Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Aquella noche yo recuperé algo de mi libertad de antaño que creía perdida, la libertad del corazón y de los sentidos; pero no sin amargura tengo que reconocer hoy que fue inútil, que toda percepción u observación sensorial es inútil, porque yo, precisamente en el concepto y valoración de mis propias percepciones sensoriales, debía resultar una criatura de mi tiempo, dócil hasta la estupidez; yo tenía de las cosas una cierta idea y creía que esta idea vaga, y que resultaba ser más descabellada cada vez, era conocimiento, y quería poner en práctica inmediatamente esta idea vaga que a mí me parecía conocimiento; armado de este instrumental, quería crearme una posición espiritual, proponerme inmediatamente objetivos prácticos, tener éxito, ejercer influencia, mandar, controlar, maniobrar, como si, en una especie de ministerio del amor, yo fuera un alto funcionario que trabaja con los datos que tiene a su disposición, y mis diez años de intensa actividad amorosa habían creado en mí unos condicionamientos cuyas consecuencias tenía que pagar ahora: creer exclusivamente en lo palpable, prescindir de todo lo que no pudiera objetivarse inmediatamente y, por lo tanto, no pudiera proporcionar placer físico, ei nombre de la razón, negar todo lo que no fuera una realidad que pediera asumirse racionalmente y descartar toda sensibilidad y sentimiento, admitir sólo mi realidad personal y subjetiva negando una realidad más amplia e impersonal cuando ésta no se acomodara a ella; pero fuera como fuere, con semejante tesitura, era en vano que ciertos escrúpulos morales y un innato realismo me señalaran celosamente mi fatal equivocación, porque no les hacía caso.
He considerado necesario exponer todo esto antes de reanudar mi relato y volver a nuestros paseos de la tarde, para describir el medio espiritual en el que se mueven dos personas que, para alcanzar su objetivo, tratan de utilizar al otro como instrumento y, a pesar de todo, el paseo los une; metafóricamente hablando, andan por un camino que otros han trillado.
Porque de nada sirven los buenos propósitos de observar una conducta honorable ni el sueño de la neutralidad si progresivamente nos adentramos en la masa emocional del oponente, que, en definitiva, no puede separarse de la materia del cuerpo vivo; era inútil que nos limitáramos a utilizar palabras que sólo podían entenderse e interpretarse en sentido figurado, ningún contacto, ¡a lo sumo, el silencio!, cuando nuestras palabras adquirían un sentido que sólo nos afectaba a nosotros, con este sentido, las palabras obstaculizaban precisamente el objetivo que nos habíamos propuesto, que era recto y viable.
Ésta era, poco más o menos, la situación, éste era el ambiente sentimental en el que nos movíamos por aquel paisaje natural, mientras ella, con paso regular, caminaba delante de mí por el sendero que conducía al bosque lejano, y yo, gratamente sorprendido, rumiaba su confesión queda, amarga, breve y escueta, como si su intención no hubiera sido la de recordarnos, en aquel momento excesivamente íntimo y peligroso, las proporciones que nuestro común objetivo imponía a nuestra relación y, por lo tanto, quizá, rechazarme, sino todo lo contrario, parecía que quería atraerme hacia sí, hacia el ámbito más profundo y secreto de su vida.
Yo casi no podía dominarme; de buena gana hubiera prescindido de toda inhibición, sentía un vértigo de agradecimiento, deseo de ser correspondido, de abrazarla y sentir su cuerpo fino, delicado y frágil; algo de su afecto percibía ya en sus pasos que se alejaban, acaso no acababa de decirme claramente que consideraba toda su vida un gran disparate, pero que hiciera ella lo que hiciera en el disparate de su vida, había dos personas, su amiga y su marido, a las que siempre podía volver, lo que en nuestro lenguaje particular quería decir que hiciéramos lo que hiciéramos nosotros dos, yo nada tenía que temer, que ella se sabía segura y que, aun en el caso de que los perdiera a ambos, no cerraría tras de sí todas las puertas.
