Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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El comportamiento de las personas que nos rodean nunca nos sorprende. A determinadas situaciones responden unas mismas pautas de comportamiento. Todos repetimos los mismos gestos hasta el fin de nuestros días, y ello da seguridad a nuestro entorno. De acuerdo con esta experiencia me preparaba yo para la visita de mi madre.
En la sala había otras momias blancas como yo, inmovilizadas en la cama. Todas gemían, suspiraban, roncaban, jadeaban y olían mal. Yo, de algún modo, quería disociarme de ellas. Encima de la puerta brillaba una luz azulada. Me hice incorporar en la cama con gruesos almohadones en la espalda, pedí a la enfermera que encendiera la lámpara de lectura, que se llevara el orinal y que me trajera un periódico. Yo la veía entrar y salir. A causa del dolor, no pude permanecer leyendo con un solo ojo hasta que llegó mi madre. Me quedé dormido. Al abrir los ojos, descubrí con asombro que la figura que estaba en la puerta no era mi madre, sino una verdadera furia con la cara y la ropa de mi madre. Yo no estaba preparado para aquel ataque. Entró con el brazo en alto y me dio con el bolso en la cara, me agarró por los hombros y, de no haberse arrojado sobre ella la enfermera, me hubiera golpeado, a pesar de mi estado. Ella que, hasta entonces, nunca me había puesto la mano encima. Ahora, las dos mujeres peleaban por mí. Mientras la furia me gritaba roncamente qué has hecho, en qué lío te has metido ahora, qué atrocidad, mi ángel de la guarda, con voz chirriante y nasal le decía: «pero qué hace, no lo toque, está loca, ¡socorro!». La sala se iluminó de pronto como si fuera de día, en cuestión de segundos, todos se despertaron y se pusieron a gritar, pero el alboroto acabó enseguida. La furia se había esfumado, al lado de mi cama sollozaba mi madre. Entonces la enfermera la soltó. Me palpó la escayola y todos los miembros, los vendados y los sanos, y fue colocando en sus camas a los demás, reía, un poco azorada, tranquilizó a todos, apagó la luz y se fue, sonriéndome desde la puerta.
En una situación como ésta, lo natural es que el niño explique a los padres lo que ha hecho y por qué lo ha hecho. Confiesa sus pecados, descubre por lo menos una tercera parte de sus secretos y, a cambio de su sumisión, obtiene el perdón. Pero yo ni pensé en confesar. Estaba seguro de que tampoco Prém diría a la policía más que lo indispensable. Quizá no pensé en confesar porque tenía otras cosas en qué pensar: por primera vez en mi vida, me encontraba entre dos mujeres. Aquella borrascosa escena me había revelado que mi madre no era sólo mi madre, sino también una mujer. Hasta aquel momento ni se me había pasado por la imaginación. Una de las dos mujeres se había arrojado sobre mi cama llorando y la otra me había arreglado la cama sonriéndose. Como si le produjera una malsana alegría el saberme en manos de una furia semejante.
Mi madre repitió entonces sus preguntas llorando y con ello planteó la cuestión crucial de mi vida. Era el momento en el que yo tenía que decidir sobre mi independencia. Con la mano sana y el brazo escayolado, volví hacia mí su cara llorosa. Estaba furioso con ella, quería apartarla de aquel terreno peligroso, pero sin hacerle mucho daño.
Le dije que también hubiera podido venir antes.
Es que acababa de llegar a casa. Y había encontrado a un policía esperándola. Un policía.
Y yo llevaba todo el día aquí, sin probar bocado.
Ella me miró con ojos húmedos.
Me apetecía compota de guindas.
Compota, repitió con asombro, y de dónde quería que ella sacara la compota de guindas.
Pero sus ojos ya habían recobrado aquella mirada familiar, solícita y un poco temerosa, de viuda. Yo la había dominado, como me correspondía. Y había vuelto a convertirla en mi madre.
Hoy sé que yo fui quien mató en ella a la mujer.
