Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Mientras ella hablaba, temblando de agitación, su padre interrumpió el apático balanceo de la silla, apoyó los pies en el suelo y se quedó con la mirada fija en el espacio, con un gesto de impávida aprobación y con la tristeza del que sabe con exactitud cuál va a ser el final.
Inaudito, sencillamente inaudito, parecía que había ocurrido algo escandaloso, a lo que no podías ni debías responder, algo que no debías ver ni oír, algo de lo que no tenías que darte por enterado, que quedaba fuera de toda discusión, que había que pasar por alto inmediatamente, sólo que la reacción no se producía; todos estaban estupefactos.
El padre de la joven apoyó las cuatro patas de la silla en el suelo con un ruido seco, un movimiento deliberado y también elocuente, con el que daba su respuesta, ¡ya basta!, luego, despacio y majestuosamente, se puso en pie a fin de relajar la tensión, se acercó a mi padre, le puso la mano en el hombro con gesto apaciguador y empezó a hablar en una voz ni muy alta ni muy baja, todos habían comprendido sin duda que él consideraba su propuesta digna de atención, en cualquier caso, lo bastante importante como para volver a debatirla, quizá en un foro más amplio o, por el contrario, en un círculo más restringido, precisamente porque se habían expuesto argumentos válidos tanto de un signo como de otro; personalmente, en el momento presente y en las circunstancias actuales, consideraba prematuro e inviable definirse; ya volvían a hablar todos a la vez, adoptando involuntariamente el mismo tono reflexivo y dilatorio, ni muy alto ni muy bajo, como si nada hubiera ocurrido, cambiando de tema rápidamente o, si continuaban con el mismo, sin agitación alguna.
Algunos se levantaban, carraspeaban, se movían, encendían un cigarrillo, salían a la terraza, disimuladamente, intercambiaban miradas alusivas a lo sucedido, se reían; hacían en definitiva lo que suele hacer la gente en una sociedad en la que hay diversidad de opiniones o en una recepción un poco aburrida.
Aunque parezca increíble, dije a Melchior mientras caminábamos, me consta que aquella reunión no fue un fracaso, ya que es posible que las palabras de la mujer ayudaran a los presentes a aclarar sus propias ideas; porque, días después, mi padre y yo habíamos quedado citados en la plaza Marx para ir a comprar zapatos o no sé qué, esperé hora y media y no se presentó, y cuando por fin llegó a casa aquella noche, con la ropa y el pelo impregnados de olor a tabaco, me dijo con voz procupada pero ya más firme que había estado en una reunión muy importante, más aún, trascendental, de la que, naturalmente, no había podido marcharse, y de aquella disculpa insólitamente explícita deduje que, si bien su plan no había sido aceptado había conseguido un respiro, una demora en su locura, por lo menos, no había sufrido una nueva derrota.
Yo había enmudecido, aunque me hubiera gustado seguir hablando, pero no sabía qué más podía decir ni cómo me había enfrascado en aquella historia que ahora, de pronto, me parecía falsa, extraña y muy lejana; nuestros pasos sonaban en los adoquines con ritmo regular, Melchior callaba, no podía saber qué había querido decir yo, pero no preguntaba, no nos mirábamos, y me hacía bien no tener qué hablar.
Y en el silencio punteado por nuestros pasos, que tampoco era silencio sino ausencia de las palabras adecuadas, me invadió la sensación de que todo lo dicho hasta entonces no era sino charla ociosa, un montón de palabras incoherentes y vacías, extrañas a mi lengua, y pensé que es inútil hablar cuando no se tienen las palabras; ni en mi propia lengua encontraría palabras que en esta historia pudieran conducir a algún sitio, porque tampoco la historia conduce a sitio alguno, no hay nada, ni historia hay cuando el recuerdo continuamente queda prendido en detalles que son, o parecen, insignificantes; en aquel momento, por ejemplo, yo daba vueltas por la plaza Marx de entonces, esperando a mi padre, y no podía arrancarme de allí; pero ¿por qué iba a contarle esto?
