Péter Nádas - Libro del recuerdo

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Por mis lecturas sobre estrategia militar, yo sabía que las unidades de un ejército encargadas del transporte y suministro de material son tan importantes para el buen resultado de una operación bélica como el armamento, el equipo y la moral de los combatientes de vanguardia. Es indispensable que cada soldado disponga del arma adecuada, como lo es que esté íntimamente convencido de la necesidad de la guerra, pero no lo es menos que los servicios encargados del aprovisionamiento sigan puntualmente el desarrollo de las operaciones. En este campo debíamos ejercitarnos nosotros.

Pasamos días de verano inolvidables en la estación de Ferencváros y en la estación de maniobras de Rákos. Si los empleados nos echaban de un sitio, nos íbamos a otro. Las vías, tendidas en todas las direcciones, las plataformas giratorias, las agujas y las señales, forman todavía en mi cabeza un esquema claro y ordenado de un sistema vivo. Debo mis conocimientos en buena medida a la circunstancia de que entre los empleados del ferrocarril y el personal encargado del mantenimiento de la vía existían tensiones de carácter social. El día en que conseguíamos colarnos en una brigada de mantenimiento, ya no teníamos que preocuparnos. Bebíamos su vino con agua, comíamos su pan y su tocino y gozábamos de la benevolencia y callada simpatía de aquellos hombres, generalmente maduros y taciturnos, que tenían que vivir lejos de sus familias. Cuando aparecían los encargados o los técnicos, lo más que hacían era rezongar: «Hombre, eso de traer a los chicos al tajo no se hace.» Tal vez sólo los delincuentes profesionales sepan tan bien como nosotros lo fácil que es moverse por una estación de mercancías. Desde la torre, los vigilantes sólo ven hormigas atareadas y presurosas. No pueden controlar el número, el color ni el tamaño de las hormigas, por lo que es fácil escabullirse. Sólo hay que mantenerse alejado de las casetas de los guardagujas, estar atento a las maniobras y procurar no tropezarse con los guardavías.

También viajábamos. De todas las actividades posibles, la más agradable, y también la más arriesgada, era colarse en uno de los vagones preparados para enganche. Entonces había que vigilar tanto a los enganchadores con sus banderitas como a la torre de control. Para no llamar la atención, tienes que acercarte al vagón por el lado opuesto a la torre. Una vez arriba, las órdenes de la torre te indican lo que va a pasar. Cuando cantan el número del vagón y el número de destino, se oye ajetreo en los topes y los cables de enganche, aderezado de palabrotas. Después, silencio. Ahora hay que agarrarse. No se sabe cuándo llegará pero la sacudida es obligada. No muy fuerte. El verdadero placer siempre se hace esperar.

La colisión de dos cuerpos duros da al vagón su primer impulso sobre la vía. Empieza a rodar pesadamente y va tomando velocidad, pero a veces se atasca en una aguja que se ha movido a destiempo. Si se para del todo, hay cabreo. Gritos en la torre y juramentos a ras de suelo, porque ahora habrá que mover todo el tren para sacar el vagón. Es un trabajo pesado, irritante y lento. Pero cuando, por fin, aquello empieza a moverse, no sabes lo que te pasa, de pura felicidad. La aceleración regular, resultante del peso e impulso del cuerpo inerte, frenada sólo por la resistencia de las superficies, te transporta a velocidad de vértigo hacia el instante siguiente.

