Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Al cabo de un mes, mi solicitud fue rechazada, sin explicaciones.
A las insistentes preguntas de mi amigo respondí con monosílabos no menos insistentes. Seguramente, de ello dedujo que había habido pelea. Sé que temía perderme, esperaba que mis deseos no se realizaran y que los dos pudiéramos ir al mismo instituto. A mí esto me interesaba tanto como a él que se cumplieran mis deseos. No hubo pelea. Mi madre se alegró. Prém, resignado, decidió hacerse mecánico de coches. Yo me quedé solo con mi obsesión. Sentía un vivo rencor hacia el amigo de mi padre. No comprendía por qué no me ayudaba. Como tampoco el niño que se pirra por el chocolate comprende por qué los mayores no están siempre comiendo chocolate, si tienen dinero para comprárselo. Yo hice lo contrario de lo que él me había aconsejado. Es decir, furioso, hice precisamente aquello que él me había desaconsejado.
Escribí a máquina una carta a István Dobi, el presidente de la República. Destruí la copia cuando me di cuenta de que mi mujer revolvía en mis papeles. Me da vergüenza citar textualmente las palabras de aquel pequeño canalla. Escribí que el momento en que había tenido el honor de saludar al camarada Rákosi y a la nueva mujer soviética en la persona de su esposa, había sido crucial en mi vida. Decía también que el amor a lo soviético era tradición familiar y que, siguiendo el ejemplo de mi padre, yo había aprendido la lengua rusa. Con esto me aventuraba en terreno peligroso, desde luego. Concedía que mi padre se había visto obligado a tomar parte en la guerra injusta contra la Unión Soviética, pero rogaba que se le reconociera su firme actitud antialemana. Terminaba la carta con la promesa de dedicar mi vida a reparar los errores que él hubiera cometido. Y para dar credibilidad a mis palabras hice algo que debo calificar de la mayor infamia de toda mi vida, incluí con la carta los diarios de guerra de mi padre, cuatro cuadernos de cuadrícula.
Sé muy poco de ópera y menos de ballet. Cuando veo a la gente cantar y bailar en un escenario siento a la vez extrañeza e irritación, porque hacen algo que personas adultas normales no harían en público. Y me produce un asombro infantil esa falta de recato y de formalidad. Las voces, los cuerpos, los decorados, la pompa de la arquitectura operística me repelen y cruzar el umbral de uno de estos teatros supone para mí una verdadera prueba. Tan pronto como se levanta el telón, siento calambres en el estómago, pero si cierro los ojos me duermo indefectiblemente sin darme cuenta, aun en medio del mayor estrépito musical. Aquella noche de noviembre no nos sentamos en un sitio cualquiera sino inmediatamente al lado del enorme palco del zar.
Ignoro cómo se escenifica normalmente esta ópera, pero en aquella ocasión, detrás del telón que se levantó a la primera nota de la obertura, apareció otro telón, confeccionado en seda plateada, muselina oro viejo, tul azul grafito y grandes parches de tela de saco y trapos cosidos con grandes puntadas negras. Mientras los músicos tocaban afanosamente sus instrumentos, la cortina oscilaba con lentitud, abriéndose y cerrándose sin seguir la música. Detrás apareció por fin un decorado de la plaza Roja. En la plaza bailaba una multitud que portaba antorchas humeantes, cirios que chisporroteaban y candiles. Debías comprender que la cortina era bruma matinal que se levantaba lentamente.