Me parece que huelga decir que esta vida, nuestra vida, era completamente distinta de la de mi amigo muerto. Sí, hubo también en esta historia un breve período de tiempo que marcó profundamente mi actitud, en el que, al igual que a él y a su amiga Maja, también a nosotros nos acometió la fiebre del contraespionaje. Lo llamábamos labor de reconocimiento. Había que introducirse en territorio enemigo y retirarse sin ser descubierto. Siempre elegíamos casas habitadas por personas desconocidas. Nos parecía más decente, ya que a los conocidos no hubiéramos podido mirarles a la cara. Explorábamos jardines, registrábamos habitaciones, atisbábamos por la ventana que habían dejado abierta por descuido, el postigo que forzábamos, la puerta que sólo había que empujar, y seleccionábamos el objeto que había que llevarse. Uno vigilaba y el otro trabajaba.
Nunca nos quedamos con nada. Los objetos que nos llevábamos como prueba eran devueltos. Solíamos dejarlos delante de la puerta, en el alféizar de una ventana o, en el peor de los casos, los arrojábamos por encima de la cerca. Por nuestras manos pasaban carpetas, relojes, pisapapeles, plumas, cajas de pastillas, sellos, pitilleras y las más diversas chucherías. Recuerdo vivamente una caja de música de laca china y una figurita de miembros articulados francamente pornográfíca. Ninguno de los secretos de mi vida amorosa, que guardo celosamente, la aventaja en obscenidad. Violábamos la vida de desconocidos indefensos. Viviendas desnudas, mudas y confiadas.
En este aspecto, nuestras actividades eran ya francamente delictivas. Sólo de pensar en la acción se nos encogía el estómago, se nos nublaba la vista, nos temblaban las manos y los pies, nos roncaban desaforadamente los intestinos y más de una vez habíamos tenido que hacer nuestras necesidades en presencia del otro.
Pienso yo que el valor moral de un acto puede medirse físicamente, en el cuerpo. Esta medición física puede realizarla cualquier persona, en cualquier momento. La unidad de medida es la relación específica entre lo permitido y lo prohibido. El acto no es sólo resultado de una predisposición determinada por el instinto sino de la relación entre esta predisposición y los tabúes inculcados por la educación. El carácter, la actitud social, las cualidades heredadas y la ascendencia familiar tratan de manifestarse equilibradamente por medio del acto. Cuando se produce un desequilibrio, el cuerpo reacciona con angustia, sudor y ansiedad y, en casos más graves, con desmayos, vómitos, diarreas e, incluso, con disfunciones orgánicas.
Así pues, teóricamente, la sociedad debería considerar ideal a la persona que sólo siente el deseo de hacer lo que está permitido. Y peligrosa a la que únicamente busca lo prohibido. Sin embargo, este principio, aparentemente lógico, no se rige por las reglas de la lógica más que la teoría de la asimetría entre fealdad y belleza. Y es que no existe en el mundo ni una persona en cuyos actos no aparezca tensión entre lo permitido y lo prohibido, como tampoco la hay que sólo desee hacer lo prohibido. El ideal de la armonía social reside en las personas que consiguen mantener en sí esta tensión al nivel más bajo posible, a pesar de que a nadie se le ocurrirá considerarlas sabias, buenas o perfectas. De sus filas no salen frailes ni monjas, revolucionarios ni inventores, perturbados ni profetas, pero tampoco criminales. Desde el punto de vista de la armonía social serán, a lo sumo, útiles. Pero la mayor utilidad imaginable sólo puede medirse en relación con la mayor inutilidad.
Y si antes, en mis reflexiones sobre la belleza y la fealdad, afirmaba que, puestos a elegir entre dos formas casi perfectas, nunca elegiremos la desproporción casi perfecta sino la casi perfecta proporción, ahora, al tratar del bien y el mal, debo decir que nunca elegimos como norma de nuestras acciones el bien necesario para la vida, el término medio pacífico y aburrido, sino siempre lo extraordinario, lo que genera tensión, el mal necesario para la vida. Lo que no significa sino que para el sentimiento la norma es el más alto grado de perfección posible, mientras que para la razón lo es el más alto grado de imperfección.
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