Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Pero yo no me resignaba a abandonar.

Era otoño cuando escribí esta frase. Hay frases que tengo que escribirlas sólo para después poder tacharlas. Porque, en realidad, no son frases de mi gusto. A pesar de todo, ésta no puedo borrarla de mi memoria. Ahora es primavera. Pasan los meses. Pero no puedo pensar en otra cosa. Me pregunto por qué no podía abandonar. Si lo supiera, no necesitaría escribirlo, o podría tacharlo. En realidad, pienso mucho en por qué no puedo abandonar. Por qué aceptaría los compromisos más vergonzosos, con tal de no tener que abandonar. No sé, quizá fuera más digno doblegarse ante los hechos que debatirse en la cochambre de la obstinación. Por qué temeré tanto a esta cochambre si no es sólo mía, y por qué sentiré escrúpulos de asomarme a un espejo que sólo muestra mi imagen.

Me parece recordar que entramos en unas diez o doce casas. Son muchas. Pero huelga decir que era inútil que nos impusiéramos las tareas más inverosímiles, que en vano incurríamos en los delitos más estúpidos, ya que los dos sabíamos que perseguíamos algo diferente. Tampoco de ello necesitábamos hablar. Frustrados e impotentes, dábamos vueltas a la zona prohibida. Nos hicimos amigos de los guardias, les hacíamos pequeños servicios que ellos nos pagaban con cartuchos vacíos. Pensábamos en la manera de neutralizar a los perros. Se lo preguntamos a los guardias. Nos dijeron que era imposible. Pero ni todos nuestros ardides podían situarnos a la altura de la tarea, aunque esperábamos que nuestro valor y fuerza, ingenio y arrojo fueran tan grandes como la violencia que representaba este territorio prohibido y cerrado.

Aún recuerdo con claridad nuestra última operación. Yo estaba tratando de meterme por la estrecha ventana de una despensa cuando un estante de frascos de conservas cedió bajo mi peso. Fue en una casa rodeada de una alta tapia de ladrillo de la vía Diana. Apenas tuve presencia de ánimo para evitar caer entre los frascos que se venían abajo con estrépito. Agarrado al alféizar, miré lo que había debajo de mí. Nunca olvidaré el caótico espectáculo. Pepinillos mezclados con la mermelada, las distintas frutas y los pimientos que rebotaban en el suelo de mosaico. Y los frascos que seguían cayendo y estrellándose en aquella sustancia espesa.

Mi vida no ha sido pródiga en puntos cruciales. Aquel lejano instante podría ser uno de ellos. Comprendí que para conseguir mi propósito debía buscar otros métodos. Nunca más algo semejante.

Siempre fui buen estudiante. Tenía la aplicación, la capacidad de concentración y la perseverancia del alumno modelo. Mi versatilidad y mi aspecto agradable, por otra parte, impedían que los demás chicos me tomaran antipatía. Yo soy de los pocos que han aprendido ruso en el colegio.

Mi madre y yo visitábamos, uno a uno, a todos los compañeros de mi padre, oficiales y soldados, que volvían de los campos de prisioneros. Mientras les oía contar sus historias, decidí tomarme en serio el estudio de la lengua rusa y esforzarme por dominarla. Porque compartía la obsesión de mi madre. Ella parecía creer que, si sabía cómo había muerto mi padre, lo recuperaría. Un sentimiento parecido tenía yo. Estaba decidido a que lo primero que haría cuando fuera soldado sería ir a averiguar sobre el terreno las circunstancias de su muerte. Ta lengua alemana tuve que estudiarla dos veces. La primera vez aprendí un alemán que hoy ya no habla nadie. Entre los libros del abuelo que llegaron a nuestras manos encontré una obra en dos tomos encuadernados en piel que llevaban grabado en el lomo en letras doradas un título simple y misterioso a la vez: De la guerra . Las anotaciones que el abuelo había hecho en el margen, con una letra minúscula, de trazo fino y perfectamente legible, estaban en húngaro, pero el libro estaba en alemán y en caracteres góticos. Yo tenía que descifrar esta obra, porque me permitiría saberlo todo sobre la guerra.

