Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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El ancho cañón del bulevar Szent-István asciende suavemente desde la desembocadura de la calle Pannonia, llamada ahora de László-Rajk, para, al llegar a la calle Pozsonyia, desembocar en el puente Margit, describiendo un suave arco; ni la subida, ni el arco, ni la desembocadura llaman la atención en los días de calma y, si aquella noche yo no hubiera marchado con la multitud, nunca les hubiera dado importancia; y es que normalmente te limitas a utilizar tu ciudad, sin fijarte en la configuración de sus calles y plazas.
En la cabeza del puente confluyeron dos columnas que venían de direcciones distintas y con distinto talante, lo que explicaba por qué nuestro paso era ahora más lento y nuestra columna más compacta, silenciosa y seria; mientras nosotros subíamos la pendiente, la multitud que teníamos enfrente bajaba por el puente y los que bajaban no nos aventajaban sólo por el trazado de su trayectoria, también estaban mejor organizados, eran más jóvenes y enérgicos y su aire, más alegre y marcial, como si su cohesión y su fuerza fuera ya una victoria; venían cogidos del brazo, cantando, gritando consignas al ritmo de su paso y, sin romper sus filas, que cubrían todo el ancho del puente, entraron en la plaza que forma la intersección de las calles, describieron un ancho arco y enfilaron la calle Balassa-Bálint; nuestro grupo, que subía, peor organizado, pero más compacto y aglutinado por emociones individuales y motivos personales, tuvo que intercalarse, a presión, desordenada y torrencialmente, en turbulentas oleadas, en los huecos radiales de aquellas filas que se abrían en abanico.
Hay horas en las que el sentimiento de hermandad hace que el ser humano olvide las necesidades y miserias del cuerpo, el cansancio, el amor, el hambre, el frío, la sed, el calor y hasta las ganas de orinar; aquélla fue una de estas horas.
Szentes dijo que eran estudiantes que venían de la plaza Bem, y nos sumamos a sus filas, rompiendo su orden y unidad, y ellos nos absorbieron contagiándonos su alegría y su determinación; unos y otros, que venían de distintas direcciones y aquí mezclaban su distinta idiosincrasia, cambiaban impresiones a voz en cuello con desconocidos como si fueran amigos de siempre; ellos nos decían quién les había dirigido un discurso, qué opiniones representaba y qué exigía, y nosotros les hablábamos de los tanques y los soldados, y de la marcha de los obreros de la vía Váci y les asegurábamos que el ejército estaba con nosotros, y este enardecido griterío, este apresurado intercambio de noticias, al tiempo que creaba cierta efervescencia en la columna, un tanto distorsionada, le infundía nuevo vigor.
Con este ánimo marchamos hacia el Parlamento.
Szentes, como si pensara que yo había de tener una opinión distinta sobre los acontecimientos y no quisiera que ello trascendiera, se inclinó hacia mí para que Stark no le oyera -nuestras caras estaban muy cerca una de otra en medio de la excitación general- y me dijo que ahora podía ver con mis propios ojos que el sistema estaba acabado.
Lo veía, naturalmente, respondí, apartando la cara, pero no sabía cómo acabaría.
Ya divisábamos la oscura cúpula del Parlamento, con la gran estrella luminosa en la cúspide, que habían instalado hacía sólo unos meses.
Yo debía de estar muy gracioso con mi tablilla de dibujo, mi cartera y mi expresión taciturna y responsable, mientras trataba de conciliar los extraordinarios acontecimientos de aquella noche con las experiencias vividas en mi casa, porque mi preocupación por el futuro sorprendió a Szentes, que se echó a reír; pero, antes de que yo pudiera comprender de qué se reía, sentí que me abrazaban por la espalda y una mano blanda y cálida me tapaba los ojos.
Siempre buscando tres pies al gato, gritó Kálmán, que saltaba de alegría, agitando los brazos, y de pronto los tres estudiantes de bachillerato nos vimos rodeados de sonrientes aprendices de panadero; pero no podíamos pararnos, teníamos que continuar.
