Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Yo había recuperado aquel ojo grande y único.

Y ahora él se rió, es decir, entre sus labios suaves brillaron sus dientes blancos, grandes y feroces, señaló hacia la puerta y dijo que no teníamos obligación de entrar.

No la teníamos, cierto.

También sin nosotros habría función.

Desde luego.

Y ahora, en medio de la gente que entraba en el teatro, aquel ojo expresó algo muy distinto.

Podría ser, dije.

Él me sonreía de un modo misterioso, afable y sereno, pero yo no entendí su sonrisa, porque no era la sonrisa habitual que yo amaba y odiaba; no obstante, tenía que obedecerla, me había rendido a ella, y él, quizá por primera vez en la historia de nuestra relación, me había tomado en serio.

Debía de haber descubierto algo de mi personalidad, no sé si algo aborrecible o adorable, con lo que hasta ahora no había contado o para lo que no había encontrado explicación hasta aquel momento.

Yo tenía la sensación de que quizá fuera preferible seguir escondiéndole mi cara con palabras.

Él no se movía del sitio, parecía que estuviéramos discutiendo.

Con su traje oscuro impecablemente cortado y las manos a la espalda por debajo del abrigo y el pecho ligeramente inclinado hacia adelante, me miraba entornando los ojos a la luz cegadora, como si acabara de asaltarle una grave duda.

Ahora la gente había empezado a mirarnos, pero se equivocaba.

Vámonos a casa, dije.

Él se encogió de hombros ligeramente y pareció que iba a echar a andar, pero yo no podía moverme del sitio.

Le dije que todo esto se lo había contado movido por un sentimiento de inseguridad y resignación, para que comprendiera por qué cuando estaba entre la multitud no había podido irme a casa, no era algo importante, pero ahora él lo comprendería.

Agregué que no quería decir más.

Él lo comprendía, naturalmente, lo comprendía, me respondió con impaciencia, pero no estaba seguro de si lo que había comprendido era lo que yo quería que comprendiera.

Hubiera sido fácil decir algo, cualquier cosa, para romper mi silencio atormentado, y sufría, porque quería hablar y no podía, pero tampoco tenía intención de desmentir lo que él había descubierto de mi personalidad y de lo que con tan ávida impaciencia se había apoderado, y esto me hacía comprender que debía contárselo todo; pero no me fallaba el idioma porque yo quisiera decir verdades fuertes, sino todo lo contrario, un pudor desconocido hasta ahora me impedía describirle aquellos simples sucesos, un pudor muy íntimo, más fuerte que el de la desnudez corporal, me amordazaba, porque todas las vivencias personales de las que hubiera podido hablar, contempladas con la perspectiva de los años, parecían insignificantes, tontas, ridículas, en comparación con hechos a los que el silencioso recuerdo histórico ha dado empaque de tragedia.

Desde luego, no me parecía apropiado enjuiciar ahora el resultado final de aquellos acontecimientos, pero tampoco podía hablarle de la tablilla de dibujo, de la escuadra que me resbalaba mientras corría ni de la pesada cartera.

Pero estos objetos banales formaban parte de mi revolución personal, ya que con su peso y su engorro me obligaron a zanjar una cuestión que, considerada de un modo superficial, carece de peso y significado, puesto que, en el contexto de los hechos, a nadie interesará si un rubio estudiante de bachillerato se sale de una masa de medio millón de personas o se queda en ella; pero para mí esta alternativa significaba si creía necesario y sería capaz de matar al padre, lo que no era una trivialidad, sino una cuestión que aquel martes por la noche tendrían que decidir todos los que constituían aquella multitud.

