Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Que, en esta situación tan triste para ella, por agresiva que se mostrara, por mucho que tratara de mortificarme y por muchas cosas desagradables que dijera, en el fondo me estaba agradecida, porque con mi sola existencia la salvaba de algo que podría ser trágico, o ridículo.
Volvió a callar, seguía sin poder decirlo.
Entonces me miró.
Soy vieja, dijo.
Sus palabras, su mirada, el ligero temblor de su voz estaban exentos de autocomplacencia y autocompasión, sentimientos que hubieran sido perfectamente naturales, sus maravillosos ojos castaños eran tan límpidos y transparentes que daban a su cara un aspecto que desmentía sus palabras.
Aquella fuerza interior con la que se concentraba en lo que estaba diciendo y que se comunicaba a mis ojos hacía olvidar si era vieja, si era hermosa y hasta si era mujer: ahora era una criatura solitaria que sufría y luchaba heroicamente por definirse en un universo abrumador, de posibilidades infinitas, y esto era hermoso.
Seguramente, en una habitación cerrada no hubiera sido capaz, y todo hubiera acabado en un sentimental buceo en el alma o en un magreo; entre cuatro paredes, sus palabras me hubieran parecido cómicas, demasiado sinceras o demasiado falsas, que viene a ser lo mismo, y hubiera protestado con vehemencia o me hubiera reído, mientras que aquí no había nada en lo que pudieran rebotar aquellas significativas palabras; habían salido de su boca y me habían dado en la cara, yo había asimilado una parte y el resto se había volatilizado o había pasado a formar parte del paisaje.
En aquel momento descubrí que una de las fuentes de su belleza era el puro sufrimiento, tenía delante a un ser humano que no trataba de sustraerse al dolor, pero tampoco explotarlo, quería conservar la capacidad de sufrir, conservarla para mí, y quizá era esto lo que me atraía; ella no quería compasión, y por eso criticaba tan duramente la técnica interpretativa de vivir el papel, ella no tenía nada que ocultar y también de mí extraía tanto como ella mostraba de sí misma y que yo trataba de disimular.
Yo intercambiaba mis propios sufrimientos, que eran similares, pero estaban envueltos en la nube de la compasión y el engaño de mí mismo, por los suyos.
No era vieja en años, agregó rápidamente, como si quisiera eliminar todo asomo de compasión no sólo en mí sino en sí misma, no, en años aún podía considerarse joven, era vieja de alma, otra tontería, porque ella no tenía alma, pero algo debía de haber en su interior.
Era curioso, cuando tenía que interpretar a locas de amor, vampiresas y seductoras, ¡y eran papeles que nunca había hecho mal!, dijo, cuando tenía que abrazar a desconocidos y besar bocas extrañas, había observado que, en realidad, ella no estaba allí, que era otra la que hacía de enamorada.
Para ella, el amor o el deseo se había convertido en algo -y que la disculpara si decía una tontería- que no estaba ligado a otra persona en concreto sino a todas y cada una, esto podía parecer una idiotez, ligada a todas las personas y a todas las cosas, algo que el ser humano nunca conseguirá, ni ella deseaba conseguir, pero desde que tenía esta sensación se consideraba digna de lástima.
Si no trataba de conseguirlo no podría actuar, dije en voz baja, y me parecía que, si quería actuar, debía conseguir lo que ya no deseaba.
Parpadeó vacilando, no podía, o no quería, comprender mi observación y se desentendió de ella.
Mentiría si afirmara que éste era el primer fracaso de su vida, dijo, no, nunca había sido tan hermosa ni atractiva como para vivir sin una constante sensación de fracaso, ya se había acostumbrado.
No, de eso no quería hablar, dijo, interrumpiéndose bruscamente, era no ya ridículo, sino de mal gusto hablar de ello precisamente conmigo, pero ¿con quién si no?
