Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Daba la impresión de que esa aparente seguridad que el ser humano va adquiriendo hasta los treinta años y que se nutre de sí misma se había agrietado, pero, en aquel momento que precedía al desmoronamiento, cada uno de mis edificios tenía aún su forma original, pese a no estar en el sitio acostumbrado, nada estaba en su lugar original, era como si las formas simbolizaran aún su propio vacío pero no sospecharan siquiera las fuerzas tectónicas a las que estaban expuestas; los sentimientos permanecían reprimidos tras las viejas barreras, los pensamientos, rota su forma original, ondeaban hechos trizas, cada sentimiento y cada pensamiento eran ya símbolo de las viejas formas, vacío de significado; y en este momento de vértigo que precedía al derrumbamiento y la destrucción total, me pareció poseer la gracia de la clarividencia y descubrir las leyes básicas de la vida o, por lo menos, de mi vida.
No, no había perdido la razón, ni entonces ni ahora, en que trato de utilizar una serie de símiles para aproximarme a mis sentimientos de aquella noche, porque entretanto he comprendido que lo que para mí era una cárcel, la cárcel de mis sentimientos y mis ideales, para el francés que tenía a mi izquierda no era más que un decorado que olía a engrudo; al fin y al cabo, allí no ocurría sino que, en la cárcel del escenario, el villano Jacquino perseguía a la gentil Marcellina, a la que repelían sus toscos galanteos porque estaba prendada del bello y grácil Fidelio, que no era otro que Leonore, que se había disfrazado de hombre para liberar a su amado Florestan, el inocente que estaba preso en las mazmorras, y con este propósito, amén de otros noble motivos políticos, atolondradamente, transige con el error de Marcellina y, aunque pesarosa y compasiva, perpetra el engaño más ruin o, si se quiere, más cómico del que pueda hacerse víctima a una persona: fingirse hombre siendo mujer, de lo que, en resumidas cuentas, hemos de deducir que el fin justifica los medios, ya que cada cual siempre ama o desea amar a otro pero tiene que ingeniárselas para encontrar a su verdadero amor, por lo que podemos reservarnos nuestras consideraciones morales; mientras mi hombro no podía, ni quería, despegarse del hombre sentado a mi derecha, y este sentimiento prohibido me sorprendía, humillaba, repelía y asustaba tanto como su inesperado desinterés hería mi vanidad, aunque yo sabía que ello no era más que un descarado ardid amoroso, que él estaba utilizando a Thea con tanta ruindad como el falso Fidelio del escenario a la bella y no tan inocente Marcellina, que, a la postre, tenía que haberse dado cuenta de que debajo de aquella ropa no había un cuerpo de hombre; Melchior, con su cómodo recurso bisexual, explotaba egoístamente lo que, en medio de tanta ambigüedad, era completamente real, los sentimientos de Thea; él deseaba sondear las posibilidades que tenía conmigo y para ello debía desentenderse de mí y volverse hacia Thea con unos sentimientos reales o sólo intuidos, de los que me había desposeído a mí, lo mismo que en el escenario Leonore tenía que convertirse en un Fidelio verdadero, un auténtico carcelero, para liberar de la cárcel a su verdadero amor.
Por ello, yo adivinaba que Melchior estaba mostrando a Thea algo de sí quizá desconocido para él mismo, quizá sorprendente, algo que él sentía realmente, y yo percibía su confusión y su infantil indefensión, y también imaginaba lo que debía de sentir Thea; ella reaccionó inmediatamente haciendo todo lo que una persona puede hacer en esta delicada situación, estremecerse y suspirar, y yo percibí claramente que entre ellos sucedía algo en perfecta reciprocidad.
Mis celos irracionales no eran de él, a él yo lo temía, los sentimientos que me inspiraba me parecían ilícitos, yo no sólo lo deseaba a él, sino, por él, también a Thea; es decir, que yo sólo podía ceder a la insinuación de Melchior en la medida en que ésta me permitiera acercarme a Thea.
Esto se prolongó entre nosotros durante los dos actos que se tardó en deshacer el equívoco en el escenario: cuanto más se acercaba Thea a Melchior, más próximo a Thea me sentía yo, a pesar de que mi cuerpo percibía con creciente intensidad la proximidad física de él; por ejemplo, constantemente sentía el impulso de ponerle la mano en la rodilla, lo que no dejaba de asombrarme, ya que desde que era adulto nunca se me había ocurrido poner la mano en la rodilla de un hombre sin que ello implicara más que un gesto amistoso, y ahora sentía en mi mano este deseo casi irreprimible que, además, no parecía ser un simple gesto cariñoso sino un gesto cariñoso calculado, un solo contacto con dos fines, por un lado, la respuesta a su insinuación y, por otro, lo que en aquel momento me parecía más importante, un medio de apartarlo de Thea para que yo pudiera recuperarla.
