Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Yo hablaba a los ojos de Melchior.

El cubría con una mano la mano con la que yo me sostenía y con la otra se colgaba de la correa del tranvía; la manga del anorak nos cubría la cara y las manos, que hubieran delatado a los ojos de los pasajeros nuestro amor prohibido; teníamos las caras muy juntas, sentíamos nuestro aliento, pero yo no hablaba a su cara ni a su entendimiento sino a sus ojos.

Pero al recordarlo me parece que no hablaba a un par de ojos sino a uno solo, enorme, atento, maravilloso, que de vez en cuando tenía que parpadear, para esconder rápidamente tras las pestañas el destello de la comprensión, para reposar, aguardar, almacenar; el temblor de la bella curva del párpado denota inseguridad y duda y, con su insistente movimiento, me insta a prescindir de detalles; él desea una visión de conjunto, ya que de lo contrario tendría que asimilar demasiadas cosas a la vez, no sólo imaginar a personas desconocidas, orientarse en lugares extraños y situar fechas imprecisas, para seguir un relato personal y, por lo tanto, sesgado, de hechos que hasta entonces él conocía por descripciones históricas de carácter general, sino que, además, tenía que habérselas con mis deficiencias lingüísticas para deducir, de palabras mal aplicadas y mal pronunciadas, lo que yo pretendía decir.

Aún era verano, dije, quizá tres semanas después de que lo suspendieran de sus funciones, expliqué, cuando un domingo por la mañana nos visitaron por lo menos treinta personas, la calle estaba Ilena de coches, todos eran hombres, sólo había una mujer y acompañaba a su padre, un anciano de cara agria y demacrada, que no hacía más que mecerse en silencio sobre las patas traseras de la silla y, sólo una vez, en que su hija fue a hablar, salió de su pasividad y se volvió hacia ella para imponerle silencio con un ademán.

Yo aproveché un pequeño incidente familiar para colarme en el despacho de mi padre, en el que los visitantes -evidentemente, todos ellos viejos conocidos que mantenían una de sus frecuentes reuniones- fumaban formando pequeños grupos mientras discutían con vehemencia o, simplemente, charlaban; mi padre había salido para pedir a la abuela que hiciera café, pero en la cocina estaba también el abuelo y, antes de que ella pudiera responder con un «sí» forzado, con aire ofendido, el abuelo, rompiendo un silencio de seis años, observó secamente, rojo de la asfixia que le provocaba la cólera, que, sintiéndolo mucho, la abuela no tenía tiempo, ya que, como de costumbre, se iba a la iglesia y que, si quería ofrecer café a sus invitados, lo hiciera él.

Mi padre, que había hablado como si se dirigiera a su secretaria, no estaba preparado para esta respuesta, tanto menos por cuanto que el abuelo le negaba este favor en nombre de la abuela, por parecerle intolerable entrar en contacto con aquella gente: está bien, muchas gracias por la gentileza, farfulló mi padre, y cuando regresó rápidamente a su despacho, blanco de ira, no se dio cuenta de que yo le seguía, o quizá después de aquella escena le era indiferente mi presencia.

Por si acaso, yo me situé al lado de la puerta que daba a mi habitación, junto a la que, un poco incómoda y violenta, con la espalda apoyada en el marco, estaba la muchacha, que llevaba un bonito vestido de seda estampado en tonos oscuros.

Por su paso enérgico y rígido a la vez, por la forma en que encogía un hombro, por el mechón de pelo que le caía en la frente, quizá también por la determinación con que cruzaba por entre los reunidos, envueltos en una espesa nube de humo, se adivinaba que le movía un propósito extraordinario, algo que quizá había decidido hacía tiempo; apartó el sillón, sacó del bolsillo la llave del escritorio, abrió el cajón, pero entonces como si de pronto se sintiera indeciso o quisiera recapacitar, no sacó nada de él sino que, lentamente, se dejó caer en la silla y miró a los reunidos.

