Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Cuando una persona tiene miedo de sus propios pensamientos porque ha de protegerse de los pensamientos de los demás, trata de sustituir sus pensamientos, que considera peligrosos, por los pensamientos de los otros. Pero nadie puede pensar con el cerebro de otro porque los pensamientos que así se obtienen no son más que suposiciones de su propio cerebro acerca de lo que otros puedan pensar sobre determinadas cosas. Por ello, no sólo debe eliminar de sus pensamientos todo indicio que delate que no piensa él sino que se limita a suponer lo que piensan otros, sino también desterrar también la inseguridad que produce el que todo el proceso de sustitución se basa en realidad en una presunción. Ahora bien, cuando una persona tiene que imponer a su impresionable masa cerebral esta manera de operar aprenderá mucho sobre la mecánica del pensamiento, pero corre el grave peligro de perder la facultad de distinguir entre sus convicciones y sus presunciones.

Transcurrió por lo menos hora y media. Cuando oí decir mi nombre, me sentí desprevenido. A pesar de todo, me alegré de poder levantarme e ir por fin a algún sitio. Klement acababa de meterse en la boca otro terrón de azúcar. El bedel estaba en la puerta. Y entonces se le ocurrió a Klement comentar con un sonoro chupeteo: «De todos modos, a ti, Sómi Tót, hay que darte por descontado.» Esta frase me hundió. Desde luego, daba a entender que yo no podía haber tenido nada que ver con el grave delito del que él debía de estar al corriente, aunque el tono compasivo de su voz tampoco auguraba el indulto, a pesar de la alentadora benevolencia que pretendía expresar hacia el primero de la clase. Lo cierto es que demolió todo el sistema de suposiciones que yo había construido durante la última hora y media. Sentí lo mismo que cuando la enfermera, tratando de animarme, mencionó a mi madre en el hospital. Entre las ruinas de mis suposiciones y mi sistema defensivo no encontraba nuevas suposiciones a las que aferrarme. Además, tampoco quedaba tiempo para reflexiones, después de esta curiosa observación. Habida cuenta de las circunstancias, mis pies me llevaban con una seguridad asombrosa. Como una bestia fugitiva, por la única rendija, hacia la trampa.

Cruzamos la sala de profesores y, cuando el empleado de la oficina me abrió la ancha puerta del despacho del director, mi pánico había llegado a su punto culminante. La pesada hoja de la afilada guillotina ya me había seccionado el cuello. Estaba muerto. Pero aún tenía los ojos abiertos y, desde el fondo del cesto del serrín, vi que lo que me aguardaba al otro lado no era horroroso sino todo lo contrario, tranquilo, amable y risueño. Un almuerzo campestre. Un opíparo yantar con aroma de cigarro puro.

Nada más entrar, empezaron a hablarme en ruso.

La puerta de la sala de profesores se cerró a mi espalda, pero la que comunicaba el despacho con la vivienda del director y las interiores, todas ellas enormes, de madera oscura artísticamente labrada, estaban de par en par. Por el vano se veían lujosas habitaciones con pesados muebles y gruesas alfombras. Hasta mucho después no descubrí los cuadros de Hans Makart, pintor de la corte de Viena, que muestran unos interiores fastuosos, en cálidos tonos marrones y rojos, con profusión de cortinajes, esculturas y plantas, que siempre me recordarían aquel momento irreal. Por Livia, la hija del bedel, sabíamos que el antiguo director, que había sido cesado y deportado, había tenido que dejar todas sus pertenencias. En la habitación del fondo jugaban en la alfombra las dos hijas pequeñas del director. Las habitaciones eran claras y estaban inundadas del sol de la mañana que se reflejaba en la nieve. Vi pasar al trasluz la figura esbelta de la esposa del director. Se oía una radio, música clásica, suave.

El joven que estaba sentado en el gran escritorio tallado, a la sombra del robusto filodendro y de la palmera, me preguntó en ruso cómo estaba. Por su aspecto y su acento comprendí que me hablaba en su lengua materna. Los otros hombres estaban repartidos, en actitud indolente, por sillas y sillones desplazados de su sitio habitual. El director era el único que parecía encontrarse allí de prestado, apoyado en la estufa de cerámica, con una sonrisa forzada. El despacho estaba lleno de humo, los visitantes tenían copas de vino en la mano comían emparedados, removían el café en las tazas y fumaban. Nada de aquello hubiera indicado una visita oficial, de no ser porque en la mesa, en la librería y hasta en el suelo, al lado de las sillas, había papeles de aspecto extraño y alarmante.

