Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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No cabe duda de que artísticamente no es una idea muy feliz la de construir la coreografía de un ballet en torno al motivo de la irreconciliable diferencia de clases. También hay que reconocer que una obertura de ópera no resulta muy bailable. A pesar de todo, su comportamiento me parecía censurable. Evidentemente, temía que pudiera producirse un escándalo. Al poco rato, la intérprete, saliendo de su patriótico arrobo, advirtió lo que ocurría y, asustada, hizo chasquear los dedos con discreción para llamarles al orden. Pero fue echar más leña al fuego. Ellos no se miraban y al escenario miraban sólo de tarde en tarde. La intérprete no entendía nada y les reconvenía en voz baja con su suave acento ruso. Pero ellos reventaban de risa. Una risa que estallaba, y que ellos ahogaban, lo que no hacía sino acelerar y acrecentar nuevas explosiones.
No sé cuántos bailarines se movían por el escenario, más de los que suelen verse de una sola vez, desde luego. Pero cuando, al final de la obertura, detrás de los solistas que avanzaban triunfalmente hacia las candilejas, apareció el coro jubiloso que se unió a la marcha enarbolando banderas y estandartes y provocando una gran aglomeración, mientras, para colmo, por detrás de la silueta del Kremlin se elevaba un sol rojo colgado de un alambre, entre un estruendoso repique de campanas, en el palco se produjo un verdadero tumulto. Los húngaros se empujaban, bufaban y se retorcían. La intérprete, horrorizada, trataba de calmarlos a golpes. En los palcos adyacentes arreciaban las protestas. Palabras airadas contra la incomprensión, siseos de indignación, exclamaciones iracundas. Yo perdí la cabeza. Me levanté y escapé.
Los palcos no daban directamente al pasillo sino a un salón tapizado de seda roja y bien iluminado. Yo estaba nervioso e irritado y también contento de haber podido escapar. Pero aún no había acabado de ponerme el abrigo cuando se abrió la puerta tapizada de seda del palco y los cuatro húngaros salieron disparados riendo y empujándose, acompañados de una vibrante aria de bajo. Durante un momento, pude ver a la intérprete que gesticulaba en la oscuridad del palco. Uno le cerró la puerta en las narices. Gemían y lloraban de risa apoyándose unos en otros y dándose empujones. Yo quería poner fin a la escena cuanto antes. La muchacha y el barbudo, sosteniéndose mutuamente, se apoyaron en la pared. Él se dejó resbalar hacia el suelo. Yo aún hubiera podido salvarme, si mi amigo -no sé si involuntaria o intencionadamente- no se hubiera soltado de su compañero y caído encima de mí. Tuve que sostenerlo. Nos miramos sin pestañear. Yo no pude disimular el desprecio y el odio que, al igual que fia alegría del encuentro una hora antes, surgían de las sombras de la niñez. Yo sentía mi mano en su hombro. Lo sacudí. Imbéciles, bufones, le grité más que le dije. Sus facciones se ensombrecieron y me miró a su vez con odio implacable. ¿Y qué eres tú? Un trepa repugnante y amargado. Un miserable Julien Sorel. Un play-boy de mierda. Y aún dijo no sé qué más. El odio no había desaparecido de sus ojos, Pero su voz tenía un tono de falso cinismo que yo no le conocía. Escupía las palabras. Y, en el repentino silencio, le oyeron también los demás. No podría encontrar mejor momento para decirte, siseó con aquella voz extraña, que yo estaba perdidamente enamorado de ti, gilipollas.
La muchacha abrió mucho los ojos con indulgente desdén ante la embarazosa confesión. Vaya, dijo frunciendo los labios, y, al ir hacia la salida, me oprimió el brazo con simpatía y conmiseración. Era su tiro de gracia. Hasta nosotros llegaba la música de la sala. No nos mirábamos. La muchacha se quitó dos horquillas del moño, sacudió la cabeza para soltarse el pelo y se fue.