En diciembre de mil novecientos cincuenta y cuatro, si mal no recuerdo, el último día de clase antes de las vacaciones de invierno, se presentó en el colegio un comité de inspección compuesto por una serie de hombres de aspecto sombrío. Llegaron en grandes coches oficiales negros. Todos llevaban sombrero negro. Desde la ventana, vimos desaparecer los sombreros por la puerta. Se interrumpieron las clases. Permanecíamos sentados en silencio. A intervalos, se oían pasos en el corredor, siempre, de varias personas, luego, otra vez silencio. Alguien era acompañado a algún sitio. Pasaban las horas. No sonó la señal del recreo. Silencio, siseaba Klement, el más odiado de nuestros maestros, si en los bancos se oía algún leve rumor cuando alguien cambiaba de postura. Se abría la puerta. El bedel llamaba a uno de nosotros al corredor sólo susurrando el nombre. Pasos. Espera, a ver cómo viene. Al cabo de un rato, entra el chico, muy pálido, que vuelve a su sitio, acompañado de nuestras miradas. Se cierra la puerta. Unas orejas coloradas y unos labios temblorosos indican que algo ha sucedido. Pero como llamaban a quien menos te esperabas, lio sabías qué pensar.

Al final yo tenía la sensación de que estaban cercándonos.

Klement tenía un gran cabezón calvo, ojos minúsculos de un azul desvaído y vientre de tonel. Debía de pesar unos ciento cincuenta kilos. Llevaba siempre una maletita de cartón. Chupaba caramelos haciendo chasquear la lengua en el silencio de la clase. Jadeaba, siseaba, no podía estar quieto. Se subía los calcetines que se escurrían por sus piernas hinchadas. Abría el deteriorado maletín, contemplaba el manojo de llaves, cerraba el maletín. Tenía el gesto pensativo. Se rascó la nariz, se quedó mirando algo que se le había adherido a una uña y se lo limpió en el pantalón. Hacía crujir los dedos y se tiraba de los anillos incrustados en la capa de grasa. Con las manos juntas sobre el vientre, giró los pulgares de manera que se rozaran ligeramente entre sí. Después levantó el trasero, sacó un pañuelo del bolsillo, carraspeó y escupió en él una flema de buen tamaño. Y, como el que guarda una preciada reliquia, dobló el pañuelo cuidadosamente. Normalmente, él no se inmutaba por estas pejigueras oficiales, al contrario, las sobrellevaba con voluptuosa autocomplacencia, por lo que de su nervio sismo había que deducir que en esta ocasión la amenaza era mucho mayor.

Mis pensamientos giraban como en unas devanaderas. A todas las preguntas que pudieran hacerme respondería con un No rotundo. Es taba decidido a negarlo todo valerosamente, sin pestañear. Lo negaría todo, incluso cosas cuya negación pudiera incriminarme a sus ojos Negaría conocer a Prém. Negaría que hubiéramos envenenado a los perros, a los que no habíamos envenenado. A él aún no lo habían llamado, ni tampoco a mí. Sólo podía mantenerse durante tanto tiempo aquel silencio mortal porque no era la primera vez. Nadie se atrevía a salir. Hacía unos dos años habían descubierto, en el váter de los chicos del segundo piso, unos versos compuestos a la manera de uno de nuestros clásicos: «No preguntéis quién lo ha dicho, sea Lenin, sea Stalin da lo mismo. Y aunque estés con la mierda hasta el hocico, mantente fiel al partido. El propio Rákosi lo suscribiría. Haz de él la estrella que te guía.» La rima es pobre, pero no era la métrica lo que les ofendía, desde luego. Y siempre encontraban algo. Cómo iba uno a sentir ganas de hacer sus necesidades en tales circunstancias. No había podido olvidar aquellos dos días de dos años atrás durante los que nos investigaron, interrogaron y obligaron a desfilar por el patio, nos tomaron pruebas de escritura, las fotografiaron y nos registraron las carteras, los bolsillos y los plumieres.

Yo no podía dominar el miedo. De vez en cuando, con precaución, nos mirábamos. Tampoco Prém parecía tener ganas de reír. Sería en vano que yo lo negara todo categóricamente. Tenía la sensación de ser transparente. Como si mis pensamientos estuvieran a la vista de todos. Como si no pudiera esconderme, ni de mí mismo. Aunque no quiero aburrir con el análisis detallado de mi estado de entonces, sí me gustaría describir las provechosas experiencias que coseché.

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