Este cambio de actitud y su mirada, que se extendió por toda Ia habitación como una vibración, hizo que unos enmudecieran o bajaran la voz involuntariamente y otros se volvieran a mirarle, terminaran la frase en voz alta, y luego prosiguieran en tono más bajo; él permanecía inmóvil, abstraído.

Entonces, con un movimiento que empezó lentamente y fue tomando velocidad, volvió a abrir el cajón, sacó un objeto, cerró el cajón con un puño del que asomaba el cañón de una pistola y dejó la pistola encima de la mesa con un golpe seco.

Un golpe, y silencio: un silencio compasivo, atónito, indignado.

Fuera, delante de las ventanas abiertas, los árboles estaban quietos, a intervalos regulares, se oía el siseo de los aspersores que regaban el césped.

De pronto sonó una risa nerviosa a la que se unieron otras varias, aunque vacilantes, entre ellas, la de un oficial joven, coronel, un hombre rubio de cara redonda y pelo cortado a cepillo, que, despacio, se levantó, se quitó la guerrera con galones de oro y, con una amplia sonrisa, la colgó cuidadosamente del respaldo de la silla; entonces todos empezaron a gritar a la vez, pero él se sentó tranquilamente y, en medio del griterío, empezó a subirse cuidadosamente las mangas de su camisa blanca.

Gritaban a mi padre que no fuera ridículo, que no hiciera teatro, le llamaban Köles, el alias que había utilizado en la clandestinidad, le daban a entender que comprendían sus sentimientos y simpatizaban con su gesto, pero no podían permitirse histerismos ni números de circo, debía conservar la serenidad.

No, no estaba loco, precisamente a causa de los acontecimientos de los últimos meses había recobrado su sano juicio, dijo mi padre sin levantar la voz ni mirar a nadie, y volvió a hacerse el silencio, un silencio cortante, vacío y mudo, y agregó que les había rogado que vinieran para averiguar si aún quedaban en este país hombres que, al igual que él, no estuvieran dispuestos a darse por vencidos.

Plenamente consciente de su dignidad, confirmada por el silencio de su auditorio, y seguro de su facilidad de palabra, mi padre mantenía una actitud relajada, con las manos apoyadas en los brazos del sillón; no deseaba hacer una escena ni dar una conferencia, prosiguió en voz baja, sólo sentía el deseo simple, humano y, lo admitía, romántico, de recordar a los reunidos el deber que habían asumido, no para un determinado tiempo y lugar, sino para toda la vida -sonrió-, y a la vista de la tendencia de la política interna tenía la sensación de que ya no existía la posibilidad de sustraerse a este deber, no miraba a nadie a los ojos al decir esto sino que, sonriendo, deslizaba entre las caras aquella mirada glacial que tanto temía yo y que unas veces me parecía alucinada, otras, deliberadamente cruel, y otras, angustiada; quería proponerles algo muy simple y, sin marcar una pausa, como si por su boca hablara una máquina, prosiguió: tras mucho reflexionar, había sacado la conclusión de que, a fin de impedir un posible golpe de Estado de los contrarrevolucionarios, había que formar una milicia totalmente independiente del ejército, la policía y los servicios de seguridad que dependiera directamente de la autoridad suprema.

Se percibió casi físicamente cómo las últimas palabras de su frase quedaban suspendidas en el aire entre la aprobación de unos y el vivo e indignado rechazo de otros; al cabo de unos instantes estalló un tumulto indescriptible de sillas volcadas accidental o deliberadamente puñetazos en mesas y rodillas, gritos, risas burlonas, silbidos no todos forzosamente hostiles, carraspeos, carcajadas y aclamaciones atronadoras, a pesar de que, indudablemente, algunos permanecieron mudos; la joven se separó del marco de la puerta para decir algo, su cara estaba moteada de rojo y tenía una expresión de vivo disgusto, el coronel volvía su faz redonda y risueña hacia uno y otro lado, y el anciano de expresión taciturna dejó de mover la silla un momento, indicó a su hija que se callara y siguió meciéndose.

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