Nos habían traído desde el hotel en dos grandes limusinas negras y, aunque conseguí subir al mismo coche que la muchacha, ya en aquel corto trayecto me pesó haberme unido al grupo. A pesar de la oculta alegría que nos había producido el encuentro y que apenas habíamos dejado traslucir, mi amigo y yo no teníamos nada que decirnos. Yo estaba cansado y distraído a causa de la muchacha. Contribuía a la falta de sintonía el que ellos estaban muy animados por las copas que habían tomado, mientras yo sufría a causa de la abstinencia. Y el esfuerzo que nos costaba disimular la alegría aumentaba nuestra rigidez. Por otra parte, a la muchacha sólo podía mirarla, sin acercarme demasiado. Me había dado a entender que, si hacía un movimiento imprudente, estaría obligada a rechazarme de forma tan manifiesta que tendría que renunciar a ella definitivamente. Quizá tampoco ella renunciara a mí de buen grado. Aún no lo sabía. Nuestras miradas se rehuían, pero el deseo de mirarnos nos mantuvo en tensión hasta el final. Yo me limité a ayudarla a quitarse su abrigo con el cuello de piel. Ella me dio las gracias con una cortesía impersonal. La tensión que había entre nosotros se debía a que cada uno trataba de disimular el interés que el otro le inspiraba. Lo que no acabábamos de conseguir, porque entre ellos cuatro y la intérprete había una alegre camaradería, debida tanto a las copas de por la tarde como a esa intimidad que se establece entre compañeros de viaje, y yo era un elemento extraño.
Uno del grupo, un joven con barba que trataba de llamar la atención con cada detalle de su persona, me demostraba cierta agresividad. Pensé si no habría estado ella tan fría por teléfono porque no se encontraba sola en la habitación. El de la barba me observaba y yo les observaba a los dos. Después comprobaría que no eran vanas mis sospechas. Mi amigo y el tercer hombre del grupo se mantenían atentos a lo que ocurría en el escenario. La intérprete, solícita y servicial, vigilaba a todo el grupo con aire maternal. Invocando mi condición de invitado, les cedí la preferencia y me situé en la acogedora penumbra del fondo del palco, al lado de la intérprete. La muchacha estaba sentada delante de mí, apoyada en el antepecho. Yo no podía menos que mirarla de vez en cuando. Llevaba el rizado pelo recogido en un moño alto y, cada vez que mi mirada se posaba en su nuca, se estremecía. Me parecía que era ella la que decidía cuándo tenía yo que mirar al escenario, y cuándo, a la nuca.
Cuando se hubieron retirado los últimos velos de seda y los jirones de la niebla matinal se hizo evidente el simbolismo ideológico de la nebulosa cortina. Porque ahora, en el escenario, se repetía el contraste entre harapos y sedas, pobreza y riqueza entremezcladas y disonantes. Princesas cubiertas de oro, boyardos borrachos envueltos en pieles, orondos mercaderes y popes lascivos que se divertían con cortesanas ligeras de ropa, seres contrahechos y harapientos, heridos, con vendajes ensangrentados, mendigos semidesnudos, titiriteros, buhoneros de mísera mercancía y, entre la chusma que deambula y curiosea, garridas gentes del campo con sus vistosos trajes típicos. Aquella apoteosis me produjo la náusea habitual. Deseaba salir de allí. Marcharme a la Pervomaiskaia. Donde se me esperaba y donde no me sentiría tan desplazado. Donde todas las mañanas las tres mujeres andaban por la casa con enormes sujetadores de satén color de rosa y bragas todavía mayores, mientras yo me desperezaba a placer. Buscando una excusa para huir discretamente, hasta llegué a pensar que era, cuando menos, de mal gusto que el discípulo fuera al teatro al día siguiente de morir el maestro.
En el escenario, el baile estaba en su apogeo cuando el barbudo puso la zarpa encima de la mano de la muchacha que descansaba en el antepecho y se inclinó a decirle algo al oído. Su actitud denotaba familiaridad. Sus compañeros los miraban con curiosidad, estirando el cuello para escuchar. Entonces el de la barba, sin soltar la mano de la muchacha, empezó a explicarse. Pero mi amigo, apenas oyó dos palabras, se inclinó hacia la muchacha por detrás del barbudo y le susurró algo. Y los dos se rieron. La muchacha volvió la cabeza, para hacerme partícipe de su risa, al tiempo que retiraba la mano. Gesto que también me estaba dedicado. Ella había decidido por mí. Ahora no podía marcharme. Pero pocas veces me he sentido tan incómodo como durante aquel rebullir, cuchichear y sonreírse. Yo estaba con ellos, pero no teníamos nada en común. Comprendía su hilaridad pero no deseaba compartirla. Porque, a partir de aquel momento, todo lo que ocurría en el escenario les hacía reír. A pesar de que yo no podía sustraerme al ambiente solemne y reverente de la sala, forzosamente tenía que mirar el escenario con sus ojos.
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