Y es que todas nuestras confesiones sentimentales, supuestamente sinceras, tienen algo de traición.
Por ejemplo, cuando uno dice por qué no ama a su patria, con esta confesión, involuntariamente, hace patente su amor y su deseo de acción, mientras que una profesión de lealtad a la patria, por seria y apasionada que sea, hace patente la repulsa y la pesadumbre, el dolor, la aflicción, la desesperación y la frustración que esa patria le causa, por lo que el deseo de acción se disipa en protestas encendidas y elocuentes.
Su reticencia, sus respuestas lacónicas pero bien articuladas me hicieron pensar que yo estaba en lo cierto y frau Kühnert se equivocaba; realmente, durante las últimas semanas, Thea había cambiado había llegado a una frontera y parecía que sólo había podido hacer aquella confesión porque la unión que daba seguridad a su vida se ha bía convertido en una carga insoportable, y ella me lo confesaba para que yo la ayudara a cruzar esa frontera, a romper ataduras.
No obstante, yo no podía hacer lo que más natural parecía, tocarla con mi mano o con mi cuerpo, hubiera sido excesivo e improcedente.
Tal como ya había sentido aquella memorable tarde de domingo con motivo de la infantil crisis de llanto de Melchior, el cuerpo por si solo ofrece poco consuelo; él quería el futuro de mi cuerpo, él quería algo de lo que yo únicamente hubiera podido disponer si hubiera sido capaz de cedérselo en silencio y sin reservas, pero no podía, quizá por cobardía, y tenía que negárselo.
Y como yo sentía que mi cuerpo, por un lado, no bastaba y, por otro lado, no tenía esta finalidad, guiándome por la experiencia sensual más profunda y oscura que había cosechado mi cuerpo, reconocía la recíproca idoneidad de sus cuerpos de la que el mío no podía ser sino catalizador: yo quería servirles.
Yo me había ofrecido a ambos como un neutral mediador para conseguir un objetivo lejano, instrumento que ellos, obedientes a las leyes de su egoísmo, aceptaban y utilizaban, sólo que no habíamos tomado en consideración que en el amor, ni la moral ni la abnegación pueden neutralizar el sexo de un cuerpo humano, y por ello yo tenía que recurrir a toda mi autodisciplina, lo que generaba en mí la voluptuosa tensión del criminal que prepara el golpe, con el resultado de que la acción ya no estaba determinada por el amor sino por el propósito de expulsar de mi cuerpo a los seres amados.
Por lo tanto, no era yo el que por allí caminaba, eran dos pies extraños que transportaban la carcasa vacía de este deseo servil que, sin la alegría del momento de la culminación, se había convertido en un peso muerto que había que arrastrar, en beneficio de un futuro honorable o aceptable.
Las ramas verde oscuro se mecían como las olas del mar en lo alto de los troncos rojizos.
En el bosque, el sendero se perdía bajo la blanda alfombra de la pinaza; más hacia el interior, estaba oscuro.
Quizá Thea se dio cuenta de que no me gustaba entrar allí, porque se paró debajo de los primeros árboles y, sin sacar las manos del bolsillo de su chaquetón rojo, dio media vuelta y apoyó la espalda en tronco de un árbol, como si quisiera calcular con la mirada el camino recorrido y, lentamente, fue resbalando hasta quedar en cuclillas pero no se sentó.
No nos miramos.
Ella contemplaba las suaves ondulaciones del paisaje que se diluía en el anochecer, tan apacible bajo el ancho firmamento, con su claroscuro de nubes inquietas y desflecadas que se amontonaban y disgregaban, yo miraba hacia la oscuridad fresca del bosque impregnaba del olor acre del fermento del mantillo; bajo la bóveda de las ramas rojizas unos fulgores oblicuos rasgaban el crepúsculo imprimiéndole una movilidad constante.
Al cabo de un rato, ella empezó a hurgar en el bolsillo, sacó un largo cigarrillo y fósforos y lo encendió, tras una larga lucha con el viento.
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