Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Con Prém he mantenido y mantengo una magnífica relación. El no se hizo soldado sino mecánico de coches. Y es un honrado padre de familia, lo mismo que yo, aunque, buscándole tres pies al gato, quizá sus declaraciones de impuestos no sean irreprochables. Hace unos años, precisamente por la misma época en que mi amigo regresó de Heiligendamm y yo renuncié a mi lucrativa carrera en el comercio internacional, Prém abrió taller propio. Mientras nosotros dos íbamos a la quiebra espiritual, él prosperaba en lo material. Cuando algo no anda bien en mi coche, lo reparamos juntos el domingo por la tarde. Prém es el terror de las averías. Cuando estamos agachados en el grasiento foso de su taller o tendidos debajo del coche y, a través de las piezas de una máquina inerte, se establece entre nosotros una comunicación, cuando juramos y nos peleamos o cuando aplaudimos las manipulaciones del otro, es decir, cuando en cierto modo disfrutamos de la mutua compañía, existe en nuestra relación un componente ritual en el que se percibe aquel vínculo infantil y también la necesidad elemental de este vínculo.
Prém y yo habíamos sellado una hermandad de sangre, aunque no recuerdo con motivo de qué. Con el cuchillo de monte de mi padre nos hicimos un pequeño corte en la yema de los dedos, frotamos la sangre en la palma de la mano y lamimos cada uno la del otro. La ceremonia no tuvo nada de solemne, desde luego. Quizá porque no había corrido mucha sangre. Nuestra torpeza nos avergonzaba. A pesar de todo, aquella unión, sellada con sangre, fue estrecha y perdurable. Lo que otros hacían con palabras lo encomendamos nosotros al lenguaje de nuestro cuerpo. Y, a mi modo de ver, el cuerpo dispone de palabras que nada tienen que ver con el erotismo. Nosotros utilizamos nuestros cuerpos como instrumentos físicos para un fin determinado, no para su mutua relación. Por otra parte, nunca se nos ocurrió considerarnos amigos. Aún hoy nos llamamos camaradas, término que, en mi boca, a causa de mis ambiciones intelectuales, tiene un acento un tanto irónico, pero que para él, a causa de nuestro distinto medio social y familiar, encierra una importante matización. Él tiene otros amigos. Cuando de solventar sus pequeñas pero jugosas trapisondas tributarias se trata, sabe que siempre puede contar con mi asesoramiento técnico.
Nosotros sabíamos que, para poder ser soldados, teníamos que burlar al sistema. Ninguno de los dos hubiera podido imaginar carrera más inasequible. Yo era hijo de un capitán de Estado Mayor del ejército húngaro de antes de la guerra y su padre había sido un fascista fanático. Mi padre había caído en el frente ruso. Su padre se había apropiado de bienes confiscados a los judíos, había cumplido una condena de cinco años y, a los seis meses de salir de la cárcel, había vuelto a ella. El absurdo régimen imperante reducía a un común denominador a dos vidas diametralmente opuestas, determinadas por antecedentes totalmente diferentes e ideologías dispares. A los dos se nos consideraba descendientes de criminales de guerra. Si no queríamos que nos tomaran por idiotas o por perturbados, debíamos mantener en secreto nuestra decisión. Ni siquiera entre nosotros hablábamos de ella, puesto que, al fin y al cabo, no queríamos ser soldados del Ejército Popular sino, simplemente, soldados.
Ello exige una explicación.
Hasta mediados de los años cincuenta se manifestaba la esperanza, apoyada en argumentos aparentemente pragmáticos, de que muy en breve los ingleses y los norteamericanos liberarían de las tropas soviéticas a nuestro país. Y la circunstancia de que en mil novecientos cincuenta y cinco los rusos abandonaran Austria mantuvo viva esta esperanza hasta el cuatro de noviembre de mil novecientos cincuenta y seis. La situación de nuestra familia me parecía injusta e indignante, pero con el infalible realismo del niño me daba cuenta de que las personas de mi entorno no creían en lo que con tanto énfasis se aseguraban unas a otras. Cuando mis tíos y tías hablaban de ello, el miedo y el deseo de engañarse a sí mismos les hacía bajar la voz a un tono falso y nervioso. A mí me repelían aquellas voces forzadas. Por lo tanto, reconozco que, a falta de otra posibilidad, me había hecho a la idea de ser soldado del Ejército Popular. Por lo tanto, tenía que realizar mi propósito sin traicionar a mi familia. Y en este plan, éticamente dudoso, era de gran ayuda para mí el ejemplo del abuelo.