Nos entusiasmaba el impacto, potente y ensordecedor, seguido de sacudidas que se debilitaban gradualmente. Cuando no podíamos bajarnos del tren ya formado sin ser descubiertos, nos íbamos en él. Generalmente, la partida se demora pero a veces el tren sale inmediatamente. Aquella mañana arrancó enseguida en dirección a Cegléd con nosotros dentro. No hubo ocasión de saltar. A veces, aminoraba la velocidad, pero nunca paraba en campo abierto. No estábamos nerviosos, no era la primera vez que nos encontrábamos en una situación parecida, aunque algo más impacientes de lo debido sí fuimos aquel día. El tren reducía velocidad y Prém dio la señal de alerta. Saltamos, yo primero y él después de mí. Al caer, se me quedó una pierna clavada hasta la rodilla en un montón de grava, mientras él rodaba suavemente por el talud. El salto me llevó a mí más lejos. Aún tengo presente aquel momento. Su cuerpo que rodaba al sol y el crujido de mi pierna aprisionada. Que no hubiera tenido que oír, con el ruido del tren, pero lo oí. La visión de las piedras que se acercaban. Y mi cara que se hundía en ellas. Ahora nos atraparían. Nuestro secreto sería descubierto. Atontado por el dolor, yo no pensaba sino en que mi torpeza era imperdonable. Prém me desenterró y quería cargarme a su espalda. Gimiendo, le supliqué que no me tocara. Después resultó que en el brazo izquierdo y en dos costillas sólo había fisuras, a pesar de que me dolían más que la pierna derecha, en la que tenía una fractura abierta. La cabeza y la cara estaban cubiertas de sangre. Y, en todo lo que alcanzaba la mirada, nada. Ni un ser viviente, ni un vehículo, ni una casa. Nada más que llanura reseca. Y un cielo sin nubes. Prém fue en busca de ayuda. Mi único consuelo era saber que podía confiar en él.

Cuando me entraban a la sala de operaciones, entre una docena de batas blancas que se movían alrededor, me despedí de él. Aún pude oír cómo uno de los enfermeros le decía: «Tú, chico, te quedas aquí, a esperar a la policía.»

Cuando volví en mí, sólo un ojo asomaba del grueso vendaje que me cubría la cabeza. Estaba escayolado y vendado. Al lado de la cama había una enfermera. Su cara me hizo el efecto de un corazón blanco, enorme y palpitante. Hacía un arrullo con la garganta, como si quisiera cantarme, me daba agua, me acariciaba, me refrescaba con paños húmedos, me abanicaba, me alisaba la almohada, atenta a mis necesidades. Yo debía de estar muy compungido, porque ella, con una voz melodiosa, me aseguró que no debía preocuparme, que pronto me curaría y quedaría como nuevo. Pero que tenía que estarme quieto, que la avisara si sentía ganas de vomitar o de orinar, que ella se quedaría a mi lado hasta que llegara mi madre. Que no me preocupara por nada.

Hasta aquel momento no había pensado en mi madre. Pero, al oír esta palabra, me sentí muy lejos de todo, me pareció que flotaba en el aire, como en el momento en que me pusieron la mascarilla del éter en la sala de operaciones. Estaba cansado. La oscuridad me envolvió.

De pronto, debatiéndome como si tratara desesperadamente de emerger de un sueño horrible, desperté con la angustiosa sensación de que mi cuerpo se enfriaba en la agonía. Envuelto en una sábana mojada, oí la voz de la mujer que decía que no debía preocuparme, que no pasaba nada, sólo que me había subido la fiebre, pero que ella me la haría bajar. Pero de nada servían las sábanas mojadas, porque debajo de la escayola y los vendajes la fiebre persistía. Al fin cedió y aún recuerdo que cuando la enfermera, muy satisfecha, me tapaba con una sábana seca, yo sentí no poder seguir mostrándole mi cuerpo desnudo.

A juzgar por la luz y los ruidos de la sala, debía de ser prirt hora de la tarde. Afortunadamente, mi madre todavía no había llegado. Después tuve otro acceso de fiebre y cuando conseguimos vence lo ya empezaba a anochecer. La enfermera dijo que ahora tenía que marcharse, que terminaba su turno y me dejaría en manos de una compañera. No sé por qué estaba tan conmovida, ya que no podía haber visto mucho de mi cara. Quizá era por algún gesto que yo había hecho. O quizá, a través de las vendas, percibiera que nunca me había confiado tan plenamente a nadie. Porque al poco rato regresó Cuando la vi en la puerta le dije que había hecho bien en volver. Me preguntó si había ocurrido algo. No, respondí, nada. Tenía la sensación de que había recuperado las fuerzas y veía claramente con mi único ojo. Entonces, por qué. Porque la necesito, dije. Nuestras manos se buscaron a la vez, y ella enrojeció. Yo tenía entonces doce años y ella unos diez más.

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