Yo no quería interrumpirla con preguntas, exhortaciones ni cariñosas frases de consuelo, cualquier palabra podía hacer que se retrajera; yo sabía que hablaría, pero también la hubiera comprendido si no hubiera añadido ni una sola palabra.
El soplo fragante de su voz me acariciaba la cara, y me parecía que sus palabras estaban dirigidas a todo mi cuerpo, por medio del cual se confesaba consigo misma.
Tenía que levantarse, pero lo hizo como si su cuerpo todo estuviera invadido por un pensamiento colérico que le impedía estirar las rodillas, quería parecer desgarbada y fea.
Se le tensó la piel del mentón.
No, dijo, tampoco esto es verdad.
Hablaba como si mordiera las palabras y, con ellas, lo que las palabras encubrían.
Y esto quizá me dolía más que si lo hubiera dicho con claridad.
Pero dijo que a ella no le interesaba la verdad en general ni la verdad de nadie en particular.
A veces, hasta conseguía hacer como si no sintiera la humillación.
Cuando lo conoció, pensaba que podría abandonarlo todo por él; ahora, afortunadamente, había recobrado la sensatez.
Pero por él podría hasta matar a Arno, que se pasaba la noche roncando.
Confesaba que de noche solía llamar por teléfono.
Por eso se había inventado este estúpido complejo de la edad, tenía el cuerpo roto, después de meses de humillaciones, era inútil que se repitiera que tenía que olvidarlo, su cabeza no podía pensar en nada más, se había convertido en una quinceañera boba, preocupada sólo por su físico.
Por culpa de este estúpido sentimiento que no la dejaba ni un momento, todo le salía mal y, por si no era bastante, tenía que soportar nuestras caras de felicidad.
Entonces le hubiera confesado gustosamente que felicidad era la palabra, en efecto, pero que nunca había sufrido tormentos tan persistentes como los que me deparaba esta felicidad nuestra; mas de estas cosas no se habla.
Que no tenía celos de mí, dijo, ¿sería ella celosa?, más que celos, sentía repulsión, como la que impulsa a los hombres a escribir en las paredes de los lavabos: castrados todos los maricones de mierda, dijo con una risa de desagravio; naturalmente, ella comprendía que no había que revolver las cosas, y precisamente porque, por extraño y hasta grotesco que pudiera parecer, a pesar de sus protestas e insultos, ella comprendía nuestra relación, no podía estar de mí tan celosa como lo estaría si yo fuera una mujer, incluso le parecía que yo actuaba en su lugar, lo cual, desde luego, era denigrante, porque, aunque no quería interponerse entre nosotros, no podía menos que llamar por teléfono, no podía evitarlo. Quizá ahora que había hablado de ello ya no tuviera necesidad.
Y, en sus momentos de sensatez en medio de la vorágine, tiene la impresión de que se ha buscado este imposible porque, en el fondo, no lo desea, ella siempre ha de suspirar por un imposible, pero esto de ahora no lo entiende, a ella no debía haberle ocurrido una cosa así, porque para un imposible tan imposible ya era muy vieja. Ahora ya no quería nada. Ni siquiera morirse.
Cómo se explicaba que su vida hubiera quedado de repente tan vacía, que ya nada le sucediera y lo que le sucedía ya no le interesara. Mientras hablaba, dijo que le parecía que tampoco eso servía de nada, que las palabras ya nada significaban porque comprendía que era la mera costumbre lo que obligaba a las personas a pronunciar palabras sin significado.
Pero ya basta, teníamos que volver.
Que hiciera el favor de levantarme.
No había hablado en voz alta, ni siquiera podía decirse que hubiera hablado con vehemencia ni con la voz alterada por la tensión reprimida, y, no obstante, se enjugó del labio superior unas gotitas de sudor invisibles para mí.
Aquel movimiento tenía un aire anticuado; por lo menos, los jóvenes no lo harían, entre otras cosas, porque no les parecería estético.
Me levanté, nuestras caras volvían a estar cerca, ella sonreía.
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