Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Según su reacción a esta conducta mía que sin duda cabe calificar de peculiar, por la que me niego a satisfacer una necesidad básica que yo considero totalmente superflua, las mujeres pueden dividirse, según mi experiencia, en tres grandes grupos.
Pertenece al primer grupo la mujer nerviosa, lábil, melancólico-sentimental, vulnerable que cada vez se enamora eternamente y que enseguida se sulfura, llora, me golpea con los puños, me grita: «ya sabía yo que tú no buscabas en mí nada más que eso», me llama hipócrita y me amenaza con tirarse por la ventana ahora mismo. ¡Tengo que quererla! Pero nadie puede querer a la fuerza. No es difícil apaciguar o satisfacer tempestuosamente a este tipo de mujeres. Si puedo violarla en el punto culminante de su frenesí, es decir, si actúo en el momento oportuno, todo se arregla rápidamente. Son las masoquistas, las que siempre han esperado a la bestia sádica, que no soy yo, desde luego. Su placer es breve, creen sentirlo intensamente, pero se corta de repente, sin alcanzar la ansiada cumbre, quedándose a un nivel mucho más bajo y pedregoso. Son las que menos me gustan.
El segundo tipo se inclina por la callada sumisión. Si ceden a la arbitrariedad de mi cuerpo, el arco de su sensualidad, generalmente remisa, asciende lenta y gradualmente hasta una culminación que estremece todo su ser y que casi siempre se repite. Es como si cada inhibición superada las propulsara hacia nuevas cotas de placer, y, aunque el placer persiste, las inhibiciones lo retardan, de modo que al fin no es sólo el placer lo que triunfa. Esta relación amorosa es como una carrera de obstáculos de la sensualidad. Son muchachas reservadas, modosas, que temen llamar la atención, sufren por su escaso atractivo y son propensas a la hipocresía. Y, aunque no acepten mi tiranía, hacen como si nada echaran de menos. Llevan su abnegación hasta el extremo y cuando se convencen de que tampoco esto les sirve de nada porque a mí, a diferencia de ellas, la entrega no me inspira agradecimiento, sino que, a lo sumo agudiza mi atención y aumenta mi exigencia, protestan con tiernos gestos de sumisión en los que se oculta la intención de incitar a mi boca con las caricias de su boca de la que hacen la esclava de mi cuerpo. Y así termina nuestra modesta historia. Estas mujeres me inspiran profunda compasión, pero en la práctica soy despiadado con ellas.
El tercer tipo es el que prefiero. Son, generalmente, mujeres fuertes y vigorosas. Robustas, alegres, orgullosas, apasionadas, tercas, imprevisibles. Los preámbulos son lentos. Como se enfrentan los grandes depredadores. Nuestros encuentros están exentos de complicaciones emocionales. Pero con frecuencia el escarpado frente de la onda de nuestro placer se trunca al chocar frontalmente con nuestra agresividad. Y entonces el fragor de la batalla cede el paso a un silencio amenazador. Me encantan estas cumbres vastas y luminosas. Se suceden de forma caprichosa e imprevisible, poniendo a prueba todos mis intentos por controlar mis impulsos, y me da la impresión de que no es un solo pico el que tenemos que escalar, sino una cordillera interminable. En realidad, me parece estar en un altiplano de escasa vegetación. Es sólo un lugar de descanso, una estación de tránsito, donde se come, se bebe y se reponen fuerzas. Al llegar a estas alturas, mi pareja experimenta una sensación de carencia. O una sed que yo no puedo saciar. Pero ellas instantáneamente se dan cuenta de la situación y tratan de dominarla solicitando apasionadamente a mi boca aquello que con el mayor autodominio me negaban. Porque ni en sueños imaginan que puedan salir derrotadas por mis rarezas. Al chocar con mi frío despotismo, parecen decir: ¿así que no quieres?, ¡pues toma esto! Quieren resarcirse y no se lo reprocho. En esta nueva situación, yo tiendo a una cierta flexibilidad no sólo porque el juego me divierte y porque de este modo no necesito tocar su boca, sino también porque sé de antemano que a los pocos minutos de iniciar su venganza perderán su autocontrol y, con un placer incrementado y compartido, yo podré volver a ser el mismo. Así se compensa el defecto con el exceso. Ellas son realistas lo mismo que yo. Y saben que el equilibrio necesario para la vida no se consigue tratando de alcanzar el ideal, sino aprovechando todos los medios de que disponemos. Por lo que respecta a nuestra inventiva, somos cómplices y aliados. Nos importan poco los ideales del mundo y compadecemos a los que aun los persiguen. Hacia estas mujeres siento gratitud. Y también ellas me están agradecidas, por no tener que disimular ante mí su egoísmo. También podría vivir sin ellas, mi experiencia me dice que en este mundo no hay nada insustituible, y, sin embargo, puedo decir que ellas son las que me hacen vivir.
