada la que no podía resistir.
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