Si el dilema se hubiera planteado entonces con esta crudeza, seguro que ninguno de nosotros hubiera permanecido allí, arropado por la masa, marchando en la dirección marcada por una fuerza desconocida, sino que cada cual hubiera escapado a todo correr hacia su modesto o lujoso cubil; entonces no hubiéramos sido una masa humana sino una horda rabiosa, una muchedumbre enloquecida, una turba destructora poseída por una cólera irracional; porque, en el fondo, el ser humano no se diferencia mucho de los animales salvajes, él ansia la paz, el calor del sol, un nido blando y tranquilidad para procrear, y no se muestra agresivo hasta que ve amenazado el nido, el alimento y la seguridad de la prole, y aun entonces no es en matar en lo primero que piensa.

Eso sucedió también entonces; al aire tibio de aquel anochecer, el espíritu combativo se manifestaba sólo en la acción de marchar, éramos muchos y marchábamos, acción que, naturalmente, iba dirigida contra algo o contra alguien, pero no estaba muy claro contra qué ni contra quién, cada cual podía pensar lo que mejor le pareciera, acarrear sus propias reivindicaciones, sus propios engorros, sus propias preguntas, aún no tenía que decidirse o, si ya se había decidido, aún no necesitaba saber con exactitud qué dirían los demás a su decisión, por eso coreaba las consignas, por eso gritaba, o callaba.

No creo que pudiera haber algo que no tuviera significado, cada grito, cada frase, cada verso, ¡hasta el silencio!, me servían para auscultar y probar mis sentimientos personales, descubrir mis puntos de contacto con la masa, mi afinidad y posible identificación con ella.

Cualquier objeto, ya sea una regla de dibujo, una poesía o una bandera, puede servir de base al pensamiento, sobre esta base fijamos los pensamientos para los que no encontramos palabras, el objeto no es entonces sino la señal tangible de mudos instintos animales y oscuros sentimientos indefinibles, el escenario de su plasmación, la superficie en la que se inscriben, quizá más que el objeto o el hecho en sí sean sólo un pretexto.

No podía seguir soportando la luz de los focos.

Si hubiera podido hablar, si no a él, por lo menos, a mí mismo, hubiera tenido que decir que -cuando salimos disparados de las apreturas del atasco que se había formado en la plaza Marx y a la carrera nos unimos a los que marchaban delante- el deseo de irme a casa se había disipado, sencillamente, olvidé que hacía un momento quería ir a casa, y de este olvido era responsable la ciudad, que convertía las piedras en casas, las casas en calles, las calles en direcciones definidas y en posibilidades concretas.

A partir de este momento, todo funcionó según las leyes naturales: las aguas de los manantiales buscan los arroyos, que confluyen en el río, que se dirige hacia el mar, ¡qué simple y qué poético! De las bulliciosas calles laterales salían cuerpos humanos que, atraídos por la masa, se intercalaban entre los que avanzaban por el bulevar; seguramente, Verocska ya habría terminado su improvisada actuación con el grito de «Vosotros, que no lo sabíais, veréis ahora cómo se divierte el pueblo», porque los que habían superado el atasco corrían hacia nosotros con estruendo de pasos y se comprimían a nuestra espalda, y aquella aglomeración empujaba en la misma dirección, la única posible, hacia adelante, hacia el puente Margit; pero esto no significaba que los motivos individuales, que tenían cada uno su temperatura y que, al entrar en fricción, descargaban fuerzas y hacían saltar chispas y llamaradas, hubieran podido encenderse aún en una voluntad común, ya que faltaba el combustible adecuado; no obstante, se había producido un cambio, todos debían de sentirlo, porque había cesado el griterío, no sonaban risas, ni versos, ni arengas, no se agitaban banderas, era como si, en aquella dirección común, la única posible, todos se remitieran a un mínimo común denominador: el sonido de los propios pasos.

Esta acumulación de pasos, esta percusión rítmica y atronadora que llenaba la garganta del bulevar Szent István, bastaba para consolidar el sentimiento de unidad, sentimiento que intensificaba la gente que se apiñaba en las ventanas agitando las manos: a pesar de no marchar con nosotros, estaban con nosotros, y nosotros estábamos con ellos; la multitud empezó a sentir su peso y su fuerza, y la marcha se hizo más lenta y solemne.

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