Estas cosas, y quizá detalles más delicados aún, debía yo plantearme. Lamentablemente, el ser humano es incapaz de discutir consigo mismo. Sus fútiles tentativas no sirven sino para demostrar si infantilismo espiritual.
Naturalmente, también yo quería al abuelo materno de mi amigo más que al otro. En realidad, no era verdadero cariño lo que me inspiraba, sino un sentimiento que halagaba a mi propio yo. Él me trataba y hablaba conmigo como si yo no fuera, física y mentalmente un adolescente inmaduro. Daba ocasión a nuestras conversaciones su costumbre de dar por la tarde largos paseos por los alrededores. Iba pensativo, con su bastón de puño de marfil en la mano y, cuando casualmente nos encontrábamos, él se paraba, se apoyaba en el bastón ladeaba su cabeza gris y me escuchaba con la gran consideración que creía deber a todos sus semejantes. Con sus observaciones, sus gestos de asentimiento, sus leves gruñidos de reflexión, sus observaciones y advertencias, me indicaba el camino que mi propia conciencia me señalaba, pero que yo no sentía deseos de seguir. Su atención también me azoraba y, a veces, rehuía el encuentro o pasaba por su lado sin detenerme, murmurando un saludo cortés pero apresurado.
En la adolescencia, el ser humano siente tanto pudor de sus inquietudes intelectuales como de las eróticas. Pero él nunca forzaba la conversación, no era inquisitivo ni persuasivo. Y precisamente esta posibilidad de poder seguir siendo yo mismo era lo que me acercaba a él.
De forma directa o indirecta, hablábamos de política y una vez mencionó a un filósofo de ideas muy claras -al que por desgracia yo no podía leer, ya que había publicado su obra en inglés-, según el cual lo más importante en las formas de la sociedad humana no es que la mayoría tenga los mismos derechos que la minoría gobernante. Esto era indiscutible. Pero si este principio fuera el único que regulara la convivencia social, el mundo viviría en una lucha constante. Y ni entre los individuos ni entre los sistemas sociales existía posibilidad de acuerdo. Ahora bien, nosotros sabemos que ello no es así. Porque en el mundo existe una bondad infinita de la que todos sin excepción, gobernantes y gobernados, desean participar en igual medida. Y es que nuestro deseo de equidad, armonía y entendimiento es por lo menos tan poderoso como el ansia de poder, que sólo puede satisfacerse por medio de la guerra y de la derrota del enemigo. Y hemos de comprender que la falta de entendimiento y armonía que sentimos es también la prueba de la existencia del bien.
En aquel entonces, yo no podía asimilar, ni siquiera entender, estas complejas ideas, pero cuando después cayó en mis manos el libre de este importante filósofo, las redescubrí con una sorpresa que me cortó la respiración.
Y cuando ahora, al cabo de los años, saco las viejas fotografía creo saber, gracias a esta filosofía, por qué me repelía aquella sereí armonía de la cara del abuelo que tanto admiraban todos.
Su actitud erguida, casi rígida, primera impresión desagradable, no debe considerarse propia de él, ya que puede atribuirse tanto a la moda de la época como a su profesión, en la que era casi obligatoria. Quizá también a la circunstancia de que el largo tiempo de exposición que entonces exigía la fotografía hacía indispensable puntos de apoyo más o menos disimulados y la total inmovilidad. Pero hay también dos instantáneas, una, en el frente de Italia, en una improvisada trinchera. Probablemente, se había aprovechado para este fin una fosa natural causada por la erosión, porque tanto la pared del fondo como las laterales estaban formadas por capas de piedra calcárea. Sobre estas capas de piedra se habían amontonado sacos terreros no muy llenos. Debía de escasear la arena. El abuelo está sentado en primer término con dos camaradas. Cruza con indolencia sus largas piernas, elegantes hasta con las botas, inclina el tronco hacia adelante y, con un codo apoyado en una rodilla, mira a la cámara con la boca entreabierta y los ojos redondos. Las caras de sus camaradas, subalternos suyos, están demacradas, y las ropas, desastradas, pero su mirada denota una determinación inflexible, y quizá también un poco forzada. Mi abuelo parece un play-boy pagado de sí mismo que, incluso en estas circunstancias, se siente superior porque nada le afecta. La otra es una de las fotos más bonitas que yo haya visto. Probablemente, fue hecha a la puesta del sol sobre una colina en la que se ve un árbol desmedrado y solitario. El sol se filtra a través de sus hojas e incide en el objetivo del fotógrafo aficionado y, por lo tanto, en nuestros ojos. El abuelo persigue alrededor del árbol a dos niñas que llevan vestido largo y sombrero de paja. Una de ellas, la tía Ilma, corre agitando con una mano el sombrero del que cuelgan unas cintas, y está a punto de salirse de la foto, por lo que su sonrisa ha quedado borrosa. La otra niña es la tía Ella, y el abuelo, inclinándose desde detrás del fino tronco en una postura forzada, la atrapa en el momento en que el fotógrafo dispara. Él lleva un claro traje de verano, con la chaqueta desabrochada.
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