Si en algo hubiera debido pensar entonces y allí, debía ser en mis años de adolescencia, y por supuesto que pensaba en muchas cosas, pero no en esto; y, si no en mi adolescencia, por lo menos en las experiencias que se acumulan durante estos años, pero cuando llega la dura época de la madurez se olvidan pronto aquellos grandes sufrimientos y placeres duramente conquistados.
Yo hubiera debido recordar que sólo podemos salvarnos de los sinsabores de la adolescencia, del desvalimiento que nos produce nuestro afán de entregarnos, de los tanteos, de la ignorancia de la naturaleza de la sensualidad, eligiendo formas de actividad amorosa colectivamente aceptadas y reglamentadas y situadas dentro de un marco moral, que, aunque no encajen con nuestras preferencias, marcan unos límites, por más que coarten nuestra libertad, libertad que la moral de la sociedad considera inadmisible, anómala, superflua y viciada, y dentro de estos límites encontramos un terreno óptimo para desarrollar nuestra actividad amorosa, en el que, si nos atenemos al reparto de papeles convencional, nos declaramos a otra persona que lucha con dificultades parecidas y, a costa de renunciar a la plena satisfacción de nuestros deseos sexuales, podemos conocer una sensualidad casi impersonal pero intensa; y ni ese vacío sorprendente que sigue al momento de la satisfacción física, ese terrible vacío de lo impersonal, ese abismo es insalvable, porque hasta de una unión semejante puede surgir algo orgánico y muy personal, un niño, y nada hay más personal, orgánico y perfecto; es de los dos, se parece a los dos, se diferencia de los dos, es la compensación por todos los sufrimientos y el objeto de abnegación y desvelos, de temores, penas y alegrías, el abismo ya no es un vacío angustioso, ahora tiene contenido.
El náufrago que se debate en un mar sin fondo, buscando un punto de apoyo, se agarra a lo primero que encuentra para mantenerse a flote, ni que sea una caña; no lo piensa dos veces, en ella cifra su salvación y, con el tiempo, creerá -puesto que otra cosa no tiene y el implacable instinto de supervivencia suele sugerir ideas místicas- que el objeto que ha encontrado casualmente le pertenece, que lo ha eleegido a él y él ha elegido al objeto; pero tan pronto como la rítmica fuerza de las olas lo lanza a la playa de la madurez comprende que debe su salvación a la casualidad, pero ¿puede llamarse casualidad a aquello que lo ha salvado de ahogarse?
Todas las experiencias de diez años de intensa actividad amorosa parecían derrumbarse ahora sobre el suelo frágil de mis sentimientos; se me antojaba que en cada una de mis aventuras me había limitado a ceder al deseo, y que mi cuerpo había encontrado simple placer físico en lo que en realidad no era más que instinto de supervivencia, en lugar del auténtico acto, que no hubiera sido un simple acto; no comprendía su significado y por ello constantemente tenía que asirme a algo, iba a la deriva en un mar inmenso, sin sentir el suelo bajo mis pies, por eso no podían consolarme estos placeres, y de ahí la constante búsqueda y acoso a otros cuerpos acosados; pero lo que más me impresionaba ahora no era que, a través del cuerpo del hombre sentado a mi lado, yo deseara a Thea, ni que él me demostrara su simpatía sirviéndose de Thea, ni que yo, a mi vez, me aproximara a él a través de Thea, ni que él y yo girásemos en torno a ella, ni que pretendiéramos iniciar una relación de pareja, sino que, comoquiera que nos lo planteásemos, éramos tres y, puesto que ya éramos tres, ¿por qué no cuatro o cinco? Pero ni este embrollo podía sorprenderme más que una imagen hecha pálido recuerdo, a cuya fecha y lugar ya no tenemos acceso; fue como si, detrás de esta confusión, yo hubiera visto de pronto, desnuda ante mí, la figura clara de mis deseos elementales y, en lugar de seguir la acción que se desarrollaba en el escenario, estuviera sólo pendiente de ella: era pequeña, con la piel azulada, sudaba y palpitaba, existía en sí misma, independiente de nosotros, incluso de mí; fue como ver la envoltura corporal de la pura fuerza vital, su figura física que, pese a todas las teorías modernas, no es femenina ni masculina, no tiene sexo y sólo existe para que, a través de ella, podamos comunicarnos libremente unos con otros.
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