Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Mi actividad nada tiene que ver con una sistemática filosofía de la vida. Yo me rijo por la convicción de que cada partida del Debe tiene su contrapartida en el Haber. A pesar de mi marcada inclinación a teorizar, procuro organizar mi vida racionalmente. Me embolso las ganancias y sufrago las pérdidas. Sin olvidar que el equilibrio así conseguido es sólo momentáneo.

Puesto que antes he dicho que, de niño, el estudio de estas fotografías, plasmación de una perfecta simetría que me producía no poca aversión, era uno de mis pasatiempos favoritos, creo que se impone una explicación.

Como se desprende del relato de mi amigo, yo no era un niño quieto y reservado. También de adulto he sido siempre una persona activa. Yo considero esta inclinación mía a la hiperactividad un rasgo negativo de mi carácter, a pesar de que no pocos me envidian esta energía, aparentemente inagotable. Porque no es el deseo de triunfar ni de alcanzar el éxito lo que me impulsa a la acción, sino la miopía con que mi entorno se resigna a las derrotas constantes. Y puesto que en la vida son más frecuentes la derrotas que las victorias, no se me ofrecen muchas posibilidades de retirarme a una plácida contemplación. Aunque detesto la grandilocuencia, diré que no es pequeña nuestra parte de culpa en los fracasos y derrotas de la historia de nuestra nación, porque, frente a una tarea que supera nuestras fuerzas o una situación aparentemente desesperada, ni siquiera nos planteamos qué posibilidades tendríamos de aplicar las fuerzas disponibles, sino que, con la actitud defensiva y cauta del pusilánime, rehuimos el problema, lo aplazamos, hacemos como si no existiera y enumeramos con vehemencia las razones que supuestamente impiden remediar la situación de una manera racional. A mí me subleva tanto el cerrilismo disfrazado de perspicacia como el fatalismo inmovilista. Una táctica de dilación y contemporización sólo me parecería justificada en una situación que tuviera perspectivas de solución, pero la pregunta de por qué no se puede ni debe actuar a falta de tales perspectivas puedo responderla yo lo mismo que todos mis compatriotas. Si en el primer caso me parece superfluo contemporizar, en el segundo creo que parlotear es perder el tiempo. Pero tampoco la irritación y la cólera suelen ser buenas consejeras. En mi febril deseo de actuar, también yo acumulo error sobre error y ando a trompicones Je fracaso en fracaso. Y voy diciéndome con no poca autocomplacencia que hasta un gallo ciego acaba por encontrar el grano de maíz, a fuerza de picotear.

Cuando, después de dos decisiones equivocadas, después de dos fracasos, la situación da un pequeño vuelco, la sorpresa me predispone a la retirada. En tales momentos trato de averiguar si mi éxito se debe a una decisión acertada o a una afortunada casualidad. Pienso, recapacito, ando a vueltas con mis propias dudas y las de mi entorno, me siento triste y abatido, ansío la soledad, busco algo que leer y me dejo atraer por los rincones tranquilos, cómodos y suavemente iluminados.

De niño, en las pausas de esta lucha por la libertad o guerra fría, estudiaba mapas estratégicos, miraba fotografías y hojeaba diccionarios; de adolescente, en aquellos momentos en que el éxito me producía inseguridad, mis aventuras banales adquirían proporciones de historias de amor intensas y durante semanas desaparecía en algún cálido nido con la chica más insospechada; después, ya casado, estas digamos fases de éxito me provocaron una sosegada pero persistente afición a la bebida.