Él, quinto hijo de los ocho que tuvo el maestro del pueblo de Nagylóc, no hubiera tenido posibilidad de desarrollar sus grandes dotes intelectuales, ya evidentes en su niñez, fuera del ejército o de la Iglesia. Era un niño turbulento y rebelde, lo que obligaba a descartar la carrera eclesiástica. Pero sus ambiciones militares chocaban con la oposición de mi bisabuelo, acérrimo nacionalista antiaustríaco, que incluso trató de impedir que el abuelo se alistara en el Real Ejército Húngaro Honvéd, en el que las voces de mando se daban en lengua húngara y, desde el Compromiso con Hungría del sesenta y siete, no podía actuar fuera de las fronteras húngaras sin autorización del Parlamento. A pesar de todo, era un ejército conjunto, y su hijo no tenía por qué hacer causa común con los imperiales. Durante una de sus discusiones, mi abuelo amenazó con marcharse de casa y hacerse bailarín si su padre no cedía. Esto le valió dos bofetadas, pero también, al día siguiente, el permiso paterno. Se licenció por la Academia Militar de Sopron con honores.
Nosotros dos nos preparábamos con ahínco para ser buenos soldados en un ejército húngaro, cualquiera que fuese. Para ello nos sometíamos a las más duras pruebas. Con mochilas cargadas de piedras hacíamos largas marchas en lo más tórrido del verano, o nos arrastrábamos por zanjas entre un agua helada, o trepábamos a los árboles para saltar desde las alturas. Reptábamos desnudos entre el espino. No íbamos a casa a cambiarnos de ropa, aunque estuviera empapada o congelada. No teníamos hambre ni sed, ni calor ni frío, no podíamos sentir miedo ni cansancio, repugnancia ni dolor. Éstas eran las reglas. A veces, salíamos de casa en plena noche y teníamos que encontrarnos sin haber fijado previamente el lugar. En estas ocasiones, nuestro instinto funcionaba de un modo asombroso. Dormíamos en graneros o pasábamos las noches en vela. Preferentemente, si nevaba, porque queríamos descubrir cómo burlar a la traidora muerte por congelación. Y al día siguiente, como si nada, volvíamos a la escuela. Competíamos a ver cuál de los dos podía estar más tiempo sin respirar. Hacíamos el mismo experimento debajo del agua. Cuidábamos el uno del otro, pero no con con la atención afectuosa de los enamorados sino movidos únicamente por el interés de la mutua utilidad. Aprendimos a arrastrarnos sin ruido sobre la hojarasca, a imitar las voces de los pájaros y a construir refugios en la nieve, tan sólidos que se podía hacer fuego en su interior. Nos ejercitábamos en levantamiento de peso, escalábamos, corríamos por terreno difícil y cavábamos trincheras. Teníamos días de no comer y días de no beber. Y comíamos y bebíamos las cosas más inverosímiles. Beber agua de los charcos, comer hierba y sorber huevos de pájaro recién robados del nido eran cosa habitual. Una vez le obligué a tragarse una babosa, y él, a mí, una lombriz de tierra ensartada en un pincho y asada, pero también esto eran pruebas de valor, no crueldades. Siempre teníamos heridas y magulladuras y la ropa destrozada, lo que a Prém le valía no pocas palizas. Yo tenía que inventar las más complicadas mentiras, para tranquilizar a mi preocupada madre.
Recuerdo un solo caso en el que no me fue posible encontrar una excusa. Pero ni aquella experiencia, que tan dramática resultaría, consiguió quebrantar mi espíritu. La sitiuación me delataba, pero yo no estaba dispuesto a confesar. Desde entonces, soy un embustero empedernido, un hombre que siempre busca pretextos y disimula, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. Y, sin proponérmelo, descubro con indulgencia los engaños que practican mis semejantes en su búsqueda de verdades inequívocas. Pero ahora prefiero relatar mi experiencia.
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