Por cierto que, en la plaza, al pie del monumento a Kossuth, perdí la tablilla de dibujo; Kálmán había trepado al monumento y yo subí tras él, queríamos ver el gentío que llenaba la plaza, cuando la muchedumbre, con un griterío que te hacía temblar hasta el tuétano empezó a pedir que se apagara la estrella, fuera la estrella, fuera la estrella; pero entonces se apagaron todas las farolas de la plaza y sólo quedó iluminada la estrella de la cúpula, y se alzó un rugido de protesta que se convirtió en un concierto de silbidos y abucheos; de pronto, se hizo el silencio, y en aquel silencio la gente hizo antorchas con los periódicos y las levantó en alto, y, como si un viento de tormenta barriera una pradera inmensa formando furiosos remolinos, la plaza se inundó de luz, se inflamó, las llamas corrieron y se extinguieron sobre las cabezas de la multitud en la enorme plaza, pero volvieron a encenderse, se extendieron, saltaron, se dispersaron, llamaradas blancas que enseguida amarilleaban, pavesas rojas que caían a los pies de la gente; horas después, mi cartera quedó en el cruce de las calles Pushkin y Sándor Brody, en el asfalto desierto, donde Kálmán, mientras corría comiendo su rebanada de pan con mermelada de ciruela, cayó bajo los disparos hechos desde una azotea, y yo pensé que había sido muy listo al arrojarse al suelo para esquivarlos, y creía que lo que le manchaba la cara era mermelada.
Si después -cuando Hedi vino a despedirse y con aquella mirada interrogativa y suplicante me pidió a mí, el testigo, que le confirmara lo increíble-, si después yo hubiera podido hablar de aquello o si ella no hubiera comprendido de antemano que las palabras tendrían que ser falsas y patéticas, le hubiera hablado de aquella mano cálida, fuerte y cariñosa, la mano de un amigo, y no del hecho, inútil a fin de cuentas, de su muerte, de cómo lo llevamos a un portal y luego lo subimos a un piso, a pesar de que ya no había nada que hacer, porque murió mientras lo transportábamos o quizá en la misma plaza, pero nos parecía que el hecho de transportarlo podía prolongarle la vida un poco más, o devolvérsela, a pesar de que tenía el cuerpo acribillado, pero algo había que hacer; y mientras acarreábamos su cuerpo muerto, sentíamos las manos viscosas de la sangre que le chorreaba, porque su sangre vivió más que él, que ya estaba muerto, y tenía los ojos abiertos, y la boca, y la cara desfigurada y ensangrentada, muerto, y yo no pude hacer más que ir aquella misma noche a dar la noticia a su madre, que trabajaba en el hospital János, y días después, dos meses antes de que se suicidara, asiendo con las dos manos el traje de hilo de János Hamar, llamar asesino a mi padre, que había vuelto a casa a escondidas, diligencia que también cumplí escrupulosamente. No quería hablar de la muerte de mi amigo, ni de muerte ni de entierros, ni de los cementerios iluminados por las velas, todas las velas de aquel otoño e invierno, sino del último contacto de su cuerpo, de que yo fui la última persona a quien tocó y de que tenía en la mano aquel trozo de pan con mermelada de ciruela -se lo había dado una mujer que, en la esquina de la calle Pushkin, por la ventana de una planta baja, repartía rebanadas de pan untado con mermelada de ciruela que sacaba de una olla de barro-, describir el tacto y el olor inconfundibles de su mano, la perfección de los músculos, la piel, las proporciones y radiaciones que nos hacen reconocer a una persona, ja oscuridad blanda y cálida que de pronto nos aparta de los acontecimientos históricos y, con un único y leve contacto, nos transporta de lo extraño a lo familiar, a una intimidad de roces, olores y sensaciones en la que es fácil reconocer esta mano sin igual.
Para que Melchior pudiera comprender al fin algo de mí, en aquel momento, hubiera tenido que hablar -aquí, delante del teatro de esta plaza de Berlín inundada de luz blanca- del último y breve episodio feliz de mi historia, de aquella oscuridad que se me posó en los ojos, en la que todavía lo reconozco, ¡naturalmente, es Kálmán! o Kristian, no, Kálmán, ¡Kálmán!, sí, hubiera tenido que hablar de aquel último, pequeño fragmento de alegría infantil, y, como no tengo ninguna mano libre, en una llevo la tablilla de dibujo y en la otra la cartera que después perderé, tengo que mover con fuerza la cabeza, alegremente, para sacudirme su mano, me parece tan inesperado, tan increíble que esté aquí, como si hubiera encontrado la consabida aguja en el pajar.
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