Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Melchior, sin decir nada, observaba mi silencio, que no podía ser más elocuente.

Aquella tarde de diciembre, tampoco fui yo el primero que se movió, sino Hedi, que inclinó la cabeza.

No quería seguir participando en aquel empeño por cerrar los ojos a los acontecimientos, por negárnoslos mutuamente, y me pidió que la acompañara a la puerta.

Ni siquiera allí nos miramos a la cara, yo contemplaba la calle sombría y ella revolvía en su bolso.

Pensé que quizá fuera a darme la mano, lo que sería ridículo, pero del bolso sacó un osito de peluche roñoso que enseguida reconocí, era el talismán de las chicas, y me dijo que se lo diera a Livia.

Al agarrar el muñeco, rocé casualmente sus dedos, y me pareció que ella quería confiarnos a nosotros dos todo lo que dejaba tras de sí.

Ella se fue y yo entré en casa.

La abuela salía de la sala, seguramente venía en mi busca, huyendo de la charla de consuelo de la tía Klara; yo era el único con aún podía hablar.

Me preguntó quién había venido.

Hedi, le dije.

La pequeña judía del pelo rubio, preguntó.

Estaba delante de la puerta blanca del recibidor, a la última luz de la tarde, vestida de negro de pies a cabeza, con mirada inexpresiva.

Si se le había muerto alguien, me preguntó.

Se marcha, dije.

Adonde.

No lo sé.

Esperé hasta que se hubo alejado en dirección a la cocina, fingiendo tener algo que hacer allí, y me fui a la habitación del abuelo.

Hacía un mes que no entraba nadie, sin él estaba exánime, árida, nada removía el polvo.

Cerré la puerta y me quedé quieto, luego dejé el oso de felpa encima de la mesa, entre los libros y papeles que daban testimonio de la actividad de sus últimos días.

El tres de noviembre había empezado a trabajar en el proyecto de una reforma electoral que no pudo terminar antes del veintidós de noviembre.

Recordé la fábula que solía contar, de las tres ranas que caen en el cubo de la leche; en esta agua tan espesa seguro que no me ahogo dice la optimista, pero aún no ha acabado decirlo cuando se le pega la boca y se hunde; si la optimista se ha hundido, ¿cómo no voy a ahogarme yo?, dice la pesimista, y también se hunde, pero la tercera, la realista, se limita a hacer lo que hacen las ranas, y mueve las patas sin parar hasta que nota algo sólido debajo, algo firme y duro en lo que puede apoyarse para saltar, ella ignora que ha hecho mantequilla, ¿qué sabe una rana?, pero puede salir del cubo.

Quité el osito de encima de la mesa, comprendí que sería un grave error dejarlo allí.

De Livia sabía que había aprendido a tallar cristal; un día, quizá dos años después, al pasar por la calle Prater, miré por la ventana de un semisótano que un listón inclinado mantenía abierta, y vi a varias mujeres sentadas ante las muelas que giraban y chirriaban, y allí estaba Livia, con la bata mal abrochada, moviendo hábilmente una copa sobre la muela; estaba embarazada.

Aquel verano recibí carta de János Hamar, una carta muy cariñosa, que venía de Montevideo, en la que me decía que si en algo podía ayudarme lo haría encantado, no tenía más que escribirle, pero que prefería que fuese a verle y, si quería, podía quedarme a vivir con él; estaba en el cuerpo diplomático y llevaba una vida tranquila y agradable, aún le quedaban dos años de servicio y le gustaría hacer conmigo un largo viaje, que le contestara a vuelta de correo, porque también él se había quedado solo y ya no quería cambiar las cosas; pero esta carta no me llegó hasta mucho después.

A pesar de todo, yo creía que ahora, poco a poco, cautelosamente, regresarían todos los que aún vivían, pero no volví a ver a ninguno. Cuando, años después, cayó otra vez en mis manos el osito de felpa, me dolía tanto verlo que lo tiré.

