Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Entonces dijo que lo que hacía estaba prohibido en ese lugar.
Sí, respondí, también yo sentía a veces el deseo de hacer cosas prohibidas.
Ella me miró pestañeando, como si buscara un significado oculto en mi transparente frase, pero yo no correspondí a su mirada, me quedé de pie entre los árboles, sin apoyarme.
Ella dijo entonces que yo ponía una cara como si continuamente estuviera oliendo algo apestoso y, bajando la voz a un tono más comedido, me preguntó si me había molestado.
Yo miré por encima de su hombro, pero percibí que tenía una expresión irónica y provocativa; qué ocurriría, pensé, divertido por mi propia ocurrencia, si ahora yo derribara bajo los árboles a este fardo de lana roja y lo pisoteara a placer; me parecía sentir en los maxilares y los dientes la repercusión de los pisotones.
Esta idea de violencia suscitó en mí un sentimiento de repulsa y, en aquel silencio expectante, me imaginé a mí mismo regresando a la casa de la Steffelbauerstrasse después del asesinato, metiendo mis cosas en una maleta, subiendo a un avión y atisbando desde el aire este lugar, reducido a un punto minúsculo, reconocible por la motita roja del chaquetón que asomaría por entre la alfombra verde de las copas de los árboles.
Es una mujer que lucha contra los monstruosos tormentos del envejecimiento, pensé, pero ¿por qué ha de ser la juventud tan importante para las mujeres?, a la postre, lo que a mí me molestaba no era su edad, al contrario, para mí las formas efímeras tenían un atractivo singular, los rasgos de su cara, que estaban desintegrándose, y la forma en que ella combatía su desintegración, me parecían hermosos, ella se mostraba así sin pudor y me gustaba mucho más que si hubiera sido joven y tersa.
En realidad, sentía no estar enamorada de mí, dijo.
Si estaba enamorada de alguien, estuve a punto de preguntar.
Por ejemplo, ella había imaginado, prosiguió después de una pequeña pausa, animada por mi expresión de contrariedad o por una agitación provocada por su falsa y sospechosa sinceridad, en suma, ella había imaginado el aspecto que yo tenía desnudo.
A juzgar por la cara y las manos, es decir, por lo que estaba a la vista, deducía que yo era un poco rollizo y blando y, si me descuidaba, pronto estaría tan repulsivo como Langerhans.
Yo era tan afable y simpático, tan conciliador, tan humano y decente, tan discreto y atento que daba la impresión de que no tenía músculos y muy pocos huesos bajo una piel lisa y sin pelo, dijo, y de ello deducía que yo no olía a nada.
Yo me acerqué, me agaché delante de ella y le quité el cigarrillo de la mano, entonces quizá podría explicarme en qué situación me había imaginado con esa traza, me intrigaba saberlo.
Ella seguía con la mirada la trayectoria del cigarrillo, como si temiera que le robara demasiado humo, a pesar de que le hubiera deparado un placer frívolo el que, por mediación del cigarrillo, sus labios hubieran rozado los míos, rápidamente recuperó el cigarrillo y a pesar de que ambos tratábamos de evitarlo, nuestros dedos se rozaron y por este contacto nuestra crispada reserva se convirtió en la sensación de que en cualquier momento podía abatirse sobre nosotros una catástrofe.
Sí, dijo ella con una voz más ronca y profunda, a veces las apariencias engañan, es posible, dijo, que yo fuera todo piel y huesos, con lo cruel que era en realidad.
Por qué no respondía, pregunté.
Porque no quería ofenderme, dijo antes de dar otra chupada al cigarrillo.
Ella nunca podría ofenderme.
Dijo que la vida estaba llena de contradicciones, y que cuando yo hablaba tenía la impresión de estar hundiendo los dedos en una masa, aunque no era desagradable.