Lo que ocurrió después parece sacado de un cuento. Ella se alejaba caminando por la mullida alfombra roja con unas piernas soberbias. Empezó a bajar la escalera. Nosotros la seguimos en silencio, un poco compungidos. Habíamos dejado atrás la música. En el primer piso estaban abiertas la puertas vidrieras del salón imperial. A la luz de refulgentes arañas, esperaba a los invitados a la función de gala una mesa de una opulencia impresionante. Tenía forma de herradura y se extendía a lo largo de las paredes. Aparte de nosotros, no se veía a nadie. La muchacha, con toda naturalidad, entró en el salón. Nosotros la seguimos, titubeando. Empezó a dar la vuelta a la mesa, que estaba cargada de fuentes de fiambres, fruta, bebidas y dulces y adornada con guirnaldas y centros de flores. Resplandecían la plata, el cristal y la porcelana. Ella tomó un plato, una servilleta y un tenedor y empezó a servirse. Los demás nos reímos, divertidos y seguimos su ejemplo, un poco cohibidos. Al momento, ellos ya estaban otra vez comportándose como en el palco. Pero ahora en silencio. Se hinchaban a comer y beber. Encontré una botella de vodka, me serví un vaso y lo bebí de un trago. Me acerqué a la muchacha y le pregunté si querría irse conmigo. Ella era la peor de todos, porque no devoraba sino que iba sistemáticamente de fuente en fuente, picando de aquí y de allá, revolviendo y desmontando. Con gesto impasible. Cuando le hablé, levantó la mirada. No, dijo mirándome a los ojos sin pestañear. Estaba muy bien allí.
No paraba de nevar. Las calles estaban bulliciosas y animadas, y el denso tráfico, entorpecido por la nieve, indicaba que había empezado la fiesta. Ya había borrachos. Andando despacio, regresé al hotel. Saqué mi vodka del frigorífico y lo puse al lado del teléfono. Bebía y la esperaba. Marcaba su número a intervalos cada vez más cortos. Contestó poco después de la medianoche. Por fin estaba sola.
Y esto es cuanto sé -o creo necesario contar- de mí.
Después de aquel encuentro casual en Moscú, tardé en volver a ver a mi amigo. A veces, me tropezaba con su nombre. Sus relatos de jóvenes desorientados, disipados y atormentados me parecían insípidos. Cinco años después, en vísperas de Navidad, tuve que ir a Zurich. Dejé el coche en el aparcamiento del aeropuerto de Ferihegy. Dos días después, al salir por la terminal de Llegadas, no encontraba la llave, corno de costumbre. No la tenía en el abrigo ni en el pantalón. Palpé todos los bolsillos. Debía de estar en la maleta. O la habría perdido. No sería la primera vez. Ni los objetos pueden parar a mi lado. Sólo llevaba un maletín con camisas y carpetas y una bolsa de una tienda llena de regalos. Dejé las dos cosas en un carrito de equipajes. Y empecé la búsqueda de la llave.
Mientras revolvía en el maletín, ya había notado que había alguien a mi lado, a menos de un metro de distancia, apoyado en la barandilla de la escalera, pero no le miré a la cara hasta que encontré la llave, dentro de un calcetín. Él estaba tan cerca que ni tuve que alzar la voz.
Llegas o te vas, pregunté, como si fuera lo más natural del mundo. Ni el sitio ni la hora parecían indicados para pararse. Oscurecía, empezaba a bajar la neblina, ya estaban encendidas las farolas, el ambiente era frío y húmedo. Él me miraba, pero yo no estaba seguro de que me hubiera reconocido. Y, cuando movió la cabeza negativamente, empezaba a pensar que me había equivocado.
Esperas a alguien, pregunté.
No, no esperaba a nadie.
Y qué estás haciendo aquí, insistí, un poco impaciente.
Él volvió a sacudir la cabeza en silencio.
Seguramente, no habría cambiado él más que yo durante los cinco últimos años; aun así, me sorprendió ver su cara chupada y su pelo pobre y encanecido. Daba la impresión de que alguien había exprimido de él hasta la última gota de jugo. Estaba reseco, arrugado.
Me acerqué, le enseñé la llave del coche y dije que lo llevaría a la ciudad.
Él movió la cabeza negativamente.
Le pregunté qué diablos pensaba hacer allí. Nada, me contestó.
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