Porque uno sólo puede contar fragmentos, pero yo quería contarlo todo, decirlo todo a la vez, verterlo en su cuerpo, empaparlo en mi historia, hincarme en él con las raíces de mi gran amor; pero ¿dónde empieza y dónde acaba el ansiado todo? ¿Cómo había de surgir un todo en una lengua que no era la mía y que yo no sabía articular?
Porque si hasta entonces había callado todo aquello, si no se lo había contado a nadie era porque no quería hacer de ello un relato de aventuras, un cuento que no era tal cuento, un suceso que las palabras convertirían en fábula inofensiva; era preferible sepultarlo vivo en la cripta del recuerdo, porque sólo allí encontraría un lugar tranquilo.
Era como si, en aquella calle oscura, hubiera profanado a los muertos.
¿Y no es el silencio el todo más perfecto?
Ibamos uno al lado del otro, hombro con hombro, pero, trastornado como estaba, no me daba cuenta de que todo aquello me deprimía tanto porque antes, más que a él, había hablado a sus ojos, y ahora me faltaban sus ojos.
Al mismo tiempo, mientras el frío y acompasado repicar de nuestros pies nos acercaban al teatro, cada paso iba mitigando aquel deseo de contar, ya no era tan fuerte, sí, sería preferible dejarlo sin final, ahora entraríamos en el teatro y veríamos la función, y lo que había quedado por decir me lo tragaría valerosamente, con lo que tampoco la penosa conversación tendría final.
Los potentes haces luminosos de los focos sacaban de la bruma otoñal el edificio del teatro que parecía una monstruosa y deforme caja de cartón; cuando entramos en aquella cruda claridad, entre gentes que, deslumbradas y presurosas, acudían a tomar el yantar de la distracción y el olvido, me hubiera gustado decirle algo más, algo ingresante e ingenioso, para cerrar aquel paseo frustrado.
Sabes una cosa, dije sin pensar, porque con el recuerdo seguía deambulando por aquella plaza, la plaza de Karl Marx, que mi padre, fiel a la costumbre, seguía llamando plaza de Berlín, me ha quedado grabada en la memoria por otra razón, proseguí en un tono que quería ser indiferente, y es que de Ilkovits, una taberna de mala nota, salía un grupo de hombres y mujeres medio borrachos, y una prostituta veterana, al verme, se me acercó tambaleándose y yo, pensando que quería preguntarme algo, me volví hacia ella, servicial, pero la mujer se me colgó del brazo, me mordió una oreja y me susurró que si me iba con ella me la lamería con mucho gusto, gratis, porque debía de tener una pollita muy mona.
Y no le faltaba razón, agregué riendo, para que resultara más cómico todavía.
Él se paró y se volvió a mirarme, pero no sonreía, sino que me miraba con su expresión más distante.
Yo, confuso, seguí contando que la mujer había dicho que no era más que una puta borracha, no una dama distinguida, pero que no tuviera miedo, que ella sabía mejor que nadie lo que gusta a los caballeros jóvenes y simpáticos como yo.
La indiferencia de su expresión traducía desdén, y entonces, lentamente, me asió del codo y cuando su cara se acercó a la mía apareció una pequeña sonrisa, pero no en sus labios, sino en sus ojos, una sonrisa que no respondía a mi pequeña evasiva jocosa sino que reflejaba el decidido propósito de darme un beso en la boca aquí, en medio de la plaza iluminada, delante de la gente que entraba en el teatro.
Aquel beso cálido y suave arrastró consigo otros besos, en la nariz, los párpados que yo había cerrado involuntariamente, la frente y la garganta, como si, con aquel suave tanteo de sus labios, buscara algo; no creo que alguien se diera cuenta o, si acaso, que concediera al hecho toda la importancia que tenía, por lo que los transeúntes se perdieron un gran momento, luego, dejamos caer los brazos que, más que atraernos el uno al otro, nos mantenían a una distancia prudencial y nos miramos.
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