Mi aversión a escurrir el bulto y gastar pólvora en salvas, mi inclinación a actuar irreflexivamente y mi incapacidad para encajar el éxito se deben, sin duda, sobre todo a un carácter en el que el pensamiento y el sentimiento se equilibran hasta neutralizarse mutuamente en la indiferencia; ahora bien, después de correr mundo y vivir largas temporadas en el extranjero, tengo la impresión de que, en otro país, hubiera podido ser distinto, por lo que me parecen muy problemáticos los intentos de descubrir el carácter de una nación fuera de los rasgos personales del individuo. Todos estamos condicionados por nuestro sexo, ascendencia, religión y educación, y el que ya de niño Pretenda determinar su lugar en la comunidad se buscará referentes de carácter bien marcado, pero no existe un carácter tan excepcional que no sea una variante del carácter nacional, por lo que en realidad siempre estará eligiendo un derivado.

Yo elegí la variante hedonista y arribista del hombre activo encardada por mi abuelo y la variante ascética y heroica representada por mi padre. A pesar de que eran tan distintos entre sí como el día y la noche. Lo único que tenían en común es que los dos encontraron la muerte en guerras perdidas y catastróficas para su nación. Mi abuelo, a los treinta y siete años, y mi padre, a los treinta y cuatro. Su muerte prematura los unió, y esta única circunstancia común me hizo pensar que, si bien la muerte es la suprema ley natural, no significa la destrucción de la vida. Mi madre creció huérfana de padre y me educó siendo viuda. Sin duda es buena la victoria, pero también se puede vivir con la desesperación de la derrota. Mi variante se ha desarrollado de acuerdo con esta tradición. Y del mismo modo también mi hija y mi hijo elegirán su propia variante.

Tengo treinta y siete años. Los mismos que tenía mi abuelo cuando perdió la vida en una de las batallas más sangrientas de la primera guerra mundial. Perder la vida para que la vida no se pierda. Tendré que reflexionar sobre esta paradoja. Hace ya más de tres años que murió mi amigo. Es de noche. Pienso en unos y otros tiempos. Fuera murmura una fina lluvia de primavera. Las gotas que se adhieren al gran cristal de la ventana y resbalan arrastradas por su propio peso relucen a la luz suave de la lámpara de mi escritorio. Y me pregunto cuándo tendré que dejar que mis hijos decidan por sí mismos. Y me admiro de que me haya sido concedido tanto tiempo. Aquí estoy, en plena noche, en esta tranquila habitación, abarrotada de libros y un poco desordenada. Hace un momento se ha levantado mi mujer, la habrá despertado un malestar o una pesadilla. La he oído salir del dormitorio con paso inseguro e ir a tientas por el pasillo oscuro hasta la cocina, donde ha bebido un vaso de agua, lo sé por el tintineo del cristal. Ahora, con paso silencioso y ya firme, ha vuelto a la cama, no sin antes asomarse al cuarto de los niños. Cuando ha abierto la puerta del cuarto de nuestros hijos, no la he seguido con el oído sino con el olfato. Me ha parecido percibir el olorcito dulce de los niños. Pero no sólo con la nariz sino con toda mi carne y mi sangre. Y esta sensación debe de ser aún más fuerte en ella que en mí. A mi estudio no se ha asomado. A pesar de que, desde que dedico las noches a este manuscrito, sin que nos hayamos dicho ni una palabra, está otra vez tan preocupada como cuando, en este mismo sitio, me dedicaba a beber a solas. Se preocupa por mí a causa de los niños.

Debíamos de tener diez años cuando mi compañero de clase Prém y yo decidimos ser soldados. Mi amigo muerto lo describe con tanta parcialidad como a mí mismo y sugiere que en nuestra amistad había un secreto componente erótico. Por supuesto, él no mira a Prém con simpatía sino con franca prevención. Yo no estoy tan versado como él en psicología, por lo que no puedo juzgar en qué medida puedan ser acertadas sus suposiciones. De todos modos, no deseo dar la impresión de que también yo soy parcial y pretendo descartar de antemano semejante interpretación de nuestra relación. La relación entre dos seres humanos de un mismo sexo siempre estará determinada por el hecho de que son del mismo sexo. Y, si son de distinto sexo, por ser de distinto sexo. Ésta es mi opinión, aunque es posible que también para esta cuestión carezca de sensibilidad.

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