Que no debíamos tratar de engañarnos el uno al otro, dije, ella no me había imaginado a mí, para ella yo era algo así como un complemento necesario, una especie de entrenamiento, para que no se le entumecieran los huesos.
Ella se rió descaradamente y mientras estábamos en cuclillas uno frente a otro, a menos de dos palmos de distancia, empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás, dándose impulso con el tronco del árbol, acercándome y alejándome la cara, jugando con la distancia.
No, no, nada de eso, me engañaba, dijo, y me tendió el cigarrillo, ella también me había imaginado a mí.
También, dije.
Es que ella era insaciable, dijo.
Nos divertíamos con revelaciones de la más descarnada sinceridad y crudeza, intercambiando desnudez por desnudez; las arruguitas de sus ojos desaparecieron, no obstante, la situación tenía un algo en extremo desagradable, como si lo que intercambiábamos fueran nuestras propiedades más triviales y deleznables.
Dijo que incluso había imaginado o, por lo menos, tratado de imaginar qué diablos podríamos hacer el uno con el otro.
Su cara resplandecía.
Del cigarrillo que iba y venía entre los dos no quedaba ya más que la colilla, se la acerqué con cuidado y ella la tomó y aspiró con precaución, como si durante esta última calada, antes de que se le chamuscaran las uñas, tuviera que decidirlo todo; para dar aquella chupada frunció toda la cara, escondiendo el sonrojo detrás de la mueca.
Lo que nosotros podríamos hacer por qué no lo hacía con él, pensaba la mitad de mí que era cínica y ruin.
Esta pregunta surgió en mí como reacción a otra pregunta, más amplia y general, de por qué se considera el contacto físico, el mutuo goce de los cuerpos, más perfecto e imperioso que toda satisfacción espiritual, por qué ha de ser ésta la única prueba válida de una relación humana; desde una perspectiva más distante, en el linde del pensamiento, se planteaba entonces la duda de si la guerra no es también una satisfacción tan necesaria como engañosa en las relaciones entre los pueblos; ¿es consciente el ser humano de que el contacto físico, la satisfacción por la mutua complementariedad física, no es, en la mayoría de casos, sino una manipulación de factores biológicos y un consuelo físico rápido, siempre disponible pero falso, más que la auténtica satisfacción de los deseos espirituales?
En principio, ella no tenía nada en contra, dijo, pero no volvió a apoyarse en el tronco.
En su cara se había nublado el resplandor de la alegría, pensativa, apagó cuidadosamente la brasa del cigarrillo aplastándola en la tierra, debajo de la gruesa capa de agujas de pino.
En cualquier caso, prosiguió tras el tiempo de un suspiro, aquello no era sino lo que siente toda mujer a la que se arrebata algo que ella debería poder dar voluntariamente, pero como aquí era ella esa mujer, instintivamente lo aprobaba.
Por extraño que pudiera parecer, dijo, no estaba celosa de nosotros, quizá lo estuvo en el primer momento, cuando comprendió qué sucedía, más que celosa, sorprendida, la había pillado desprevenida, y preguntó si no me había pasado por la imaginación que había sido eua la que nos había unido.
Pero cuando, al día siguiente, aparecimos juntos en su casa y ella vio los esfuerzos que teníamos que hacer para ocultar lo sucedido entre nosotros y lo serios que estábamos por el esfuerzo, los celos dejaron paso a una cierta alegría, pero tampoco era eso, prefería no llamarlo alegría. ¿No había observado yo que las mujeres tienen para con los maricas más comprensión que los mismos hombres?
En fin, ya sé que es espantoso, antinatural y abominable, pero me siento un poco como su madre.
Enmudeció, no me miraba, palpaba, oprimía, alisaba la tierra y observaba, pensativa y distante, la actividad de prevención de incendios de sus dedos.
Yo estaba seguro de que aún lo diría, le costaría trabajo, pero lo diría y seguramente por eso yo callaba a mi vez, porque ahora se trataba de nosotros.
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