En donde él refiere a Thea la confesión de Melchior

Durante nuestros paseos nocturnos, cualquiera que fuera el itinerario que eligiéramos entre nuestros circuitos habituales, el repicar acompasado de nuestros pasos resonaba en la oscuridad de las calles desiertas con un ritmo extraño y forzado, y ni la más animada conversación ni el silencio más profundo podían librarnos ni un segundo de aquel eco.

Las casas de la ciudad, aquellas fachadas hoscas y desfiguradas por la guerra, parecían absorber nuestros tranquilos pasos y devolvernos sólo aquello que también en nosotros era desabrido y frío; y si arriba, en el palomar del quinto piso, debajo del tejado, solíamos charlar libremente, aquí abajo, donde teníamos que salvar el abismo entre la tétrica frialdad del entorno y el calor de nuestros sentimientos, la conversación adquiría un tono sobrio y responsable que también podría describirse como fría sinceridad.

Arriba, casi nunca hablábamos de Thea, aquí abajo, sí, y a menudo.

Los escrúpulos que me causaba mi duplicidad me hacían llevar aquellas conversaciones de manera que no fuera yo el primero en pronunciar su nombre, y me acercaba al tema con precaución, orillándolo, pero, en cuanto sonaba el nombre, Melchior se lanzaba a hablar de ella; a veces, sorprendido por las asociaciones de ideas que suscitaba el tema, enmudecía, asustado, o no se atrevía a hacer manifestaciones que le parecían comprometedoras, y yo, con preguntas hábiles Y arteras, apostillas y comentarios, nos mantenía a ambos en la tortuosa senda que se hundía en la oscuridad de su pasado, para penetrar en aquel paisaje brumoso, del que con tanta habilidad y utilizando todas sus sutilezas intelectuales trataba él de aislarse, aun a riesgo de mutilarse espiritualmente.

En mis paseos de tarde con Thea, mientras conversábamos caminando por el paisaje llano y barrido por el viento de las afueras de la ciudad, o, sentados a la orilla de un lago verde o de un canal que se prolongaba hasta el horizonte, seguíamos con la mirada el movimiento de las aguas o, sencillamente, contemplábamos el paisaje, yo tenía que seguir la táctica opuesta, porque la vastedad del entorno invitaba a la confidencia, permitía distinguir claramente entre sentimientos y pasiones y apreciar su interdependencia, porque la naturaleza no es un escenario, sino que, para los ojos que luchan contra la ilusión óptica, puede ser, incluso, hiperreal, y no admite las pequeña comedias humanas que sólo caben en el decorado de la ciudad; y Thea, si yo quería fomentar sus sentimientos hacia Melchior, debía impedirle, con distracciones e interrupciones constantes, que me abriera su corazón, como suele decirse, en suma, que hablara de él.

Ésta me parecía una solución bella y equilibrada para alcanzar mi objetivo.

Porque, aunque no habláramos de él, Melchior no dejaba de estar presente en nuestra conversación, y yo sentía aquella excitación asfixiante que experimenta el criminal mientras prepara el golpe, seguro de que él no necesita intervenir, sólo indaga, observa y examina el terreno, no, no debe inmiscuirse en el buen orden de la naturaleza, basta con descubrir cómo funciona el sistema que ha creado la situación presente para que el botín caiga en sus manos; en realidad, en mis relaciones con uno y otro, yo no hacía más que perseverar en el empeño de prolongar la situación, con sugerencias e insinuaciones congruentes.

Poco a poco, fui infundiendo en Thea la casi imposible esperanza de que Melchior, pese a las apariencias, no era inalcanzable, mientras con cautela trataba de disipar los escrúpulos que impulsaban a Melchior a combatir con tesón sus inclinaciones naturales que se manifestaban tenazmente; por ello, por extraño que pudiera parecer, también era comprensible que Thea no tuviera celos de mí, ya que, a sus ojos, más aún, para todo su sistema emocional, yo constituía la certeza constante y tangible de una esperanza lejana pero irrenunciable, mientras que Melchior se sentía embriagado por la posibilidad de conocer a través de mí algo que le había estado vedado hasta ahora, es más, sabía que yo no podría pertenecerle por completo mientras no poseyera también esta otra cosa.

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