Por toda respuesta, se me escapó una expresión rusa que había descubierto en un cuento de Tolstoi. No dije: estoy bien, gracias, sino: muchas gracias, estoy espléndidamente. Algunos se echaron a reír.

Veo que no te muerdes la lengua, dijo el que me había preguntado. Acércate, queremos hablar contigo.

Delante del escritorio me aguardaba una silla tapizada. Cuando me senté en ella, los demás hombres quedaron a mi espalda.

Yo no sabía qué ocurriría. No podía adivinar en qué iba a consistir el examen. Pero a medida que el hombre preguntaba y yo, en mi ignorancia, le respondía sin dificultad, sentí que iba por buen camino. El camino era bueno, pero yo no sabía adonde me llevaría. De pronto, se hizo el silencio, un silencio tenso. Su satisfacción había generado la tensión.

Cuando estuve sentado, el ruso amistoso me preguntó si nevaba hoy.

Yo respondí que hoy no nevaba, que hacía sol, pero que ayer había nevado mucho.

Luego se interesó por mis notas y, después de recibir mi respuesta, con una benévola inclinación de cabeza, me preguntó qué quería ser.

Soldado, respondí sin pensarlo.

Magnífico, exclamó el ruso, apartó la silla, salió de detrás del escritorio y se paró delante de mí. Es nuestro hombre, dijo a los demás, luego me tomó la cara entre las manos y me dijo que riera. Quería ver si podía reír.

Yo lo intenté. Pero seguramente no me salió muy bien la risa, porque él me soltó y entonces me preguntó si alguien de mi familia hablaba ruso y me lo había enseñado.

Yo respondí que mi padre hablaba ruso, pero entonces me atasqué, ya que esto, con ser poco, era más de lo que me convenía decir.

¿Tu padre? Me miraba interrogativamente.

Sí, respondí, pero no lo he conocido. El ruso lo he aprendido en los libros.

Él creyó haber entendido mal, no lo has conocido, preguntó con extrañeza.

Toda mi decisión, mi afán de disimulo y mis esperanzas se esfumaron. Yo seguía tratando de sonreír. Murió, dije, y por lo menos conseguí no echarme a llorar.

Entonces algo se movió a mi espalda, alguien hojeaba un cuaderno o un libro, sonaron unos pasos que se acercaban, pero yo no me atreví a volver la cabeza, aunque también el ruso estaba atento a lo que allí ocurría.

El director, con el libro de la clase abierto en la mano, se paró a nuestro lado y señaló con el dedo algo que ya debía de haber mostrado al otro. Delante del apellido, en pequeños recuadros negros, se indicaba en letras rojas nuestra ascendencia,

El ruso lanzó una rápida mirada a las anotaciones, volvió a sentarse detrás del escritorio y se tapó la cara con las manos con la desesperación de un enamorado defraudado. Y preguntó qué podía hacer ahora conmigo.

Yo no contesté.

Alzando la voz, en tono casi áspero, repitió la pregunta en húngaro.

No lo sé, respondí en voz baja.

Y crees que eres digno de hablar la lengua rusa, preguntó, ahora en su lengua materna.

Esto me dio la impresión de que no todo estaba perdido, y traté de recuperar su benevolencia.

Ahogadamente, murmuré un Sí en ruso.

Dijo que podía marcharme.

Apenas media hora después de que se fueran, circuló la noticia de que los que habían superado la prueba irían a Sotschi durante las vacaciones de invierno. Nunca había empezado yo unas vacaciones con ánimo tan decaído. Me costó mucho esfuerzo pronunciar aquel Sí y, no obstante, creo recordar que sonó muy decidido y marcial. Me hubiera gustado poder oírme con sus oídos y es que, de haber estado seguro de mi éxito, hubiera podido olvidar mi traición. En realidad, tampoco deseaba que me llevaran de vacaciones de invierno y, a medida que transcurrían los días, disminuían las probabilidades. Ahora rehuía a Prém. Ya no quería jugar con él.

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